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Epidemias

Vacuna criolla

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Como bien sabemos, estamos todos sumergidos en el dilema terrible del coronavirus. Tratemos de tomar un poco de distancia de los noticieros que minuto a minuto nos informan cantidades y disposiciones de todo el mundo al respecto.

La Gran Solución, con mayúsculas, sería encontrar el remedio y la vacuna. Esta sería ya la garantía de poder acabar con este maldito virus como se terminó en su momento, por ejemplo, con la parálisis infantil. La vacuna traería la certeza de la curación, sabiendo desde ya que habría que descubrirla, producirla y distribuirla en condiciones de que todos los pueblos puedan comprarla.

Son varios los ámbitos científicos que hoy trabajan a destajo para encontrarla. En nuestros días apelar a la oración –y el papa Francisco dio el ejemplo– y a la confianza en la ciencia resultan reacciones naturales. Pero en la Argentina de comienzos del siglo XIX, si lo primero era obligado, lo segundo no era tan rutinario.

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Una de las epidemias que nos han castigado en el XIX fue la viruela, de gran difusión en las zonas rurales de todo el país, y también en los centros urbanos. Y hubo un joven médico que decidió actuar científicamente. No era fácil en aquella época, y sobre todo viviendo en el campo, donde estaba el  Dr. Francisco Javier Muñiz, médico desde 1821 instalado en Luján y designado médico de ese Departamento por el gobernador Manuel Dorrego. Muñiz observó la mortandad provocada por la viruela en la ciudad de Buenos Aires en las epidemias de 1802 y 1805, así como las ocurridas en las zonas rurales en 1810, 1819, 1822 y 1829.

En Inglaterra existía desde 1796 la vacuna descubierta por Jenner, que en nuestro país se importó desde 1805. Muñiz comenzó a observar las vacas de la región, y descubrió en la estancia de don Juan Gualberto Muñoz una vaca de cuyos pezones extrajo las pústulas que servían para producir la vacuna antivariólica. Era 1831, y la cosa no fue fácil. Lo comunicó a la Sociedad Jenneriana de Londres, que prestó atención a la noticia, porque indicaba que no solamente las vacas de Glowcester servían para fabricar la vacuna, pero Muñiz no consiguió producirla. La Sociedad Jenneriana lo nombró miembro honorario ya por ese solo aporte, pero Muñiz tardó diez años en lograrlo.

Fuerte tenacidad la de este médico rural que andaba curioseando las vacas de los estancieros conocidos. Francisco Javier Muñiz es considerado el primer sabio argentino, porque también incursionó con aportes importantes, en paleontología, geografía y filología, y yo mismo publiqué sus Voces usadas con generalidad en las repúblicas del Plata (incluidas en Fermín Chávez, Historia y antología de la poesía gauchesca, ed. Margus).

Veo un paralelismo entre el Dr. Muñiz y lo que se hizo en Buenos Aires, en el Instituto Leloir en marzo de este año, y cabe recordar que fue fundado por nuestro premio Nobel Luis F. Leloir, aquel que trabajaba en una modesta silla atada con alambres.

En este Instituto la Dra. Andrea Gamarnik, una reconocida viróloga, convocó a siete científicos, entre ellos Julio Caramelo y Diego Álvarez, y a un empresario vinculado a la producción de tests, Marcelo Yanovsky. La prensa, injustamente, no divulgó los nombres de los otros cuatro investigadores. Ese equipo inventó el test para detectar la presencia del coronavirus titulado CovidarIgG. No da resultados inmediatos, porque hay una demora de dos horas y debe procesarse en laboratorio, pero, además de detectar el anticuerpo, lo cuantifica. Permite saber quién tiene el virus y en qué cantidad, si está enfermo o no, si hay que aislarlo o curarlo. El laboratorio Lemos puede producir 10 mil determinaciones por semana, cuya eficacia ya ha sido probada, y cuestan una décima parte de los importados.

Las épocas son muy diferentes y las condiciones de trabajo infinitamente distintas, pero son ejemplos de salidas creativas desde la ciencia para superar epidemias. Con argentinos y argentinas así podemos abrir la esperanza.

*Poeta y crítico literario. Dirigió la publicación de las Obras completas de José Hernández (ed. Docencia).