Desde que ganó Macri, mi hija me gruñe cuando entro en su casa. No me da un portazo en las narices en consideración al abuelo de sus hijos. Ella nunca fue kirchnerista, pero está muy irritada con el gobierno de Cambiemos, al que juzga, como tantos otros nac&pop, “mucho peor de lo que se podía imaginar”. Le digo que quizás no sea tan así, que hay que dar tiempo al tiempo, pero me mira con lástima. Ella ya sabe cómo son las cosas, una gran ventaja sobre mí, que sobre cómo son las cosas no tengo ni idea. Mi novia no me recibe con un gruñido. Pero percibo en sus ojos la ternura que se destina a los niños. Sabe que tengo agarradas homéricas con algunos de mis amigos kirchneristas (algunos, los demás han dejado de hablarme). Aun así su mirada expresa: ¿será posible? ¿Con quién te estás tratando? El que se acuesta con chicos… Le explico que a estos chicos K que aceptan el diálogo hay que cuidarlos como si fueran de oro, pero no hay caso. Si son recalcitrantes, ¿por qué valdría la pena hablar con ellos?
Una de mis mejores y más perspicaces amigas está recopilando mis artículos de entusiasmo macrista para cuando se me pase. No es kirchnerista ni de lejos, y me hace dudar. Le digo que nada de lo que he publicado recientemente es oficialista, aunque apoye medidas concretas, y su mirada expresa un: conmigo no te hagas el vivo, que te tengo rejunado. Bueno. Y sin embargo… bah, no adelanta insistir. Porque ignoro en qué es lo que tendría que insistir. Y mi experiencia dice que cuando mis amigos se han tomado la molestia de aconsejarme raramente no los acompaña la razón. Entre tanto, los amigos K con los que discuto van mucho mas allá que mi amiga: para ellos soy un macrista hecho y derecho. Si les recuerdo que voté a Margarita y solamente en el ballottage a Macri, no escuchan: el mundo político está dividido solamente en dos, y punto. Si les digo que en estas semanas critiqué la posición oficial por Malvinas, o la apuesta por el orden en el espacio público, no les importa: el esfuerzo por comprender es idéntico al esfuerzo por justificar, parecen decirme. ¿Soy tan cabezón como para no admitirlo?
En las redes, ni hablar: he discutido con un tarambana, con cientos de admiradores, que identifican al peronismo con la barbarie y a Macri con la patria. Lo más suave que me dijeron por intentar refutar esas equivalencias insensatas es superado. A todo esto creo ser incisivo argumentando con los K ciberespaciales, pero raramente (hay excepciones) consigo contraargumentos, casi siempre silencio. Es mejor ignorarme o descalificarme.
Me siento, en suma, un desubicado, o peor aun: un paria. Un paria en la sociedad de los politizados, de los que opinan y saben. Es verdad que tengo un lugar en el mundo: el Club Político Argentino, donde nos trenzamos en discusiones fuertes y apasionantes. Pero, justamente, me temo que lo que esté pasando conmigo esté pasando con el club. El club es un lugar que, en un ambiente tan enrarecido, no encuentra su propio lugar.
Es difícil ser un intelectual independiente, es difícil ser un club que haga política desde su pluralismo sin pegarse a ningún partido, a veces más cerca de un gobierno y otras de una oposición. Difícil porque esa apuesta, como cualquier otra, no está exenta del error; pero sobre todo porque en una cultura maniquea y adversa al pluralismo, con unas mentalidades según las cuales está todo en juego en cada momento (no hay más que considerar el tremendismo con que viven el presente muchísimos kirchneristas), y que piensa la política en términos de configuraciones estratégicas y bloques de poder, el lugar para la reflexión política independiente y la toma de posiciones sin esquivarle al bulto, para el compromiso con (nuestra) verdad no condicionado a la razón de Estado ni a la lógica de hierro de la política partisana, hay que ganarlo bregando denodadamente.
*Investigador principal del Conicet, miembro del Club Político Argentino.