El empresario liberal Pedro Pablo Kuczynski (‘PPK’), un año, siete meses y 26 días. Su vice, Martín Vizcarra, dos años, siete meses y 16 días. Manuel Merino, seis días. Francisco Sagasti, ocho meses y 11 días. Pedro Castillo, un año, cuatro meses y 10 días. Dina Boluarte, ¿…? En Perú, hay que remontarse al nacionalista Ollanta Humala, quien gobernó entre el 28 de julio de 2011 e idéntica fecha de 2016, para encontrar a un presidente surgido de la votación popular que haya terminado su mandato constitucional de cinco años.
Desde aquel entonces no han transcurrido ni siquiera siete años. Pero, en ese lapso, por la Casa de Pizarro han pasado siete jefes de Estado, incluyendo a la que hasta el 7 de diciembre era la vice de Castillo, quien ese día se convirtió en la primera mujer en presidir Perú.
Boluarte, en su primer mensaje como flamante ‘mandataria’, llamó al diálogo y proyectó que gobernaría hasta el 28 de julio de 2026, fecha en la que debería expirar la presidencia de Castillo, a quien secundó en la fórmula que se impuso en el balotaje del año pasado frente a Keiko Fujimori, hija del expresidente preso por crímenes de lesa humanidad y corrupción. Las perspectivas, sin embargo, no son las mejores.
Tratar de explicar el intrincado esquema de poder peruano no es sencillo, aunque hay ciertos patrones que se han repetido en el último lustro, con independencia de quién o quiénes desempeñaron el más alto cargo del Ejecutivo.
Lo que acabó con el mandato de Castillo, detenido inicialmente por siete días bajo cargos de rebelión, es el último eslabón (por ahora) de una cadena de enfrentamientos y ataques mutuos entre gobernantes que llegan al cargo con un escaso apoyo parlamentario y un Congreso donde parte de la oposición busca imponerse por medio de la presión permanente. Una presión que se ejerce a través de la amenaza de iniciar procedimientos de vacancia (destitución) contra jefes de Estado cuya tropa propia es demasiado exigua como para ensayar una defensa eficaz.
Más allá de rótulos. Lo ocurrido el miércoles pasado admitió más de una lectura y recibió diferentes interpretaciones y denominaciones dentro y fuera del Perú. Golpe, autogolpe, contragolpe fueron algunos de los rótulos más repetidos en boca de politólogos, ciudadanos de a pie y hasta jefes o exjefes de Estado de otras naciones.
Está claro que el Congreso de 130 escaños parecía encaminarse ese día a declarar la vacancia del presidente Castillo con la ambigua invocación de una “permanente incapacidad moral”, algo que ya había esgrimido sin éxito en dos ocasiones anteriores contra este gobernante. Esta vez, sin embargo, la oposición parecía tener asegurados los dos tercios de votos necesarios para desplazar al maestro rural de un pequeño pueblo de Cajamarca, cuya irrupción y victoria en las elecciones del año pasado fueron una clara respuesta de los peruanos contra las fuerzas y los políticos de siempre.
Quizá por ello, y en un intento por frenar el “golpe institucional” en su contra de parte de un Congreso que tiene un 86 por ciento de rechazo de la población, Castillo anunció la disolución del cuerpo parlamentario y la decisión de gobernar por decreto, mientras se convocaba a elecciones legislativas con las que promovería una reforma constitucional.
De inmediato se sucedieron las reacciones y denuncias contra el “autogolpe” en ciernes y sobrevinieron las comparaciones con el “Fujimorazo” del 5 de abril de 1992, cuando el ya no tan ignoto ingeniero agrónomo que había accedido a la presidencia dos años antes, llevó los tanques hasta la sede de un Legislativo al que cerró bajo acusaciones de hostilidad y obstrucción a las acciones de gobierno.
Claro que entonces Fujimori contó con el apoyo de las fuerzas armadas y luego del autogolpe, y reforma constitucional mediante, se quedaría hasta completar una década en el poder.
Lo sugestivo es que la Carta Magna y demás instituciones peruanas contemplan un sistema híbrido en el que el Ejecutivo y el Congreso pueden destituirse mutuamente, habilitando una puja de poderes que en los últimos años ha profundizado una inestabilidad política que, por ahora, no tiene su correlato en los “buenos” números de la macroeconomía.
Fragmentación y polarización. Más cerca en el tiempo que Fujimori, Martín Vizcarra, a quien repatriaron de su puesto de embajador en Canadá para que completara el mandato de un Kuczynski que renunció antes de que el Parlamento lo destituyera, también disolvió un Congreso que le era hostil el 30 de septiembre de 2019. Con el guiño del establishment, Vizcarra prometió nuevos comicios legislativos para enero de 2020. Diez meses después, el terrible trasfondo de desgobierno y tragedia humanitaria a raíz de la pandemia de Covid -19, hicieron que el Congreso se cargara al presidente.
