“La tarea del futuro -escribió el filósofo Alfred North Whitehead- es ser peligroso”. El futuro, convertido en presente, sabe cómo cumplir esa tarea. Tratemos de aprender de los sufrimientos que nos impone.
Cuando estalló la pandemia de Covid-19, y todo el mundo comenzó a encerrarse en casa, causando el colapso de las economías nacionales, ya estaba claro que Brasil no tendría futuro si persistía en el camino que ha estado siguiendo durante mucho tiempo. Pero la crisis, que, por su impacto global en la producción y el empleo, solo tiene precedentes en la depresión de los años '30 del siglo pasado, fortalece y acelera los factores que ya habían condenado al fracaso al camino que hemos andado.
Desde Collor hasta Bolsonaro, pasando por las presidencias de Itamar, Fernando Henrique, Lula, Dilma y Temer, con variaciones de un período presidencial a otro, Brasil abrazó una agenda que nos llevó al piso.
De 1990 a 2020, los 30 años sin gloria en los que prevaleció esta agenda, el producto de Brasil, medido por habitante, creció menos del 1% por año, muy por debajo del promedio de países similares. De 1940 a 1980, la cifra correspondiente había sido de alrededor del 4% anual. Brasil era uno de los países que más crecía en el mundo. Ese derrumbe económico, ya impactante en sí mismo por la magnitud de la debacle renovada durante décadas, representa solo una de las muchas dimensiones del desastre nacional.
Cuando estalló la pandemia de Covid-19 estaba claro que Brasil no tendría futuro si persistía en el camino que ha estado siguiendo durante mucho tiempo.
La agenda que degradó a Brasil en estas tres décadas tuvo tres marcas. La primera fue la primacía dada a acomodar las cuentas públicas y "hacer los deberes", para ganar la confianza financiera y atraer inversiones, especialmente extranjeras, y con ello el crecimiento. Y copiar las instituciones y políticas de los países ricos del Atlántico Norte, comenzando con las de los Estados Unidos, con la esperanza de obtener los mismos resultados que ellos. Cuando el precio de las commoditie cayó, como en el segundo mandato de Dilma, los gobiernos aflojaron el discurso de la responsabilidad fiscal y la confianza financiera y adoptaron el keynesianismo vulgar, no como una alternativa, que no podía ser, sino como un parche.
No funcionó. Ningún país se enriquece complaciendo a los mercados financieros, con el dinero de otros, y sin innovación institucional diseñada para dar oportunidad a muchos. La inversión no termina yendo a los países más obedientes, sino a aquellos que, desobedeciendo e inventando, crean oportunidades para obtener ganancias.
El realismo fiscal es necesario, sí, pero por la razón opuesta a la pretendida: para que el país y su gobierno no dependan de la confianza financiera y puedan atreverse a construir una estrategia rebelde de desarrollo nacional. El escudo fiscal de la rebeldía requiere sacrificio. Y el sacrificio solo es legítimo y aceptado si se cobra como parte del precio de un proyecto nacional que, desde el primer paso, exija mucho más de los ricos que de los desposeídos. Esta otra forma de entender y practicar el realismo fiscal no se confunde con la política monetaria que sacrifica los intereses de la producción por los de la renta financiera, ni con la política cambiaria diseñada para disfrazar el empobrecimiento del país a expensas de empobrecerlo.
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La segunda parte de la agenda que permanece desde Collor hasta hoy es el pobrismo: cuidar a los pobres por medios que no les garanticen la oportunidad de ascender y que no desafíen las causas de las grandes desigualdades brasileñas. Nadie puede estar en contra de ayudar a los pobres como un derecho, no como caridad. Ningún brasileño debería pasar hambre o carecer de asistencia médica y techo. Sin embargo, lo que caracteriza al pobrismo es su falta de un horizonte para la democratización de las oportunidades y de capacitación y su falta de compromiso con iniciativas que cambien la distribución fundamental de ventajas en Brasil.
