CULTURA
Cuando la cultura portea fue salvaje y genial

El estallido

A diferencia del presente edulcorado, domesticado por el mainstream, el retorno democrático fomentó un instante único que amalgamó talento y exceso en dosis iguales. Dos libros de reciente aparición revisitan aquellos años y nos ayudan a tomar perspectiva del arte genuino, salvaje y nocturno, para recuperar su esencia y viralizarlo.

Gestos. Gambas al Ajillo (foto); La Organización Negra; Tortonese, Urdapilleta y Batato Barea recitan Pizarnik, Di Giorgio y Storni; y Alemann y Chabán, animadores de la escena under.
| Cedoc

Nunca hicimos autobombo ni pretendimos quedar en libros de la historia del teatro, ni hablábamos de nosotros como movimiento. Es paradójico que todos los que pertenecimos a ese movimiento jamás hayamos dicho que somos under, que es algo que no se cansan de repetir los que nunca estuvieron ahí”. La voz de Urdapilleta se oye inconfundible en las páginas del libro de Noy, quien, a pesar de haber estado ahí –y muy desde el comienzo–, no encontró otra forma más precisa de referirse a ellos mismos sino a través del foráneo vocablo. “La palabra under no quiere decir nada para mí. Odio las palabras, los términos yanquis, esos absurdos...”.

Urdapilleta sigue vehemente y Noy, que ya le ofreció un pedazo de su vida, ahora le da mucho más que un capítulo de su libro. Y se hace fuerte el eco que llega de otras páginas: “Nunca uso un nombre en inglés, me parece muy chongo”, dice Omar Chabán, pero en otro libro, el que cuenta la historia de su más legendaria arena, sobre los apodos que eligió para cada uno de sus reductos.

El diálogo entre los dos volúmenes de reciente edición condensa en nuestra sangre la efervescencia de la década más intrigante, venenosa, mística y oscura, atrevida, sucia y transgresora, drogadicta y libertaria, que la vuelve la más celebrada y añorada también por los que no la vivieron. Acaban de publicarse Historias del under de Fernando Noy (“abordo este libro en primera persona pero hablo de mi como un desconocido ya que no hay manera de ausentarme de esa época que tuve la gran suerte de vivir”, dice) y Cemento, el semillero del rock, de Nicolás Igarzábal. La apertura de Cemento vista como un decálogo de postales en las que sonríen las criaturas de ese purgatorio, incluido el mismo Noy, es un fresco perfecto de la época: “Todos los que estuvieron en la inauguración nunca olvidarán: 1) el corsé de Kat-ja Alemann, su rodete y el vestido de valquiria, 2) su mamá haciendo danza butoh, 3) Chabán baldeando y arreglando el techo, 4) los escombros detrás del escenario, 5) las estufas gigantes a querosén, 6) la parrilla donde hacían los choripanes, 7) Fernando Noy vestido con minifalda y una escolta de punks detrás, 8) la performance de Batato Barea meando las paredes, 9) Don’t You (Forget About Me) de Simple Minds sonando en la pista y, sobre todo, 10) la mugre que les quedó impregnada en los zapatos por el material del piso que todavía estaba fresco”. (Igarzábal).

