CULTURA
Alteraciones perceptivas

Drogas & Literatura

En la literatura moderna supura el deseo de trance que conlleva la experimentación extática. Ya sea con fines estéticos, místicos o filosóficos, infinidad de escritores encontraron en el uso de sustancias alucinógenas la adulteración necesaria para ensanchar los límites de la conciencia ordinaria.

Influencia. Cocteau, Ginsberg y Baudelaire abrieron sus glándulas perceptivas con drogas.
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Mirada con un solo ojo y por los bordes, la literatura moderna (en especial en el siglo XX) es proclive a dejarse llevar por el gusto de experimentar con drogas y psicotrópicos de variados efectos, y no siempre con fines estéticos, místicos o filosóficos. También, en algunos escritores –cuando no se trata de simples adicciones–, el uso de diversos alucinógenos y sustancias que alteran la mente o la percepción responde al objetivo del conocimiento y la investigación de los límites de la conciencia ordinaria. La psicodelia de los años 60 comporta sólo un capítulo, y quizá no el más interesante, de la moderna (al decir de Nietzsche), dada a la transgresión y a la ampliación de la experiencia que en literatura se traduce muchas veces en extraordinarias intoxicaciones y libros tan luminosos como oscuros. El punto es que desde que Samuel Taylor Coleridge concibe el poema Kubla Khan (1797) bajo influencia del sueño opiáceo, y todavía el ciclo no se ha cerrado, los mundos paradisíacos o demoníacos inducidos por los narcóticos se convierten en tema literario y en la ocasión para dar testimonio de exploraciones en los confines de la vigilia y lo real.

Las “dos pizcas de opio” de Coleridge, según el prefacio de 1861, que le hacen soñar el Kubla Khan (el poema es sólo un fragmento del original soñado) inauguran la relación entre drogas y literatura moderna, pero todavía es un juego inocente que está lejos de la danza de alucinaciones e imágenes visionarias que le siguen, y de inmediato. Por empezar, Confesiones de un inglés comedor de opio  (1822) de Thomas de Quincey –publicado antes que el poema de Coleridge–, de gran éxito, ya relata las vivencias de la adicción del autor al opio, sustancia que consume por primera vez en la forma medicinal de láudano (opio disuelto en alcohol y otros ingredientes), y los tipos de placer y de dolor que suscita esta droga. Pese a que el libro describe la lucha de Quincey para liberarse del opio (muy difundido en la Europa de los siglos XVIII y XIX), la traducción al francés por Charles Baudelaire en 1824 introduce la afición a la embriaguez opiácea en algunos escritores como Teófilo Gautier y Alejandro Dumas. Por entonces, a excepción de Wordsworth, prácticamente todos los poetas románticos ingleses (Byron, Shelly, Keats, Coleridge, etc.) conocen el sueño o la ensoñación del opio, incluso –en tierra americana– Edgar Allan Poe.

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Con la publicación de Los paraísos artificiales (1860) de Baudelaire el tema se reanima. Esta obra expresa, si se quiere, al círculo de amigos literatos y artistas que se reúnen en los salones estilo Luis XIV del Hotel Pimodan –hogar de Baudelaire y del pintor Boissard de Boisdenier en el Quai d’Anjou de la isla de Saint Louis– con el nombre de Club des Haschischiens (Gautier, Hugo, Delacroix, Balzac, Dumas y otros), quienes se deleitan con los efectos del opio, el hachís y el dawamesk (una pasta hecha de hachís, almizcle, canela, pistacho y azúcar) con propósitos estéticos o recreativos. Entre ellos, Gérard de Nerval escribe sobre el hachís y Baudelaire alude a las propiedades de éste en el poema El veneno de Las flores del mal (1857) y, además del opio y el alcohol, reflexiona sobre la capacidad visionaria de éstas en las dos partes de Los paraísos artificiales: El poema del hachís y Un comedor de opio. La primera se había publicado anteriormente en dos versiones, Del vino y del hachís en 1851, y Del hachís en 1858. La segunda parte es un comentario de Confesiones de un inglés comedor de opio donde Baudelaire confiesa, a su vez, que el opio le fascina (aunque no desconoce los perjuicios) por la dilatación del tiempo y el espacio que provoca.

Si el siglo XIX finaliza el vínculo entre literatura y drogas con Robert Louis Stevenson escribiendo, según se sabe, El extraño caso del doctor Jeckyll y el señor Hyde (1886), estimulado con cocaína en seis acelerados días de creatividad, el siglo XX –pródigo en el tema– (desechando la supuesta aproximación a la experiencia de la muerte que habría intentado Marcel Proust en 1917 con opio y veronal, según su mucama Celeste Albaret) lo inaugura Jean Cocteau con Opio: diario de una desintoxicación (1930), un libro en correspondencia con la poética onírica del surrealismo (que hereda en esto al romanticismo y al simbolismo) acerca de la estadía de Cocteau durante dos años en la clínica de Saint-Cloud. Por la misma época, entre 1930 y 1933, Walter Benjamin y Ernst Bloch fuman hachís con fines experimentales y toman nota de las sensaciones, lo cual le sirve a Benjamin para elaborar La historia de un fumador de hachís (1930) y Hachís en Marsella (1932). El viaje de Antonin Artaud en 1936 a México, donde se inicia en el culto chamánico del peyote –que contiene mescalina como principal alcaloide–, luego plasmado en D’un voyage au pays des Tarahumaras (1945), tiene cierta importancia porque no sólo introduce una nueva droga (un enteógeno) en la literatura sino también preanuncia la cosmovisión mística y contracultural de la psicodelia.

