El sistema de administración de justicia penal de Córdoba está en un punto crítico. Su estructura institucional, saturada por una demanda creciente y una conflictividad social cada vez más compleja, parece haber alcanzado el límite de su propia capacidad operativa. Se procesan más causas de las que pueden resolverse en un plazo razonable. Esta situación lo mantiene en un estado inercial y, al mismo tiempo, lo empuja a repetir respuestas donde el castigo opera como reflejo instintivo y constituye el lenguaje dominante del sistema penal provincial. Sin embargo, ese lenguaje comienza a sonar vacío frente a los desafíos actuales.
El paradigma retributivo, que postula la necesidad de castigar toda transgresión penal, continúa dominando la escena judicial. No obstante, sus signos de agotamiento son evidentes y se reflejan en una ciudadanía que percibe a la administración de justicia penal como un sistema opaco, selectivo, ineficaz y arbitrario.
El proceso penal, transformado en un ritual burocrático insume años y consume recursos para producir sentencias que, cuando se dictan, no llegan en tiempo útil y generan un impacto reparador escaso o nulo.
Alternativas
Frente a ese desgaste, desde fines del siglo pasado comenzaron a gestarse alternativas que, en su momento, parecían periféricas. Una de ellas es la suspensión del juicio a prueba (probation), incorporada a la legislación penal hace ya tres décadas. Su inclusión abrió una primera puerta para salir de la lógica circular del dogma punitivista, que sostiene que todo conflicto debe resolverse siempre con respuesta carcelaria.
La probation fue concebida como un instrumento de resocialización, destinado a aquellos casos en los que la prisión no constituye la única respuesta que puede ofrecer una administración de justicia penal razonable y efectiva. Por ello, representa mucho más que una simple salida procesal marginal. Implica, en esencia, un cambio de enfoque, a fin de aliviar la rígida ortodoxia del dogma punitivista y adoptar, en su lugar, una perspectiva heterodoxa que permita abordar el conflicto desde las necesidades de las víctimas y de la comunidad en su conjunto.
Desde esta mirada, en ciertos casos, la recomposición del conflicto puede tener mayor valor que la imposición de una pena privativa de la libertad. Así, la probation, cuando se aplica con criterios de equidad, transparencia, objetividad y bajo adecuado control institucional, puede generar resultados socialmente edificantes y judicialmente eficaces.
No se trata de una herramienta al servicio de la impunidad, sino de una manifestación de razonabilidad en la respuesta penal. Una reparación —simbólica o efectiva— puede generar un impacto social positivo y, en muchos casos, resultar más significativa para las víctimas y la comunidad en su conjunto que una pena privativa de la libertad breve o de ejecución condicional. Ello permite, en el plano subjetivo, que la víctima reciba una respuesta adecuada al perjuicio sufrido (particularmente en delitos de contenido patrimonial), y, en el plano objetivo, que la comunidad obtenga un beneficio concreto mediante el restablecimiento del orden social alterado por el conflicto.
Justicia restaurativa
La probation aparece, así, como un instrumento propio de la justicia restaurativa. Esta concepción representa un giro respecto del paradigma retributivo, en tanto traslada el centro de gravedad del castigo hacia la asunción de responsabilidad personal, la internalización del conflicto, la rendición de cuentas, la voluntad de reparar el daño y la prevención de nuevos hechos delictivos mediante el compromiso de no repetición.
Para evitar controversias, conviene aclarar que la justicia restaurativa no es una carta de indulgencia ni un “jubileo judicial”. No todo tipo de delito puede ingresar en esta categoría, ya que el criterio de admisión está legalmente restringido. Por ello, quedan excluidos hechos cuya gravedad, magnitud, lesividad o escala penal exigen una respuesta punitiva concreta, en tanto está en juego la defensa de bienes jurídicos de máxima protección, como la vida, la libertad o la integridad de las víctimas.
En ese orden de ideas, vale decir que pensar en términos de justicia restaurativa no implica, necesariamente, asumir una posición abolicionista del derecho penal, sino reservar la ley penal como última instancia, ya que representa la respuesta más violenta del Estado frente al conflicto. Por lo tanto, el proceso penal, concebido como un espacio de gestión de conflictos, no puede limitarse a la mera administración del castigo. De allí surge la necesidad de ofrecer alternativas racionales y eficientes para canalizar la conflictividad penal, mediante una mejor utilización de los recursos institucionales, con el fin de cumplir con mayor fidelidad el mandato constitucional de afianzar la justicia.
Finalmente, cabe añadir que el tránsito hacia un paradigma restaurativo exige un cambio profundo en la cultura judicial. Ese cambio demanda jueces que dejen de concebirse como sacerdotes de la pena y fiscales capaces de renunciar a la tentación inquisitorial. Remover la teología penal —esa especie de religión laica del castigo— no es tarea sencilla. Pero, tal vez, haya llegado el momento de ensayar una justicia moderna, menos litúrgica en sus ritos, más pragmática en sus resultados y lo suficientemente secular como para preguntarse, sin culpa, si no será más justo reparar que castigar.
Abogado (*)