¿Para cuándo un buen apretón, un abrazo, dedos entrelazados? ¿Qué son esos golpecitos? Puño contra puño, choque de codos, tamborileo en el hombro… Hartas del retaceo, las manos añoramos la expresión. Estamos a cargo de enlazar a los humanos, y estos virus actuales nos inhiben tal encanto. Para colmo la violencia desprestigia nuestros gestos. El tan citado “juego de manos, juego de villanos”. ¡Qué mala interpretación de todos los potenciales de nuestra coreografía afectiva! Encima algunos famosos nos endilgan arrebatos; como el de Will Smith en el Oscar. Ya en páginas anteriores hablamos de su polisémico cachetazo.
Hoy otro gesto nos preocupa. Un nuevo revolear de las falanges. Si no fuera porque se viene repitiendo, podríamos considerarlo excepcional. Un exabrupto. Pero ya anda propagado. ¿Cómo llega la orden a las manos infligiéndonos semejante ademán? Todavía no quisiera revelarlo, quizá porque me cuesta creerlo. Sin embargo, no puedo dejar de imaginar el pensamiento oprobioso de algunas personas que desciende como un rayo por el brazo hasta las manos, obligándonos a levantar el pulgar hacia el cielo, y estirar el índice hacia el prójimo… ¿Ubican la seña? Si no la han visto, faltará poco para que la vean, y si la vieron, supongo que lamentarán conmigo su existencia. Ni siquiera tiene la gracia de la guarangada; es una descarga inmediata, prepotente: la mano se vuelve arma, apunta y dispara. La persona simula haberlo hecho realmente, soplándose el índice para disipar la humareda. Ocurre en muchas esquinas, cuando dos autos se disputan la pasada. Uno de sus conductores baja la ventanilla, saca la mano, y apoyándola de canto sobre el borde, se convierte en francotirador espontáneo, apuntando al injuriado, sin decir palabra alguna, seguro de haber acertado en el blanco, luego echándose ligeramente hacia atrás. Toda una mímica al servicio de la aniquilación. Anquilosadas quedaremos las manos.