El pobrismo es parte del régimen de cooptación que se organizó en Brasil. Los pobres recibieron transferencias sociales; las corporaciones, sus derechos adquiridos; los grandes empresarios, crédito subsidiado por bancos públicos; y los compradores directos o indirectos de letras del Tesoro, los intereses incomparable que permitieron a quienes fracasaron como productores continuar prosperando como rentistas. La corrupción, centrada en la relación entre el dinero y la política, fue solo un subproducto de la cooptación generalizada. La agricultura, la ganadería y la minería pagaron la cuenta.
El tercer componente de la agenda que prevaleció desde Collor hasta Bolsonaro es el retroceso en el contenido de nuestra producción y nuestras exportaciones. Lo que tomamos de la tierra, sembrando o cavando, y del ganado que deambula por ella, ocupa una posición cada vez mayor en nuestra economía. Basta ver, por ejemplo, el perfil de nuestras exportaciones al que se ha convertido en nuestro mayor mercado, China, adonde enviamos los prodigiosos regalos de la naturaleza y recibimos los productos del ingenio humano. En el matrimonio de la inteligencia con la naturaleza, la inteligencia actuó como un socio menor: el monocultivo posibilitado de las fronteras para adentro a través de los avances de la Embrapa (Empresa Brasileña de investigación Agropecuaria), pero con poca industrialización de la frontera para afuera; la ganadería extensiva, que sigue siendo la actividad económica predominante en nuestro territorio, y la minería que lleva el mineral directamente al barco.
La antiestrategia compuesta por estos tres rasgos en los últimos 30 años nos ha condenado al estancamiento económico. Cuando la pobreza disminuyó, gracias a los programas sociales en los que se esmeró el pobrismo, dejó intactos los motivos por los que seguimos siendo lo que hemos sido durante siglos: una de las sociedades más desiguales del planeta y menos preocupada por equipar a su gente.
El empequeñecimento nacional al que nos condujo esta agenda no se mide solo en el bajo crecimiento, en la perpetuación de las desigualdades extravagantes y en formas de acción política que reemplazan la confrontación de nuestros problemas con el cultivo de resentimientos y el recurso a las ilusiones. También se mide y, sobre todo, por la mediocridad en la que se hunde Brasil. ¿Cómo puede un país lleno de vitalidad en todas las clases y en todos los sectores, que fue, durante mucho tiempo, una de las economías que más crecía, que conserva un fuerte sentimiento de identidad nacional y que mantiene una democracia vibrante, aunque llena de fallas, perder el rumbo de uma manera tan prolongada?
Cuando estalló la crisis pandémica, ya se anunciaba en el mundo una inflexión de realidades e ideas, que presagiaba la inviabilidad de la antiestrategia que hemos seguido en las últimas tres décadas, aunque el nuevo debate sobre el desarrollo aún no resuena en Brasil. Este debate coloca a todos los países frente a un dilema que sigue sin resolverse.
La teoría clásica del desarrollo económico, que proviene de la segunda mitad del siglo XX, identifica un atajo: la industrialización convencional, como la que se implantó en el sudeste de Brasil. Este atajo paró de funcionar entre nosotros como en el resto del mundo: Brasil es uno de los muchos países que se han desindustrializado. La vieja vanguardia industrial ya no es vanguardista. Es un remanente de la anterior vanguardia o satélite de la nueva vanguardia: la economía del conocimiento, densa en ciencia y tecnología y dedicada a la innovación permanente. Con una frecuencia cada vez mayor, esta nueva vanguardia produce más y mejor que la anterior y la relega a lugares donde el salario es más bajo y el trabajo está menos calificado. La alternativa sería una forma socialmente inclusiva de esta nueva vanguardia.
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Sin embargo, esta alternativa parece inaccesible incluso en los países más ricos, con las poblaciones más educadas. La economía del conocimiento aparece en todos los sectores de producción: manufactura avanzada, servicios intelectualmente densos e incluso agricultura de precisión. Sin embargo, en todas partes existe como una franja excluyente. Deja de lado a la gran mayoría de los trabajadores. Esta naturaleza insular de la nueva vanguardia económica resulta en una caída de la productividad (porque la práctica más productiva se le niega a la mayoría) y un aumento de la desigualdad (debido a la brecha entre la vanguardia de la producción y el resto de la economía).
