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Sobre apellidos y adjetivos

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Beatriz Sarlo suele recibir a los periodistas en su estudio de la calle Talcahuano. Al entrar, si uno levanta la cabeza, verá en lo alto un cerco de tablones que sostienen la colección de Punto de vista, la publicación que fundó en plena dictadura. Punto de vista aparece una vez cada cuatro meses, y vende unos 1.600 ejemplares: una tirada reducida pero de influencia inversamente proporcional. Llega al círculo de lectores que se propone, y con eso le alcanza para instalar debates y lecturas sobre literatura y política argentinas desde hace casi treinta años. Ese proyecto, dice ahora la propia Sarlo –pequeña, amable, filosa–, sentada a la mesa de su estudio, se lleva buena parte de sus energías y tiempo. El resto, desde que dejó de estar al frente de la cátedra de Literatura Argentina II en la Universidad de Buenos Aires, lo invierte en sus trabajos periodísticos, que, confiesa, la apasionan: me da mucho placer escribir por encargo, agrega.

Buena parte de ese material está recopilado en su nuevo libro, Escritos sobre literatura argentina. Allí están reunidos los textos con los que pensó la literatura nacional entre 1981 y 2006. Porque, según ella misma explica en el prólogo, “nada de lo publicado antes de 1980 me parece aceptable”. Capítulo a capítulo aparecen los desvelos de Sarlo, los autores canónicos y sus fetiches: Borges, Arlt, Cortázar, Puig y, sobre todo, Juan José Saer. Más acá en el tiempo Chejfec, Gusmán, Pauls, Fogwill. Sobre la mesa hay un cenicero, un atado de cigarrillos, una boquilla negra y un solo libro: Opendoor, de Iosi Havilio. Los últimos dos artículos de Escritos sobre... no son precisamente benevolentes con la nueva producción literaria local. Allí destroza la segunda novela de Alejandro López, keres coger?=guan tu fak (“Si Puig era el pop, López es la televisión de estos años: programas donde todos son más estúpidos de lo necesario”), y no es mucho más amable con Washington Cucurto (“La gran invención de Cucurto es la del narrador sumergido, es decir, indistinguible de sus personajes, incluso porque declina el poder de organizar visiblemente la ilación del relato”). Pero Sarlo se muestra entusiasta con la novela de Havilio. ¿Las razones? Sarlo dice que, sobre todo, porque no se lo esperaba: “Esta novela es algo que me sorprendió. No obedece a ningún sistema de lectura, parece salida de la nada”.

Su nuevo libro incluye también un artículo de 1984, brevísimo (y aquí la brevedad es una declaración de principios), sobre una novela policial de Guillermo Saccomanno, Prohibido escupir sangre, donde pueden rastrearse los orígenes (¡hace más de veinte años!) del encono mediático que se propugnaron hace algún tiempo en el suplemento Radar de Página/12: “Lo grave de todo esto es que Chandler o Soriano (para dejar afuera a Scott Fitzgerald, nombrado con una inconmovible admiración, que no arroja sin embargo efectos sobre la novela) no pueden ser responsabilizados de la literatura que se escribe en su nombre”, escribe Sarlo, con su temida ironía.

Mientras el fotógrafo la retrata, le recuerdo un artículo de 1999, en donde afirma que los apellidos de sólo un puñado de escritores del siglo XX han dado origen a un adjetivo que los identifique: joyceano, proustiano, kafkiano, sartreano, borgeano. “Adjetivos de la originalidad”, que los llama Sarlo.

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—¿Qué escritor argentino contemporáneo alcanza ese atributo?­ –pregunto.

—No sé –responde. ¿Saeriano, tal vez? ¿Hay algún otro?

—Bueno, se suele hablar de procedimientos aireanos.

Sarlo sonríe apenas, sin énfasis. Hace una pausa, y sólo agrega: “Bueno, no es tan sencillo. Para que un apellido se convierta en adjetivo hay que trabajar. Trabajar mucho".