Me acuerdo cuando uno llamaba a la casa de un amigo y atendía la madre y el amigo no estaba, pero la madre nos contaba un poco cómo andaban sus hijos y nos preguntaba cómo estaba la familia y le contábamos algunas cosas y chau, mandale un beso a todos. Creo que eso no existe más, no sólo porque mis amigos ya no viven con sus madres, sino porque ahora con el celular se personalizó la comunicación, se individualizó, se hizo de uno a uno. No hay saludos colectivos, no hay información extra sobre nadie. Nunca atiende una persona distinta a aquella con la que querés hablar. El número de celular es el número de una persona, no de una casa. Lo mismo pasa con el e-mail (me dan pánico esas parejas que tienen mail compartido, o peor, esas mujeres que usan el mail del marido). La intimidad aislante de la comunicación hoy día se volvió una condición básica. Cada uno con su celular, cada uno con su pantalla. Se terminan entonces las experiencias colectivas. Ya no está siquiera la alienación de la familia cenando frente al televisor. De chico me juntaba con mis amigos a ver Cha cha chá. Ahora, mis sobrinos ven Capusotto en YouTube, cada uno en su computadora. La pantalla es individual y proyecta exactamente lo que uno quiere ver y escuchar. No hay demora. Es la gratificación inmediata de los impulsos cerebrales. Quiero ver esa escena de un capítulo de Seinfeld, quiero escuchar tal canción, quiero ver esa película de Herzog. Todo ya. Estamos atrapados dentro de los greatest hits las 24 horas. Editamos la vida así. Y en esa eficacia no hay tiempos muertos, no hay transiciones lentas, no hay esperas, no hay deseo. Cada uno en su soledad virtual, adictos a la intensidad on line. Pero creo que las transiciones son necesarias para que las partes buenas existan. Además, habría que permitirse dudar de nuestra capacidad para elegir los mejores momentos. A uno empezaban gustándole dos canciones de un disco y las restantes eran gustos adquiridos que muchas veces terminaban pareciéndonos las mejores. No fue hasta hace poco que me empezó a gustar una canción de un disco de Almendra donde Spinetta entiende todo y dice: “Siéntate a ver el día.”