Si bien Junkie (1953) de Willliam S. Burroughs presenta una variación al novelar los terrores de la morfina y la heroína (opiáceos), la mescalina predomina en varios libros de los años 50: Las puertas de la percepción (1954) de Aldous Huxley, Aullido (1956) de Allen Ginsberg (escrito bajo los efectos del peyote) y Miserable milagro (1956) y El infinito turbulento (1957) de Henri Michaux. Pero a diferencia del poema de Ginsberg, algo así como el manifiesto épico-toxicómano de la generación beat, las obras de Huxley y Michaux persiguen como finalidad (lo que no está ausente del todo en el maravilloso vértigo de Aullido) la comprensión de determinados estados de conciencia por medio del uso dosificado de mescalina. En Huxley se trata de alcanzar bajo control médico la experiencia mística del budismo, el No-mismo del ser, pero en Michaux la exploración de la narcosis mescalínica, como se observa en Conocimiento por los abismos (1961), nunca pierde el método fenomenológico y el propósito de dilucidar fenómenos psíquicos como la psicosis o la esquizofrenia. En el tercer volumen de su Historia de las drogas, Antonio Escohotado escribe que “no existe quizá un relato tan minucioso de viajes químicos en la historia de la literatura como los testimonios de Henri Michaux”, a lo cual habría que agregar la extraña lucidez de esos relatos.

Por ejemplo, en Conocimiento por los abismos el infinito mescalínico es una presencia en absoluto próxima y rítmica que manifiesta a la divinidad si el ritmo fluye con magnificencia, pero si se agita se produce un alejamiento –nos vamos cada vez más y más lejos– de todo lo conocido a través de una melodía eufórica. Este infinito suele infundir sentimientos beatíficos (bondad, misericordia, paciencia, perdón, amor, compasión, etc.) y también una ambivalencia total cuando se quiere decidir algo. Los pros y los contras de algún asunto nunca cesan, los puntos de vista de los aspectos buenos y malos se suceden unos tras otros, siempre como unidades autónomas. Si esto se repite y crece aceleradamente ya no se puede pensar (aunque estamos obligados a hacerlo), debido a esa pendulación sin fin. Las ondas de la locura aparecen entonces y la posibilidad del suicidio abre la puerta del Gran Muro al que enloquece bajo el tormento de los antagonismos irreconciliables. La única manera de salvarse de esta ambivalencia, suprimido el razonamiento normal, consiste en elevarse hasta un estado superior donde ya no existen los opuestos ni las contradicciones –ninguna dualidad, ni la del yo y el mundo, ni la del sí mismo y lo otro–. Este continuo homogéneo, al que se llega en un éxtasis supremo (místico, erótico o diabólico), se parece mucho al No-mismo del Cuerpo-Dharma de Huxley o la talidad del budismo zen, aunque aquí conforma una pura Mismidad –un “es” y no un vacío–. En todo caso, según Michaux, hay un sentimiento que anuncia el advenimiento final de la locura: el de la certeza de poseer la Verdad.

En el camino (1957), de Jack Kerouac, protagonizada por Dean Moriarty (pseudónimo de Neal Cassady, ídolo de la psicodelia que se prepara), prosigue la saga beat abierta por Ginsberg, pero no está claro si Kerouac la escribe en 1951, durante tres semanas, en un rollo de papel de teletipo de 35 metros estimulado con bencedrina (anfetaminas) y café, según se dice. Al contrario, no cabe duda de la incidencia de la morfina y la cocaína y otras sustancias psicoactivas en la redacción de Almuerzo desnudo (1959), la fundamental novela de Burroughs acerca del poder visionario de las drogas que Gilles Deleuze eleva a cuasimodelo de la sociedad de control, ni tampoco del consumo de anfetaminas (Corydrane) por parte de Jean-Paul Sartre mientras escribe Crítica de la razón dialéctica (1960), que finalmente deja inconclusa. Pero los golden sixties, combinando a Artaud con Burroughs, irrumpen como la era de la psicodelia y los enteógenos en literatura, ante todo el ácido lisérgico o LSD. Novelas como Alguien voló sobre el nido del cuco (1962) –escrita por Ken Kesey, uno de los íconos de la doctrina lisérgica, llevada al cine en 1975 con Jack Nicholson en el papel de Kesey–, Gaseosa de ácido eléctrico (1968) de Tom Wolfe, que se inspira en las aventuras de la banda alucinada de Kesey y Cassady recorriendo Estados Unidos en un autobús, y Pánico y locura en Las Vegas (1971) del escritor aficionado al LSD y periodista “gonzo” Hunter S. Thompson (interpretado por Johnny Depp en la película de 1998), o libros como Las enseñanzas de Don Juan (1968) de Carlos Castaneda, que retorna al misticismo del peyote, dejan muy por debajo las anfetaminas de Sartre o la marihuana erótico-budista de Moriarty.