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Si los 80 fueron una nueva patada al tablero de la imagen en la cultura de Occidente, si le abrieron la puerta al hedonismo e hicieron lugar al culto por el cuerpo, en Buenos Aires es sabido que cargaron además con el grito de libertad posdictadura, casi como en Estados Unidos o Europa sucedió durante los 60 con el Make love not war. No porque la consigna fuera tal –quizás lo más próximo haya sido el Nunca más– sino porque finalmente cada quien pudo dejar salir sus ideas, detonarlas donde encontrara sitio, expulsarlas luego de tanto reprimirlas. “La mejor época para el estallido de propuestas nuevas suele ser el período final de una dictadura y el comienzo de una democracia. En la Argentina ese período ocurrió entre la derrota de Malvinas y el levantamiento militar de Semana Santa: junio de 1982 a abril de 1987. En esos cinco años, el clima político-social contribuyó a que hubiera un verdadero estallido de creatividad, incluso lo más mainstream, como la TV, buscó adecuarse al cambio de época. Por supuesto que la vanguardia, lo nuevo y las propuestas más arriesgadas vivieron, sobrevivieron y muchas no pudieron salir de los sótanos y los espacios fuera del sistema”, dice Daniel Molina y agrega, contundente, que la libertad creativa tuvo su apoyo también en la pérdida del temor, del miedo al error: “Lo que caracterizó a todo el movimiento de los 80 y comienzo de los 90 (porque se continuó hasta esos años) fue la total libertad. Libertad no sólo para hacer cosas maravillosas, sino fundamentalmente para arriesgarse y equivocarse. No se puede transformar el mundo si uno no se permite equivocarse ni arriesgar en serio. Eso es lo que caracterizó todas las maravillas de los 80, desde Charly García a Batato, desde Las Gambas a la Galería del Rojas, desde Los Abuelos de la Nada a la Organización Negra o Krisha Bogdan: riesgo, libertad y error.”

No obstante, la proliferación fue mucho más fuerte en el segundo lustro de la década. Por una sencilla razón, los lugares más importantes y más grandes abrieron a partir de 1985. Estaba el Einstein, pero era muy chico y Chabán lo cerró para abrir Cemento en junio del ’85. El Parakultural abrió en el ’86, y ambos fueron los escenarios más trascendentales de la historia del under. Estaba Medio Mundo Varieté también, más pequeño, pero “el Para” y Cemento fueron la explosión misma, el volcán en erupción. En Cemento se conocieron Urdapilleta y Batato, por ejemplo. Y se hicieron amigos y fueron a hacer cosas juntos a los dos lugares, y Batato mostró en los dos escenarios las tetas que se hizo en la villa inyectándose aceite de motor por dos mangos con cincuenta. En el Rojas, otro reducto de corta vida entonces que enseguida adoptaron los nuevos performers, Klaudia con K se erigió como la primera travesti en mostrarse desnuda sobre un escenario, y desafiar en la cara a subir a las tablas al que desde la cobardía del público osó gritarle “puto”. “Si sos tan valiente vení y enfrentate conmigo. Soy puto y me siento bien con eso, parece que vos no te sentís bien con tu personalidad”, le espetó.

Los 80 fueron un circo freak en el que el teatro y el rock se amalgamaron, hubo “engrudo” en términos de Noy, pastiche de los sin miedo, provocaciones que shockeaban por igual al público y a los artistas cuando eran público. Luca Prodan quedó estupefacto cuando asistió al estreno de UORC, de La Organización Negra, en Cemento. Tipos salidos de una película de ciencia ficción, con máscaras de gas y sobretodos, pintados de azul, como policías o agentes de un cómic que cobraban vida. “Queríamos astillar la realidad cotidiana”, decía Pichón Baldinú, al que noche tras noche le rompían tubos fluorescentes en la espalda, que él mismo juntaba de la basura de toda la ciudad. Los Peinados Yoli debutaron en el ’83 en Taxi Concert, un boliche de Belgrano donde aseguran que después comenzaron a ir muchos grupos de rock. “Generalmente Los Peinados Yoli nos movíamos en el ambiente del rock”, dice Tino Tinto, miembro junto a Divina Gloria, Batato, Ronnie Arias, Peter Pirello y Doris Night. “Actuábamos en El Depósito antes de Luca Prodan, quien nos alcanzaba un inodoro para actuar. Si querés, fue la señal de que ya nos habían aceptado”, cuenta Tino en el libro de Noy. Charly García fue a ver a las Bay Biscuits, a las que nunca les resultó fácil ganarse la aceptación del público, y las invitó a formar parte del show presentación de No llores por mí, Argentina. Después de eso se separaron.

De alguna manera, la conducta de los 80 remite a la anterior explosión creativa sucedida en estas pampas, que fueron los happenings de los años 60 y la aparición del rock vernáculo. Molina señala que ésa fue “la anterior década gloriosa del arte y la vida cultural argentina (anterior a los 80), con epicentro en el Di Tella, pero con una amplia irradiación por toda la ciudad. Ahí hay un antecedente del fulgor de los 80 (que se vio interrumpido por la dictadura)”.