El antiguo atajo al crecimiento ya no funciona, pero la alternativa parece inaccesible, incluso más para los países en desarrollo que para los países más desarrollados. Este es el dilema que angustia a los gobiernos cada vez más. No hay vuelta al padrón industrial anterior. La única solución es romper el dilema en el segundo lado: encontrar una manera de cumplir la tarea aparentemente inviable de construir una economía del conocimiento para muchos, parte por parte y paso a paso.
Esta tarea es la superación de la agenda que hemos seguido en estas décadas desperdiciadas. Exige lo que no ofrece: calificación de nuestro aparato productivo y desarrollo basado en la democratización de oportunidades y capacitación.
No solo se ha perdido la llave del crecimiento económico acelerado e integral, incluso en la parte más próspera del mundo. Es la capacidad de resolver los problemas estructurales de las sociedades contemporáneas dentro de los límites institucionales del último gran momento de refundación institucional e ideológica en Occidente: el compromiso social-liberal o socialdemócrata que sirvió como centro de gravedad de la política y la gestión de la economía por el Estado después de la Segunda Guerra Mundial.
La premisa de ese compromiso fue el abandono de cualquier intento de reordenamiento más amplio de las instituciones económicas o políticas. Los problemas se resolverían por la regulación, mediante políticas para la redistribución correctiva de los ingresos (vía impuestos progresivos y gastos sociales) y por la gestión anticíclica de la economía (vía la política fiscal y monetaria).
Ahora, sin embargo, no más. Todos los desafíos importantes de las sociedades contemporáneas exigen lo que el compromiso socialdemócrata o social-liberal negaban: innovación institucional. Un ejemplo es el confinamiento de la economía del conocimiento a islas de privilegio. Otro es la precarización de una parte creciente de la fuerza laboral.
Disconforme con la indisposición o incapacidad de las fuerzas de centro derecha y centro izquierda para ayudarla, la mayoría trabajadora en muchos países hizo un llamamiento a un cesarismo autoritario que prometía soluciones fáciles o que desviaba la discusión hacia guerras culturales o hostilidad hacia los inmigrantes. Pero los pequeños Césares tampoco saben qué hacer, excepto ostentar poder para humillar a los chivos expiatorios. Brasil figura en este drama mundial.
Fue en un mundo que ya había perdido el rumbo del crecimiento económico acelerado e integrador, y que experimentó el colapso de su último refundamiento institucional e ideológico, que la crisis pandémica cayó sobre la humanidad.
Muchos lo ven como una tormenta pasajera. Sin embargo, tiene todo para inaugurar un período de proyectos nacionales fuertes: la respuesta que requiere puede mostrar el camino para comenzar a enfrentar los problemas que el centrismo socialdemócrata o social-liberal, como su ocasional sustituto populista y autoritario, dejaron sin solución
Para que el mensaje no quede disimulado, explico. Lo que la alternancia PSDB-PT y el gobierno de Bolsonaro no hicieron, podemos comenzar a hacerlo a partir de ahora: desarrollar una alternativa productivista y capacitadora para reemplazar la antiestrategia de las últimas tres décadas. Tratemos de comenzar a construir esta alternativa ahora, a través de iniciativas dentro de la Federación, al margen del gobierno federal, y de llevarla al poder central en 2022.
Lo que la alternancia PSDB-PT y el gobierno de Bolsonaro no hicieron, podemos comenzar a hacerlo a partir de ahora: desarrollar una alternativa productivista y capacitadora para reemplazar la antiestrategia de las últimas tres décadas
Lo que puede y debe hacerse en la emergencia actual para salvar la vida de los brasileños puede y precisa servir también como un primer paso para construir el futuro de otro país. Y nuestro hábito de seguir las olas del mundo, que acostumbra a perjudicarnos, ahora nos puede beneficiar. “La imitación -razonó Emerson-, es suicidio”. La grandeza, sin embargo, también es imitada.
Muchos ya comparan las iniciativas necesarias para responder a la destrucción de empleos y negocios después de la pandemia a una economía de guerra. Sin embargo, en una economía de guerra, la producción gana intensidad febril y la demanda, garantizada por el estado, es prácticamente ilimitada. En la situación actual, fuera de la provisión de equipos médicos, ocurre lo inverso: tanto el consumo como la producción amenazan con reducirse drásticamente.