En el declive de la era dorada de la psicodelia, Aproximaciones (1970) de Ernst Jünger, quien crea el vocablo “psiconauta” y que ya había publicado Visita a Godenholm –un libro secreto sobre la mescalina contemporáneo de Las puertas de la percepción–, es un extenso tratado sobre las más variadas drogas que continúa la línea reflexiva y gnoseológica de Baudelaire, Huxley y Michaux. En Aproximaciones, con un marcado tono filosófico, Jünger explora y analiza el tipo de ebriedad de buena parte de las drogas conocidas hasta ese momento: alcohol etílico, éter, cloroformo, cocaína, opio, hachís, mescalina, hongos alucinógenos, peyote, LSD. Desde luego, en la filosofía del Gran Tránsito del nihilismo jüngeriana se excluye, entre otras sustancias, la heroína. Esta, sin embargo, se tematiza en las que cabe considerar las novelas autobiográficas de adicción de mayor relieve publicadas después del apogeo de la psicodelia hasta hoy, Diario de un rebelde (The Basketball Diaries, de 1978) del poeta y músico de rock Jim Carroll (encarnado por Leonardo DiCaprio en la película de 1995) y Trainspotting (1993)  de Irvine Welsh, un gran éxito literario y cinematográfico sobre un grupo de jóvenes heroinómanos cuyo contexto social –una pequeña ciudad de Escocia– localiza muy claramente, y quizá éste es el aspecto más original de la obra, uno de los factores esenciales que los conduce al consumo de una droga letal: la marginalidad.

 

Cartografías de la alucinación

¿Se droga uno para escribir o para no escribir? Un poco de vino desinhibe, suelta la lengua, desata el discurso, aunque si bebo de más (lo que creo que está de más), me voy de mambo y ya no sé lo que digo (lo que escribo). Por otra parte, la marihuana me puede inspirar alguna frase, que tendré que corregir más tarde, pero mejor no escribo.

Será cuestión de calidad y cantidad, de historia personal, de géneros, actitudes o procedimientos de escritura. Para Deleuze, que no veía diferencias entre el alcohol y otras sustancias psicoactivas legales o ilegales, habría un aspecto sacrificial en el beber o drogarse. En la entrevista-abecedario de Claire Parnet, al llegar a la letra “b” de “bebida”, Deleuze dice que “la única justificación posible para la droga es que te ayude a trabajar, aunque después haya que pagarlo con el propio cuerpo”. Pero “cuando la droga se convierte en una forma de no trabajar, uno está ante un peligro absoluto”.

En cambio, para Néstor Perlongher había en el uso de sustancias un deseo de éxtasis, de salir de sí, de transformarse en otro distinto a lo que uno es. De allí que el trance alucinógeno pudiera cruzarse con el trance poético: la poesía como éxtasis, como fuga y ruptura con la propia identidad.

Ese viaje no sería comunicable: el poeta, el poseído o “tocado por la palabra poética” hace “versos que no se entienden”, se va del otro lado, ya no está aquí, se vuelve otro.

En el plano de los cuerpos, los efectos de estas sustancias (“excitadoras del inconsciente” las llama Levrero, quien en un librito sobre parapsicología no aconseja tomarlas para afinar la percepción extrasensorial) han sido clasificados y estudiados a fondo. Pero en el plano de la expresión, los viajes pueden variar como los temperamentos y las artes. Perlongher, que escribió su libro Aguas aéreas inspirado en los ritos amazónicos de la ayahuasca dentro de la iglesia del Santo Daime, ubicó dos direcciones en el mapa del éxtasis: la ascendente y la descendente. Y advirtió que se precisa una forma para contener la fuerza con que el trance proyecta al sujeto fuera de sí.

Cuando no hay forma (poética, teatral, ceremonial, incluso doctrinal), el viaje se desbarranca, cae en la autodisolución y el reviente: el peligro del agujero negro, allí donde la sangre no se transmuta en nueva energía.

“¿Y por qué uno ofrece su propio cuerpo en sacrificio?”, se preguntaba Deleuze. “Será que hay algo demasiado fuerte, muy potente en la vida, y al beber, o drogarse, uno supone que está alcanzando el nivel de aquello tan fuerte o potente que hay en la vida”.

 

*Osvaldo Baigorria, Escritor y ensayista.