La efervescencia ochentosa no murió terminada la década, pero mutó, se transfiguró, y algunos episodios cambiaron el mapa. Cuando Chabán se separó de Katja Alemann, Cemento terminó por volcarse al negocio del rock, el único que por aquellos años podía hacerlo lo suficientemente rentable y masivo para mantenerlo abierto. El Parakultural cerró cuando el sindicato de porteros compró el edificio donde funcionaba, en 1990. Luego reabrió en otros espacios, pero no fue igual y en ocasiones no pudo con las denuncias de vecinos. Batato murió enfermo de VIH en 1991 y entristeció por años a muchos que se habían encendido con sólo mirarlo en escena. Noy dice que en los 90 “surge una especie de nueva etapa en la que de todos modos, con otra fuerza, aparecen espacios donde también trabajamos, como El Dorado, Morocco, Caniche, Medio Mundo Varieté, Babilonia, que serían el lado B de una celebración de las musas desvariadas pero con un toque de purpurina más glamorosa”. Recuerda además que muchos tuvieron en esa década espacio en la pantalla masiva de la TV (Tortonese, Urdapilleta, Divina Gloria, Belloso, Casero, Gabin).

Molina considera y agrega un factor fundamental en el cambio de década: la plata. “En los 90 aparece el dinero en el mundo del arte. Es algo inédito en la historia cultural argentina. No es mucho dinero, pero en un circuito que vivía y producía con nada, ese poco de dinero lo transforma. Quizá para mejor, pero decididamente en otra cosa. En los 90 el arte en toda la línea y en todos los aspectos se va a ir ‘profesionalizando’, con todo lo bueno y lo malo que tiene esa idea. Queda un espíritu rebelde, una mirada iconoclasta y una búsqueda del placer que no se rinden. Eso creo que sigue permaneciendo. Pero hay una ecuación que se da siempre, y la Argentina no es una excepción; a más dinero, menos riesgo. Lo más positivo: a diferencia de los 80, ahora casi cualquier artista que quiere realizar una obra (musical, de teatro, performance, artes visuales, un libro, etc.) consigue algún apoyo institucional o puede mostrarla con cierta facilidad. En los 80 no había espacios, sponsors ni apoyo institucional. Hoy sobra todo eso. Es más: creo que hay demasiado”.

 

“Abrimos”, dijo Katja, y fue Cemento

A Chabán, encandilado por el libro Confesiones inconfesables, le gustaba imaginar que ella era Gala y él Salvador Dalí. Hasta los bigotes le copiaba. Con 33 años, y viniendo de una familia árabe con estricta doctrina laboral, su objetivo era trabajar para mantenerla a ella. “Al comienzo ganaba 50 mil dólares mensuales y pagué todas las deudas en seis meses”, apunta, orgulloso.

—¿Cómo diste con el lugar?
—Por una equivocación, una boludez mía. En Estados Unidos había un grupo de teatro muy famoso que actuaba en un garaje (The Performing Garage) y todos acá lo sabían pero nadie lo llevaba adelante. Yo llevé adelante los ideales de los 60. Si hubiese encontrado un lugar como Big One, no hubiera tenido tantos gastos y hubiera abierto en una semana.
—¿Qué fue lo primero que te llamó la atención cuando lo viste?
—Lo bien que estaba organizado. Los baños. Y el piso. El piso era sagrado para mí. Una vez los hijos de puta de Catupecu Machu me hicieron un agujero en el piso del escenario para colocar una escenografía y me broté.
La noche del 28 de junio de 1985, la obra todavía no se había terminado y el material del piso estaba fangoso. Buenos Aires era un diluvial. Los invitados hacían cola afuera. Un pelotón de músicos, actores, performers, fotógrafos, productores y periodistas de la antiaristocracia porteña.
—Está todo inundado, no podemos abrir –le advirtió Omar a Katja.
—Abrimos –retrucó ella.
Y abrieron.

Extracto de Cemento, el semillero del rock, de Nicolás Igarzábal.