El estado entra para mitigar la aniquilación de la capacidad productiva y los empleos. Y las características de la respuesta exigida también son las de cualquier agenda que responda a la desorientación que existía antes de que llegara la pandemia: movilización a gran escala, como en una economía de guerra, de los recursos físicos, económicos y humanos de la nación; centrarse en la reconstrucción y calificación del aparato productivo; capacitación de la fuerza laboral; innovación en instituciones y políticas para ampliar el acceso a recursos y oportunidades de producción; y la acción del gobierno para liderar este proceso, no para sustituir o suprimir a los agentes económicos y sociales, sino para equiparlos.
La contraparte de los proyectos nacionales sólidos es la reorientación de la globalización. Esos proyectos exigen que los países puedan encontrar empírica y experimentalmente formas de organizarse para resolver sus problemas. La globalización que se construyó en el mundo es enemiga de este objetivo.
El orden del comercio mundial, por ejemplo, quiere obligar a los países a adherirse a una forma específica de la economía de mercado, una forma que prohíbe, por ejemplo, bajo la etiqueta de subsidios, las alianzas estratégicas indispensables entre gobiernos y empresas y que se incorpore a las reglas del comercio mundial un régimen de propiedad intelectual que deja en manos de un pequeño número de empresas multinacionales innovaciones tecnológicas y médicas vitales para la humanidad. La globalización requerida por fuertes proyectos nacionales será una globalización que nos permita conciliar las divergencias institucionales, incluso en la forma de entender y ordenar una economía de mercado, con la construcción de una economía mundial abierta.
¿Qué significa ese giro en el mundo, acelerado por la crisis sanitaria y económica de la pandemia, para la creación de un proyecto de desarrollo nacional que reemplace la agenda que prevaleció de 1990 a 2020 y que nos llevó al cuadro de estancamiento, desorientación y desesperanza que ya nos asolaba cuando la crisis nos sorprendió?
Tenemos que elaborar un proyecto nacional fuerte que darían el dinamismo y la resiliencia, aún indemne en Brasil, los instrumentos que le faltan.
Tenemos que elaborar un proyecto nacional fuerte que darían el dinamismo y la resiliencia, aún indemne en Brasil, los instrumentos que le faltan
Pongo a un lado aquí las dos políticas de Estado, la de exterior y de defensa, indispensables para garantizar el espacio soberano en el que podamos dedicarnos a una estrategia rebelde de desarrollo nacional. Destaco cinco ejes de la alternativa a construir.
El primer eje es calificar el aparato productivo, no solo de las empresas, sino también de los agentes económicos, en el autoempleo y en trabajos precarios o en profesiones y especialidades independientes, sin vínculos o vinculados de manera tenue con las empresas. El Estado brasileño es uno de los pocos en el mundo que ya cuenta con una amplia gama de instrumentos necesarios para una política de calificación productiva: entre ellos, Sebrae (Servicio Brasileño de apoyo a micro y pequeñas empresas), Senai (Servicio Nacional de aprendizaje industrial), Senac (Servicio Nacional de aprendizaje comercial), Finep (Agencia pública financiadora de estudios y proyectos), Embrapa (Empresa Brasileña de investigación agropecuaria), Embrapii (Empresa brasileña de investigación e innovación industrial) y los bancos públicos de desarrollo. Lo que nos ha faltado es el proyecto integrado y coordinado, tanto dentro de la Federación como en el gobierno central, al que estos instrumentos pueden y deben servir.
Por ejemplo, trabajar con grandes empresas, especialmente en sectores donde ya tenemos ventajas comparativas, como los complejos agrícolas y energéticos, o en sectores donde todavía hay mucho que hacer en términos de producción avanzada, como los complejos de salud y defensa, para abrir el camino hacia la frontera productiva y tecnológica. Ayudar a parte de la multitud de empresas medianas y pequeñas, la parte más capaz de aprovechar la ayuda, a acercarse a esa frontera. Y construir formas de apoyo (por analogía con la extensión agraria) que, a partir de las capas intermedias de la estructura de empleo, transformen a profesionales autónomos o semiautónomos, como reparadores de máquinas o enfermeras, en artesanos equipados tecnológicamente.
