Zelig podría ser argentino. Se mimetizaba fácil. (En el film, Woody Allen, caracterizado de indio.) |
Como las modas en la ropa o el pelo que vistas fuera de su tiempo resultan cómicas y hasta a veces ridículas, parte de lo que resulta políticamente correcto también sufre los avatares erráticos de la moda y con el paso del tiempo es abandonado y, visto a la distancia, hasta puede sorprender. Lo políticamente correcto está influenciado por la subjetividad de época, que no es más ni menos que la superestructura de ideas aceptadas en cada ciclo de una sociedad.
Como la moda misma, esas ideas son impuestas por una vanguardia, luego son adoptadas por una mayoría que las naturaliza, automatiza e incorpora como un reflejo desproblematizado –o sea, se transforma ideología en verdad–, para luego de algunos años reemplazarlas por otro conjunto de verdades.
Un ejemplo de esa automatización de la subjetividad de época es el insulto que hace tres semanas Martín Redrado utilizó para responder al canciller Héctor Timerman: Redrado lo acusó de vocero de los genocidas.
En los 90, hubiera sido inimaginable que quien fuera gerente del Security Pacific Bank y Salomon Brothers, colaborador de Jeffrey Sachs en el plan de estabilización de Bolivia y golden boy de las finanzas en el apogeo menemista acusara al hijo del periodista más perseguido por la dictadura de “vocero del genocidio”. También, hace una década, hubiera sido inimaginable a Timerman asumiendo las posiciones que hoy asume.
Como los chistes, los insultos precisan código para producir efecto, y un insulto con la palabra “genocida” en los 90 no integraba el diccionario de lo primero reprochable a un contrincante. Por entonces, el insulto más habitual entre peronistas era “haberse quedado en el ’45” o “ser estatista”. Y de los peronistas a la oposición, el de haber sido “izquierdista de la Coordinadora” (radical).
La palabra “monopolio” se convirtió en otro de los calificativos infamantes de época más repetido. Vale para la persona jurídica –el Grupo Clarín– como para las personas físicas relacionadas con ella: los periodistas que trabajan en ese grupo y las empresas asociadas. El plural, “los monopolios”, se utiliza para definir el mal de todos los males: las grandes empresas, preferentemente extranjeras aunque no necesariamente. Por ejemplo, Techint califica como monopolio pero YPF, desde que es conducida por empresarios amigos, no lo es. Esto también sucede con los “genocidas”. Por ejemplo, con aquellas personas que durante la dictadura no mostraron ningún atisbo mínimo de rebeldía y/o con la llegada de la democracia se mostraron complacientes con funcionarios de la dictadura, sus aliados o herederos, el Gobierno deja de lado su poca convicción democrática si son funcionales al oficialismo. Mientras que aquellos que sí tuvieron acciones concretas de crítica a la dictadura y hasta padecieron consecuencias por ello, al no ser aliados actuales del Gobierno son acusados de “genocidas” con cualquier arbitraria excusa.
Que algo se ponga de moda (“el imperio de lo efímero”, según la definición de Gilles Lipovetsky) para luego seguir su curso y desvanecimiento no está fuera de lo normal ni es necesariamente malo. Hay una necesidad de entretenimiento en el alma humana que precisa ser satisfecha con el cambio continuo. La preocupación surge cuando ideas que deberían estar más allá de las circunstancias temporales se banalizan al punto de que pierden su sustancia y quedan reducidas a sólo superficie; lo que habitualmente sucede cuando, en su aprovechamiento, se abusa de ellas.
Los medios de comunicación, como espejos de todo, son el mejor exponente de las caídas en ridículo de aquellos que, queriendo estar a la moda, se imponen exagerar y dejar en evidencia su falta de autenticidad. Parecería que todos los artistas ahora fueran kirchneristas, y aparece tanto periodista militante orgulloso de su pertenencia oficialista que sorprende a los periodistas a secas que se preguntan: “¿Dónde quedó el desprestigio que siempre producía ser oficialista?”. Desprestigio que en todo el mundo continúa vigente para el periodismo de cada país con su gobierno de turno. La excepción de la Argentina y un puñado de países hace suponer que se trata de otro fenómeno de moda.
El miércoles, el diario El Cronista publicó una columna escrita por Carlos Fara, titulada “¿Qué es el relato?”, donde lo definió como el “guión que cada parte interesada en la política argentina trataba de esgrimir; sea actor político, social o económico”. Asoció la alta aprobación de la que goza hoy el Gobierno con el mayor eco que tiene su relato en la sociedad.
La consultora de Carlos Fara midió, a fines del año pasado, el grado de aprobación de varios enunciados discursivos del Gobierno nacional y algunos resultados fueron:
* La Argentina está mejor ahora que en época de Menem: 65%.
* Ahora, en la Argentina, hay más industrias que en la década del 90: 60%.
* Los medios de comunicación actúan como partidos políticos: 60%.
* En la Argentina se está aplicando un modelo productivo: 59%.
* Ahora hay un gobierno que se ocupa de los que menos tienen: 56%.
“Es decir –continúa Fara–, hay un relato del oficialismo que coincide con percepciones populares. De ahí que la intención de voto de la Presidenta sea sólida, más allá de la muerte de su esposo, y de la fuerza de la reactivación económica”. “El tema es que los votantes no kirchneristas tienen fuertes dificultades para identificarse con un relato opositor. En definitiva –concluye Fara–, lo que está sucediendo es que, por el momento, para la sociedad existe un solo relato al cual prestarle atención.”
Siempre existió un solo relato que acaparaba la atención de la mayoría de la sociedad: eso mismo es la subjetividad de época. Hubo una subjetividad distinta en los noventa, en los ochenta, en los setenta y hoy.
La subjetividad de época no es un atributo especialmente argentino, todos los países y todas las épocas tienen la suya. El problema es que las épocas en la Argentina cambian de una década para otra y de un extremo al otro; en parte porque cada gobierno, al encontrar un relato con eco, lo extrema hasta la fantasía, dando lugar a su opuesto.
Muchos periodistas, actores, intelectuales, empresarios y –obviamente– políticos argentinos se parecen a aquel Zelig que tan magistralmente caracterizó Woody Allen en su película homónima: un hombre que podía mimetizarse con lo que viniera. Da vergüenza ver la extrema plasticidad de quienes deberían ser más equilibrados.