No pareciera tratarse de un desliz o de una frase desafortunada. Sino del pensamiento auténticamente profundo de Mauricio Macri cuando apela a la improvisación y se aleja del “libreto”. “La terrible inequidad entre los que pueden ir a la escuela privada y aquel que tiene que caer (sic) en la escuela pública” forma parte de un bagaje cultural que se nutrió en las aulas del Newman, y de una condición de clase que separa el mundo privado “hecho a medida”, del mundo estatal-residual donde converge el resto. Si las directrices políticas de Cambiemos tienen su sustento en la lógica excluyente y exclusiva del “tener” para “poder ser”, por qué sería distinta cuando se trata de la educación.
Esos otros, la mayoría de los argentinos, a quienes según Macri “les regalaron el presente hipotecando el futuro”, deberían entender que para que el modelo cierre, la clase media, trabajadora, y los más vulnerables deben transitar, otra vez, por privaciones y desasosiegos. La acumulación y concentración de los que más tienen hará el resto: producirá un derrame con cuentagotas en el que habrá muchos sedientos.
Sin embargo, varias de las economías del mundo revisan el modelo. La crisis económica mundial de la que aún se sienten sus impactos forzó a pensar en un desarrollo sustentable, apuntando a mayor integración entre crecimiento económico y desarrollo humano.
No es casualidad que el Reporte Mundial de la Felicidad, elaborado anualmente por Naciones Unidas, haya coronado este año a Noruega como el país más feliz del planeta, seguido por Dinamarca, Islandia, Suiza y Finlandia, que completan el quinteto. Dentro del top ten siguen Holanda, Canadá, Nueva Zelanda, Australia y Suecia.
¿Qué los hace felices? El bien común y la sensación de pertenencia a la comunidad. La alquimia de la llamada felicidad se compone de libertad, tranquilidad e igualdad. “Tenemos buenos sueldos que nos permiten viajar y tener casas; trabajos que nos dejan tiempo libre para disfrutar de la naturaleza y de nuestras aficiones. También un sistema educativo al que todos accedemos y que no distingue entre ricos y pobres. Tenemos una buena vida; qué hacer con ella depende de nosotros mismos”, explica un profesor que sintetiza un sentimiento colectivo.
Con un Estado de bienestar en el que el presente y el futuro individual y colectivo están garantizados, y en el que las necesidades están contempladas o cubiertas, la felicidad no sabe de ambiciones. Es una felicidad “sosegada”, en economías ricas, en las que no se aspira a más de lo que se posee.
En el extremo opuesto, dentro de los 155 países del índice, se ubican las naciones más infelices; son pobres o azotadas por conflictos extremos: República Centroafricana junto a Burundi, Tanzania, Siria y Ruanda.
En Estados Unidos, la elección de Donald Trump refleja y retroalimenta la baja en su percepción de felicidad: retrocedió del puesto 12 al 14. La mayor economía registra estancamiento en los salarios, pero lo que más influye es la merma en el bienestar colectivo, en una cultura individualista y basada en el sálvese quien pueda.
Argentina ocupa el puesto 24, cerca de Chile (20) y Brasil (22). En el sur del mundo algunos países desandan caminos abiertos y derechos que se creían adquiridos. No es cierto que las economías fuertes tienen sindicatos débiles. Los países más “felices” se han forjado con luchas reivindicativas y Estados regulatorios, con altos niveles de prosperidad y bajos niveles de desigualdad. La salvación individual, en la que el otro es competencia en la “empresa” de administrar la propia vida, es parte del “cambio” que plantea “la revolución de la alegría”. Las multitudinarias marchas de estas semanas en el país reivindican el valor de lo colectivo como camino hacia la felicidad de los pueblos. Está claro que el mundo no está mejor con ricos cada vez más ricos y pobres cada vez más pobres. Los millonarios sociales, la contracara de los millonarios individuales, parecen vivir más felices. No tienen deudas con la otredad ni miedos futuros.
*/**Expertos en Medios, contenidos y comunicación. *Politóloga. **Sociólogo.