Se trata un gran esfuerzo de capacitación en el que la política industrial y la nueva educación técnica tendrían que ir juntas. El horizonte de todas estas tareas es unir el dinamismo que tenemos de sobra con la sofisticación que generalmente nos falta, para elaborar, paso a paso, una forma inclusiva de economía del conocimiento.
El segundo eje es rescatar de la informalidad y de la precariedad en el sector formal a la mayoría de nuestra fuerza laboral. No podemos aspirar a un aumento integrado y sostenido de la productividad si continuamos condenando a la mayoría de nuestros trabajadores a la inseguridad económica y la degradación salarial.
Para romper con esta realidad, no debemos tener que elegir entre una legislación que preserva los intereses de la minoría organizada pero abandona a la mayoría desorganizada, y una campaña neoliberal que, bajo el eufemismo de la flexibilidad, establece el vale todo en el mercado laboral. De ahí la necesidad de construir, junto con el régimen laboral existente, un nuevo cuerpo de reglas que proteja, para el bien de todos los brasileños, a la mayoría de nuestros trabajadores.
El tercer eje es cambiar radicalmente la forma de aprender y enseñar en Brasil: sustituir el enciclopedismo superficial y dogmático que continúa guiando nuestra enseñanza, en guerra contra nuestras inclinaciones, con una educación analítica y capacitadora, tanto en las escuelas generales como en las escuelas técnicas. La materia prima para esta reorientación ya existe en los sorprendentes experimentos en educación que, más allá de la regresiva Base Curricular Común Nacional, aparecen en todo Brasil. Reorientación que solo puede generalizarse, basada en la vanguardia pedagógica que realiza estos experimentos, si atraemos a la profesión docente, organizada en una prestigiosa carrera, a muchos de nuestros mejores talentos. Y si creamos los medios económicos e institucionales para conciliar la gestión de las escuelas por parte de los estados y municipios con los estándares nacionales de inversión y calidad.
El cuarto eje es desplegar el proyecto de desarrollo nacional a través de un nuevo modelo de política regional y federalismo cooperativo que será su principal instrumento. Nada avanza en Brasil a menos que toque el suelo de la realidad local. Para tocarlo, necesitamos una política regional para cada macro y microregión en este país de muchos Brasil: política regional diseñada para motivar y sostener la construcción de nuevas ventajas comparativas para cada región en función de sus ventajas comparativas heredadas (en la Amazonía, por ejemplo, los eslabones perdidos entre el complejo verde y el complejo industrial-urbano); y una política regional guiada por las propias regiones, en asociación con el gobierno federal, en lugar de ser impuesta por este.
El instrumento más importante para esta política regional es la cooperación federativa, vertical entre los tres niveles de la Federación y horizontal entre estados y municipios. La base constitucional, que será ampliada, son las competencias concurrentes previstas en la Constitución de 1988. Y el vehículo legal más importante son los consorcios federales que los estados federales ya han comenzado a organizar en todo Brasil.
El quinto eje es construir un estado capaz de hacer todo esto junto con la sociedad civil y dentro de la Federación. Este estado aún no existe, o solo existe en pedazos. Tendrá que ser producto de tres obras: la primera, inacabada; la segunda, todavía en sus inicios; y la tercera, que ni siquiera ha comenzado. El trabajo inacabado es la organización de las carreras del Estado. El trabajo que continúa en sus inicios es la construcción de estándares de desempeño y mecanismos de evaluación tanto dentro como fuera del Estado. La gestión pública no se construye mediante la transposición mecánica de las prácticas de gestión privada. Y no se le puede dar a la eficiencia administrativa, en la época de la economía del conocimiento, el mismo significado que tenía en la época de la industria convencional.
La obra que aún no ha comenzado es definir reglas y prácticas que permitan al gobierno central trabajar experimentalmente con estados y municipios, por un lado, y con organizaciones de la sociedad civil, por el otro. En lugar de imponer soluciones universales precozmene, basadas en dogmas, debemos trabajar con estos interlocutores constitucionales o sociales para probar soluciones alternativas y descubrir, en la práctica, cuáles funcionan mejor.