Su reemplazante, Manuel Merino, quien asumió en un clima de violencia y enfrentamientos callejeros, no duró ni una semana en el puesto. Recién la designación de Francisco Sagasti, con su promesa de concluir el quinquenio para el que había sido elegido ‘PPK’ en 2016, con una transición hacia nuevas autoridades surgidas de las urnas, apaciguó en parte la convulsión.
Durante ese tiempo, el desprestigio de la clase dirigente peruana se fue acentuando, y ello se tradujo en una fragmentación de las preferencias electorales con la irrupción de fuerzas como Perú Libre. Esta fuerza postuló a Castillo y se convirtió en la más votada del primer turno, por encima de Fuerza Popular, de Keiko Fujimori, quien quedaría otra vez, como cinco años antes, con ‘PPK’ en el umbral.
Como contrapartida, el fujimorismo ha basado su vigencia en el hecho de que constituye la bancada más numerosa o la primera minoría parlamentaria, imponiendo sus exigencias, o cada tanto sus chantajes. Como cuando se difundieron los videos de parlamentarios de Kuczynski negociando el apoyo del sector fujimorista liderado por Kenji (hermano de Keiko) para evitar la destitución de ‘PPK’, a cambio de un indulto a su padre.
Acorralado. Lo de Castillo durante esta semana fue, para muchos, una suerte de suicidio político. Según otros, la última bala que le quedaba para intentar salvar una presidencia que fue jaqueada desde antes de asumir.
Luego de algunos zigzagueos que fragmentaron su base inicial de 37 escaños, a Castillo no le quedaban más de una quincena de congresistas leales. Su perfil de izquierdista ortodoxo había mutado varias veces, y su discurso a favor del Perú profundo, que nunca había ocupado el más alto cargo del Ejecutivo, se diluía ante la imposibilidad de llevar adelante las reformas prometidas.
El amplio abanico de fuerzas de derecha que dominan el Parlamento peruano encontró en el paso dado por el presidente, la justificación para acelerar su desplazamiento que no había logrado al imputarle tráfico de influencias o conexiones con hechos de corrupción.
Mientras se escriben estas líneas, el futuro cercano de Castillo es aún incierto. Una gestión de México podría desembocar en un eventual asilo. Su situación procesal debería aclararse en esta semana, mientras su defensa reclama ante la Organización de Estados Americanos (OEA) que sea repuesto en su cargo.
Entre no pocas paradojas de su destitución está el hecho de que parte de quienes propiciaron su caída responden a un fujimorismo cuyo mentor y líder originario atropelló en su prolongada gestión casi todas las instituciones y la división de poderes. “Felicito al ejército por no sumarse al golpe de Estado, por no repetir lo de Fujimori”, afirmó el escritor y militante liberal Mario Vargas Llosa en un video grabado para la ocasión.
El Nobel de Literatura calificó al momento que vive su país como “optimista y feliz”, y pidió a Dina Boluarte que forme un gobierno de “ancha base”, como si la abogada que hasta el miércoles fuera vice se hallara en las antípodas del mandatario vacado.
En la región, más allá del ofrecimiento de un posible asilo de parte del gobernante mexicano, Andrés Manuel López Obrador, hubo quienes como el presidente colombiano, Gustavo Petro, o el presidente electo de Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva, lamentaron la crisis institucional repartiendo culpas entre el Ejecutivo y el Legislativo peruanos. Pero, a su modo, endilgaron a Castillo haber dado un paso en falso inadmisible y lapidario.
El presidente boliviano, Luis Arce, se solidarizó con el mandatario depuesto y en igual sentido se pronunció su predecesor en el Palacio Quemado, Evo Morales, aunque con matices. “El golpe congresal de la derecha en Perú nos llama a una profunda reflexión: un gobierno elegido por el pueblo nunca debe abandonar su base ideológica, ni alejarse de su militancia. Pensar que la derecha puede aceptar presidentes de movimientos populares es el peor error histórico”, sentenció Evo.
La crisis institucional peruana no ha cerrado aún este capítulo y hay quienes conjeturan sobre cuánto logrará permanecer Boluarte en el cargo.
Mientras, algunos comunicadores se admiran de que pese a tamaña inestabilidad y deslegitimación de su dirigencia política, la economía peruana no sufra coletazos. “Eso es en la macroeconomía —corrige un colega peruano desde Lima—, no en la vida cotidiana de la gente”.
Quizá quienes detentan el poder real sean los grandes beneficiarios de esta precariedad de poderes en pugna que impide cambiar un status quo a veces polarizado, y otras, con sus liderazgos atomizados.