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discreciones

Silla voladora

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| Cedoc

¿Hay que pedir perdón por pensar en la literatura cuando el mundo parece destinado a la apoteosis histérica (con eventuales brotes incluidos) de los periodistas televisivos, el agotamiento de los recursos naturales y la exhaustiva explotación de los que quedan a cargo de dictadores (democráticos o no) de los que uno huiría como de locos furiosos si se tratara de vecinos? Tal vez sí, tal vez no. Pero es curioso. Entre la escritura de uno y otro libro, la vida parece convertirse en un desierto donde solo aparece como oasis una enorme anchoa servida sobre la mesa. En cambio, apenas aparece, ya no un libro, sino la simple promesa de la posibilidad, todo reverdece, la biblioteca que uno maneja empieza a adquirir orden y sentido (ya que escribir es releer con una dirección determinada, armar diagonales, cruces entre libros). Así, es la escritura o su promesa la que pone en funcionamiento el sistema asociativo.

Hoy salí temprano a caminar lo que se pueda (entre el barbijo y la falta de baños habilitados, el recorrido se acorta), y a las pocas cuadras me encontré con un cartel  de vía pública de doble tamaño que decía (la cita no es textual) “Vos necesitás venir, nosotros necesitamos trabajar”. Era un aviso de los dueños de hoteles alojamientos, un reclamo al gobierno y un llamado al cliente. Me llamó la atención, perdóneseme la paradoja, lo descarnado del asunto, su puesta en escena como evidencia. El placer de uno, su gasto, su derroche, es la fuente de subsistencia de otro. Lo llamativo es que la dirección del mensaje (no sé si su eficacia) estaba destinado, por un lado, al pedido de apertura de la actividad en tiempos donde la muerte de enfermos por Covid aumenta pero los sanos piden volver físicamente al trabajo. ¿Coger es una actividad esencial? ¿Deben poner en riesgo su salud las empleadas de los hoteles alojamiento, con sus salarios subsidiados en parte por el Estado nacional, para que sus empleadores no se fundan? ¿Tienen que seguir juntando las sábanas arrugadas, los preservativos tirados, las botellas de champagne o de cerveza, los vasos volcados, las toallas húmedas, desinfectar las duchas los jacuzzis, los inodoros para que matrimonios en busca de renovación, amantes clandestinos, novios oficiales o parejas cruzadas tengan su rato de chingui changa? 

Más allá de las típicas relaciones conceptuales entre sexo y muerte y sexo como instrumento de salud, el aviso me hizo recordar a Luis XIV, el Rey Sol, que reorganizó el Estado francés en función de la producción suntuaria, porque la cantidad de trabajadores requeridos para construir un objeto suntuario excedía a la que debía emplearse para producir lo indispensable (comida). En este recuerdo, toda extensión comparativa con el presente es ilícita, lo que vale es la anécdota como tal: Francia se levantó de su ruina a fuerza de imponer la idea de que el lujo era indispensable y vender su expertise, empezando por los perfumes, que tapaban el olor a mugre de aquellas épocas en que el baño diario era considerado una actividad enfermante.

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Volviendo al tema, un precursor de los albergues transitorios fue Luis XV, bisnieto y heredero del anterior. En 1743 mandó a instalar una “silla voladora” mediante la que la duquesa de Châteauroux pasaba de su aposento al del rey, situado en el tercer piso de Versalles, sin que nadie atestiguara el recorrido. La silla voladora constaba de un mecanismo de poleas y contrapesos, concebido en su origen para trasladar rápidamente la comida al despacho del rey, teniendo en cuenta que su antecesor, ceremonioso como ninguno, recibía frío su plato caliente, luego de que recorriera un par de kilómetros desde las reales cocinas hasta su mesa. La discreción terminó siendo el propósito último de Luis XV. Para eso contaba con la asistencia de un Encargado de los Placeres que le manejaba la agenda romántica, así como la provisión de vinos y manjares. También tenía un bulín, situado detrás de la residencia de los Guardias. Se llamaba El Parque de los Ciervos, y no estaba surcado precisamente por cuadrúpedos provistos de cornamenta. Por algo lo llamaron “El bien amado”.