El desparpajo de Carrió para sacarse una foto con ruleros es digno del teatro de cocoliche. Carrió ya había utilizado los ruleros en otra foto, donde además lucía unos anteojos amarillos de cotillón. El mismo día que la foto proliferaba en las redes, se anunció que Lorenzetti dejaba de ser presidente de la Corte, y que lo reemplazaba Carlos Rosenkrantz.
Se trata, por lo menos en parte, de una victoria de Carrió, que venía siguiendo el rastro de Lorenzetti y pidiendo sangre. Si Macri hubiera deseado conservarlo en la presidencia de la Corte (y cuarto en la línea de su propia sucesión), habría debido hacer callar a Carrió. Como esa es una tarea imposible, Macri se limitaba a almorzar de vez en cuando con Lorenzetti. Si, en cambio, Macri buscaba desplazar a Lorenzetti, los ataques de Carrió le eran útiles, porque hacían la limpieza pesada. Además, si el ex presidente de la Corte perdía, Carrió iba a sentirse generala de la victoria y quedarse más tranquila por un rato seguramente breve, porque los belicosos olfatean en el triunfo solo la ocasión de comenzar otro combate.
Sea cual sea la hipótesis, Carrió festeja con un disfraz que la muestra como alguien fuera de juicio. Si se armara un álbum fotográfico de este gobierno tendríamos el rostro severo del imperturbable Marcos Peña; la expresión tenuemente irónica y astuta de Frigerio; el rabino Bergman disfrazado de árbol; María Eugenia Vidal como la experta en timbres; Carolina Stanley como virgen hacendosa; y Carrió en su papel de “la loca del barrio”. Algunos de estos personajes sirven para la comedia dramática, otros para el sainete.
El pluralismo no es una de las virtudes de Carrió, aunque se identifique como liberal. Su carácter escénico ha ido pareciéndose cada vez más al de Cristina Kirchner. No por sus actos ni por sus ideas, sino por la manera de representarlos.
Espero que no se enoje el espíritu de Hannah Arendt, a quien es necesario citar: “El teatro es el arte político por excelencia. Solo allí, la esfera política de la vida se convierte en arte”. Un hombre de teatro, que fue presidente de su país, pensaba que “sin comienzo, medio y final, sin exposición del conflicto y sin catarsis, sin gradación ni poder de sugestión, sin la trascendencia que un gran drama transforma en testimonio real, la política es neutra, renga y desdentada”. Perón fue un experto en estas puestas dramáticas o épicas, como puede verse en las bellas y precisas fotografías de Fusco.
No es una novedad, entonces, hablar de la “escena política”. Allí se luce una doble capacidad de “representación”: alguien representa a los ciudadanos y, al mismo tiempo, representa el personaje con que ha llegado a persuadirlos para que le entreguen, con el voto, un fragmento de su confianza volátil.
Doble representación. Carrió se mueve diestramente en la doble representación: actriz y diputada. El problema es que ella no pone en la escena política sino las obras de su propia invención y considera que todos los otros dramas y comedias son inferiores, equivocados, traicioneros, maléficos o plagios de sus proyectos.
El pluralismo no es una de sus virtudes, aunque se identifique como liberal. Su carácter escénico ha ido pareciéndose cada vez más al de Cristina Kirchner. No por sus actos ni por sus ideas, sino por la manera de representarlos. Con gestualidades diferentes, ponen en escena rasgos parecidos. Ambas son lo que en el mundo del espectáculo se llamó “actriz de carácter”, que se distingue independientemente de su edad o su lugar en el reparto de la obra.
De todos modos, Carrió con ruleros implica una audacia de peluquería teatral que Cristina no aceptaría. La seguridad actoral de Carrió es, en este punto, mayor que la de la ex presidenta, que depende obsesivamente de su aspecto exterior, preocupación que no le quita el sueño a Carrió, una actriz completamente desinhibida. Ambas son excelentes monologuistas. Es imposible hablar con Carrió si ella decide impedir el intercambio de líneas de diálogo. Vive, desde que la conocí, en estado de monólogo. Sus parrafadas son grandiosas, expansivas y románticas; o agudas como las acusaciones que intercambian los personajes teatrales antes de una pelea con desenlace fatal.
Ella vive, desde que la conocí, en estado de monólogo, con parrafadas grandiosas, expansivas, románticas o agudas, como sus denuncias
La dimensión carismática, que tanto se menciona hoy, tiene a la teatralidad como una de sus cualidades indispensables. Quien haya escuchado a Hugo Chávez en vivo sabe que su oratoria era la del teatro, no la del Parlamento. No podía ser objeto de una teoría del discurso sino del análisis de las fuerzas contrapuestas en escena.
Por eso, en una cancha de fútbol porteña, cuyo césped mostraba abundantes restos de tetrabrik y faso, al finalizar una actuación de dos horas, en cuyo transcurso miraba hacia el este y le hablaba a Bush, que estaba en Montevideo, sacó un libro y, ante mi estupor, leyó una carta de Simón Rodríguez a Bolívar. Solo una gran actuación sostuvo esa parrafada del siglo XIX. Y solo el carisma sostuvo la potencia misteriosa de esa actuación. (A los lectores que ya están tipeando para denunciarme, les aclaro: no fui chavista; estaba allí enviada precisamente por este diario.)
En bambalinas. Salvo cuando aparecen los cuadernos de Centeno o gente que revolea bolsos a medianoche, la Justicia no es una escena visible. La complejidad de sus procedimientos, las normas que rigen los procesos, la dificultad de entender qué cosa puede ser una prueba o no serlo, el lenguaje casi tan abstruso como el de las finanzas, la formal etiqueta de trato y la reserva que los participantes convierten en rito, ponen el teatro judicial lejos del público. El juicio oral y el juicio por jurados lo acercan, porque son intensamente teatrales, como lo descubrió el cine de Hollywood bastante temprano.
Por eso, el acontecimiento institucional de estos días transcurrió fuera de escena, como sucede con las deliberaciones de la Corte Suprema. Rosenkrantz es ahora su presidente. El primer acto de su carrera en la Corte también tuvo la pretensión de transcurrir fuera de escena, cuando, en diciembre de 2015, por decreto, Macri quiso nombrar jueces a Rosenkrantz y a Carlos Rosatti, para que asumieran en comisión.
Una extendida condena pulverizó la maniobra, y ambos fueron designados como es debido, por acuerdo del Senado. La torpeza y el manoseo de las prescripciones le provocaron al experto Daniel Sabsay la
calificación de “disparatada” y de “inconstitucionalidad manifiesta”. Pero que los dos juristas hubieran estado dispuestos a asumir, cierto es que en comisión y sin jura, me dio noticias sobre ambos. Aceptaron moverse en bambalinas.
¿Cómo unos juristas respetados podrían entrar a la Corte por un mecanismo de cooptación presidencial? ¿Cómo aceptaron esa ilegalidad de origen, que primereaba al Senado? Rosenkrantz aclaró que “no hubiera jurado”, pero no fue capaz de sostener sus principios en escena y rechazar, con un monólogo ejemplar y a telón abierto, el apresurado nombramiento. No son detalles poco importantes, aunque los focos iluminen hoy el nutrido currículum del nuevo presidente de la Corte. En Argentina, un país del laissez faire, se disimulan travesuras y ansiosos nombramientos realizados en los entreactos. Para muchos de nosotros, aquella peripecia fuera de escena es inolvidable.