CULTURA
Palabras finales XVI

Los gestos perdidos

Después de “Just Kids”, las memorias de Patti Smith junto al fotógrafo Robert Mapplethorpe, “M Train” es un libro más sosegado, poético, porque más que narrar, ella da rienda suelta a su mente, a los viajes sin rumbo de su memoria, a escenas imaginarias que giran alrededor de Sylvia Plath, Ryunosuke Akutagawa, Osamu Dazai, Jean Genet, Bruno Schulz y Alfred Wegener, entre otros.

Smith. M Train está dedicado a Fred “Sonic” Smith, su difunto esposo, músico como ella.
| Cedoc

Caer de rodillas, alzar la vista al cielo, concebir un poema con la cabeza en el horno, pensar una hipótesis antes de cerrar los ojos para siempre, dejar sobre la mesa una novela cuyas hojas se llevará el viento: de los gestos o pasos últimos sólo pueden tener certeza los protagonistas o, si los hay, los testigos directos. Pero pueden ser rescatados por esa figura suspendida entre la literatura y la ciencia que es la conjetura.  
En su libro reciente, M Train, Patti Smith rememora sueños, viajes, lecturas y escenas imaginarias alrededor de Sylvia Plath, Ryunosuke Akutagawa, Osamu Dazai, Jean Genet, Bruno Schulz y Alfred Wegener, entre otros. Con una vida atravesada por las pérdidas, desde las muertes tempranas de su amor de adolescencia, Robert Mapplethorpe, y de su marido el guitarrista Fred “Sonic” Smith, Patricia Lee Smith toma cafés en un barcito del West Village que también está por desaparecer y recuerda las tumbas famosas que visitó en sus viajes. Algunas de ellas le inspiran relatos; otras, silencio.
En febrero de 1963, en uno de los peores inviernos de los que se tenía registro en Londres, la poeta Sylvia Plath metió su cabeza en el horno. Su marido la había abandonado, el río Támesis estaba congelado, todo era desolación. Patti Smith se pregunta qué pasó por la mente de Plath en ese último momento. Quizá un pensamiento para sus hijos, quizá la imagen de su marido en un brindis con su nueva pareja, quizá el embrión de un poema. Sólo un instante y el próximo inquilino de aquel departamento habrá heredado un largo cabello castaño claro atrapado en una bisagra de metal del horno.

Cuando piensa en Bruno Schulz, atrapado en el gueto judío polaco en 1942, se lo figura pasando furtivamente a manos amigas esa joya preciosa que quería legar a la humanidad, el manuscrito de El Mesías. El texto fue perdido en el remolino de la guerra. “Los muertos hablan, el problema es que nos olvidamos cómo se hace para escucharlos”, sentencia Smith. Cuando piensa en Jean Genet, enfermo de cáncer de garganta, negándose a tomar analgésicos para terminar de corregir su último libro, Un cautivo enamorado, lo visualiza muriendo a solas sobre el piso del baño de una habitación de hotel en París, dejando sobre la mesa la versión definitiva de ese relato autobiográfico.
De Akutagawa dice lo que se sabe: que tomó una dosis fatal del barbitúrico Veronal y luego se acurrucó en la cama donde dormían su mujer y su hijo para no despertar jamás. De Osamu Dazai sólo dice que se arrojó al canal Tamagawa con un acompañante, sin dedicar una sola línea a esa amante que se encontró atada al cuerpo del novelista por una cinta roja. Casado y con tres hijos, el autor de Indigno de ser humano había llevado su amor imposible a ese extremo gesto teatral que también tiene su tradición literaria en Japón, pero Smith ignora o no quiere enfrentarse a la potencia conjetural de esa escena macabra servida en bandeja.

Se explaya mucho más sobre Alfred Wegener, acerca de quien dio una conferencia en el CDC, el Club de la Deriva Continental, cuyos miembros intentan mantener viva la memoria del genial meteorólogo y físico en Berlín. Con una ingenuidad a toda prueba, acepta hablar ante un auditorio de científicos que son rigurosos fans del autor de El origen de los continentes y los océanos. Temeraria, Smith confiesa que no logró preparar bien la lectura, llevando sólo apuntes a la mesa de conferencias. En ésta evoca la expedición que condujo Wegener a Groenlandia para recoger muestras que probarían aquella revolucionaria hipótesis de que todos los continentes conocidos una vez formaron una gran masa terrestre que se había fragmentado; luego, cada fragmento se había desplazado hasta su actual posición. Una hipótesis que hoy parece lugar común y que en aquellos tiempos era considerada ridícula.
Sin duda el clima era terrible en octubre de 1930 en Groenlandia, con racimos de escarcha colgantes en el cielorraso de la cueva donde se habían refugiado los expedicionarios, con escasas provisiones, a cuatro mil kilómetros de su base de partida. Fue el 1º de noviembre, en su cumpleaños número 50, cuando Weneger se arriesgó a salir con su equipo de perros de trineo y su guía esquimal, para encontrarse de pronto en medio de un vendaval de viento y nieve. Con los dedos de los pies semicongelados, el explorador resistió algunas horas y luego cayó de rodillas. Alzó su vista al cielo. ¿Qué vio en aquel último momento?, se pregunta Smith ante un auditorio también congelado entre miradas de hielo.
Wegener no se cayó en la nieve, dice uno de los presentes: murió mientras dormía. No hay prueba alguna de lo que ha relatado, observa otro: su guía nativo lo acostó en un lecho. La suya no es ninguna premisa, le objetan; son sólo proyecciones. Smith intenta discutir con los científicos. No puede. El único argumento que tiene sería totalmente inaceptable. Sí, tienen razón, los últimos instantes siempre serán perdidos. Y lo que se pierde, se pierde sin duda; a esto se reducen las certezas del campo de la pérdida. Lo que queda, lo único posible de sostener de aquí a la eternidad, es esa figura inestable que llamamos conjetura.