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Vida de riesgos

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Hace años que tengo en la biblioteca un libro de Al Alvarez, El dios salvaje, publicado en inglés en 1971. Alvarez, nacido en 1929, fue un crítico prodigio de Oxford y Princeton y un importante editor de poesía que introdujo en Inglaterra a Robert Lowell y a Sylvia Plath, de quien fue muy amigo. Tanto que hizo con ella una especie de pacto suicida. Alvarez lo intentó en 1960 y fracasó; Plath lo logró en 1963. Del suicidio en particular y en general se ocupa El dios salvaje. Al menos es lo que me contaron, porque no lo leí.

Recordé que tenía el libro de Alvarez en la biblioteca (nunca le había prestado atención) cuando mi mujer se enamoró de otro libro de Alvarez, Pondlife: a Swimmer’s Journal, que le sirve como inspiración para nadar en aguas abiertas. Claro que, en invierno, Flavia se mete en el mar con traje mientras que Alvarez, que tenía 72 cuando empezó el diario, nada todos los días en cueros en un estanque de Hampstead, al norte de Londres, donde la temperatura del agua puede bajar a cero. Y lo seguía haciendo a los ochenta y tantos. Tampoco leí Pondlife: espero a que se publique en castellano, algo que pronto va a ocurrir entre nosotros (creo que Flavia logró convencer a los editores).

Es curiosa la personalidad de Alvarez, a dos aguas entre la vida académica y la laguna pasando por el suicidio. Su vida estuvo siempre necesitada de experiencias extremas, a las que llama “alimentar a la rata”. Entre ellas el alpinismo, a pesar de su renguera. Tanto le gustaba el riesgo que se fue alejando de sus cátedras para escribir con más libertad y ganarse la vida con el periodismo. También alimentó la rata con un deporte más sedentario y menos ligado al aire libre: el póker. Alvarez jugó siempre en Londres (leí que llegó a fundirse en algún momento), pero en 1981 cubrió para el New Yorker el torneo más importante de la época: la Serie Mundial que se disputa en el casino Horseshoe de Las Vegas, un establecimiento cochambroso que su dueño administraba fuera de las pautas corporativas impuestas desde que la mafia se dio cuenta de que el mejor negocio era pagar impuestos y poner límites a las apuestas. La familia Binion, dueña del Horseshoe, creía en cambio en el viejo lema americano de la libertad, y así convocaba a una serie de pesos pesados dispuestos a poner todas las fichas sobre la mesa, una troupe de pintorescas leyendas a las que la plata les importaba menos que una gloria efímera e inútil. El resultado es un libro llamado The Biggest Game in Town, que Hueders publicó en Santiago de Chile en 2011 bajo el título Póker, crónica de un gran juego, con una traducción indeseable. Pero aun así lo leí, aunque el póker me interesa menos que el suicidio, las montañas y las aguas heladas. Pero cuando vi el libro me acordé de un amigo, productor de cine, que desde hace tiempo dedica su vida al póker, que se ha transformado desde entonces en un juego electrónico.

El libro, aunque uno no entienda el tema, es muy ameno porque acerca al lector al sofisticado arte de esos colosos, que consiste en despreciarlo todo menos la adicción a ganar al no-limit Texas hold ‘em para que el ego se sienta reconfortado por un rato. Me pregunto si ganar el Premio Nobel no es en definitiva lo mismo. Habría que preguntárselo a Alvarez, hombre de dos mundos.