Las correcciones de precios relativos fueron demonizadas por uno de los candidatos en la campaña electoral. Ello no ayudará una vez pasada la elección por la sencilla razón de que las correcciones son ineludibles. Pero el punto que deseamos resaltar aquí es que ese hecho impidió colocar el foco en la pregunta más importante: ¿cómo hacer para que la economía vuelva a crear empleo de forma genuina? El foco debería haber estado en las reformas estructurales que deberán complementar la estabilización de corto plazo. Hay tres razones básicas que avalan esta afirmación.
Primero, no se puede bajar la inflación y corregir precios relativos sin más porque el Estado vive en parte de ello. Habrá que introducir cambios sustanciales en la estructura tributaria y del gasto público. Es fácil verlo en relación con la inflación. Si ésta se redujera del 25% al 15% anual, el gobierno perdería alrededor de un punto del PBI en concepto de impuesto inflacionario. Asimismo, si la inflación se reduce y/o se corrigen las distorsiones del impuesto a las ganancias que afectan al salario y las firmas (vía no corrección de balances por inflación), caerá el aporte de un impuesto que ha sido uno de los que más han subido este año. Para compensar, habrá que incrementar otros impuestos –algo difícil porque la presión tributaria es muy alta– o, alternativamente, habrá que reestructurar el gasto. El mismo argumento se aplica a la disminución de las retenciones o los impuestos al trabajo. En cualquier caso, reformas de este tipo incidirán sobre el crecimiento y la distribución más allá de la coyuntura.
Segundo, los desequilibrios macroeconómicos y de precios relativos son sustanciales y se han mantenido durante mucho tiempo. En consecuencia, los agentes han adaptado sus comportamientos. En este contexto, la sola eliminación del cepo y de las intervenciones más distorsivas se asemeja a reformas estructurales porque las empresas que se acostumbraron a convivir con las DJAI y los ROE y aprendieron a beneficiarse de los precios relativos actuales deberán reestructurarse. Si la reestructuración es exitosa, podrán crear empleo genuinamente y, por lo tanto, de manera sostenible a mediano plazo. De lo contrario, aumentará el desempleo estructural. Debido a esto, las medidas de estabilización deberán ser complementadas con reformas que promuevan la productividad, la inversión y el empleo.
Tercero, en la última década –no en los últimos seis meses– la economía se adaptó a funcionar en base al consumo de stocks. Se pudo crecer con una tasa de inversión muy baja porque se consumió el stock de reservas energéticas; se sobreutilizó la infraestructura existente sin mantenerla o expandirla; se consumió parte del stock ganadero y, al final, se depredó el stock de reservas internacionales. Inducir a los agentes a que inviertan en vez de consumir stocks demanda reformas permanentes en las reglas de juego, desde el marco regulatorio y los derechos de propiedad hasta las relaciones contractuales y los impuestos. El caso de la energía es un buen ejemplo. Hay que redefinir desde los subsidios para cambiar los incentivos a sobreconsumir hasta el marco regulatorio que involucra a toda la cadena de valor desde la extracción o importación hasta la distribución.
La tarea que les espera a las autoridades, en síntesis, implica ocuparse de manera simultánea del corto y del largo plazo. Se trata tanto de corregir precios relativos como de regenerar las reglas de juego en favor del crecimiento y la creación de empleo. Las reformas implican costos políticos pero también pueden traer beneficios enormes que no estarían disponibles para un mero plan de coyuntura. Cuando los agentes económicos anticipan que el futuro será mejor, típicamente toman decisiones de inversión y ahorro muy positivas en el presente, y eso es clave para generar empleo y poner la economía a crecer hoy. No hay nada que atraiga más a quienes poseen dólares en un mundo de tasas de interés muy bajas que los proyectos de alta rentabilidad. Y, ciertamente, la alta rentabilidad es el tesoro oculto de la Argentina de hoy. Luego de años de baja inversión, hay una gran cantidad de proyectos rentables pero no realizados. Y hay también ahorro atesorado en dólares. Ya pagamos el costo hundido de no invertir con cuatro años de estancamiento. Con reformas pro inversión podemos recoger los beneficios. Un lugar para empezar sin equivocarse es la infraestructura. Por estar tan deteriorada, la rentabilidad de los proyectos es alta, esos proyectos crean empleo hoy y, mañana, mejorarán la competitividad sistémica y ayudarán a la inclusión social porque mejorarán el acceso a mejores servicios.
Es el momento de la inversión. Pero está claro que la inversión implica sacrificio en el presente para obtener beneficios futuros, y ese sacrificio es más costoso cuanto menos se tiene. Por lo tanto, un programa políticamente viable deberá lograr que el mayor sacrificio de consumo presente en pos del futuro recaiga sobre los tramos de la distribución con capacidad de ahorro. Por eso, no se justifica seguir con subsidios tarifarios que terminan beneficiando más a los sectores que no lo necesitan. El Estado debe invertir en infraestructura y educación, no en incentivar el uso de energías no amigables con el medio ambiente. Los segmentos sociales con capacidad de ahorrar han estado atesorando dólares hasta el punto de convertir a la Argentina en un país acreedor del resto del mundo. Llegó la hora de movilizar ese ahorro para convertirlo en inversión y crecimiento. Pero ello sólo ocurrirá si existen paz social y seguridad jurídica. Dos cuestiones netamente políticas. Bienvenido el recambio democrático
*Investigador del Cedes, del Conicet y de la Universidad de San Andrés.