Estos cinco ejes no forman un grupo desconectado y accidental. Son aspectos y momentos de una trayectoria unificada para la determinación de acercarse a los brasileños como agentes para empoderar, en lugar de verlos como beneficiarios para cooptar. Son lados complementarios de una campaña para rescatar a Brasil de la mediocridad. Nos invitan a engrandecernos juntos en tiempos de grandes pruebas.
¿Quién se propondrá y ejecutará un proyecto de esta naturaleza en las condiciones reales de la política brasileña actual? Procederé por exclusión.
No puede ser el presidente en ejercicio, quien, tonto de su propia corte, repite los únicos trucos que conoce, en una hora mortal para la nación y la humanidad. Y que, a pesar de fingir romper con el modelo establecido, actúa para mantener viva la antiestrategia de las últimas tres décadas, agregando la distracción de guerras culturales que nos dividen cuando más necesitamos de unidad.
No puede ser el PSDB (Partido de la Social Democracia Brasileña) y sus líneas auxiliares, los principales responsables de la desviación de estos 30 años. Aunque no ganaron ninguna elección presidencial, no muestran signos de haber aprendido las lecciones del repudio popular. Basta que pase la pandemia para que se presenten para proponer y volver a hacer lo que propusieron e hicieron antes. Y si fracasan, porque son demasiado conocidos por un electorado que les dio la espalda, para elegir a uno de los suyos como presidente de la República, buscarán un testaferro simpático para el pueblo que gane las elecciones y les otorgue la sustancia del poder.
No puede ser el PT, cuya exclusión del poder central fue, en 2018, la prioridad de la mayoría del electorado, dispuesto a pagar cualquier precio para lograrlo. Hoy reducido a um partido nordestino, comandada torpemente desde San Paulo, donde apenas sobrevive, no ve nada malo en lo que hizo y no pudo hacer en 13 años y medio de poder.
Para nosotros, que imaginamos otro camino para la nación y confiamos en el engrandecimiento de los brasileños, a través de la transformación de las instituciones y las conciencias, la crisis puede ser, además de trágica, fructífera. Para ser fructífera, la rebeldía y la audacia deben inspirarse en la luz de la imaginación
Confiado en el potencial de nuestra riqueza natural para financiar el sistema de cooptación que estableció, el PT organizó nuestra rápida marcha hacia el primarismo productivo, practicó el engaño electoral en la política económica para preservar la falta de rumbo de estas décadas ruinosas y se deleitó con los premios con los que los poderosos del mundo honran "a la izquierda que le gusta a la derecha".
Si hubo algo bueno para el país en las elecciones de 2018, fue la destrucción del condominio que PSDB y PT mantuvieron en la política brasileña. Disfrazados de los dos lados de la modernidad política, representan la quintaesencia de nuestro atraso: las dos caras de una política de abdicación nacional, de apostar por la riqueza fácil de la naturaleza y el abandono, por la yuxtaposición del rentismo y el pobrismo, de las innovaciones institucionales necesarias para democratizar las oportunidades y la capacitación y poner a los brasileños en pie.
No, la reorientación del país no vendrá de ninguna de estas fuerzas. No solo porque engañaron y perdieron el rumbo, sino también, y sobre todo, porque sus líderes, ideólogos y aliados continúan pensando hoy lo que pensaron ayer. Para ellos, la crisis representa solo una interrupción incómoda. Están listos para completar, directamente o a través de agentes, el desmantelamiento de Brasil.
Para nosotros, que imaginamos otro camino para la nación y confiamos en el engrandecimiento de los brasileños, a través de la transformación de las instituciones y las conciencias, la crisis puede ser, además de trágica, fructífera. Para ser fructífera, la rebeldía y la audacia deben inspirarse en la luz de la imaginación.
*Profesor de la Facultad de Derecho de la Universidad de Harvard. Fue ministro jefe de la Secretaria de Asuntos Estratégicos de la Presidencia de la República de Brasil en los gobiernos de Lula y Dilma (Partido de los Trabajadores). Actuó como consejero de Ciro Gomes (Partido Democrático Trabalhista) en las elecciones presidenciales de 2002 y 2018. Artículo publicado en Folha.