Hay autores que, con el tiempo, se dedican a pulir un estilo, a darle forma a un modo de decir trabajado largamente; otros, en cambio, colocan la centralidad en el efecto, el clima, y el estilo es apenas una herramienta que contribuye al acto perlocutivo.
Alberto Breccia, por dar un ejemplo del dibujo, era así: Mort Cinder no tiene nada que ver con El Eternauta, ni Un tal Daneri con Los mitos de Chtulhu. Sin embargo, hay algo que persiste en todos ellos: el clima opresivo, la atmósfera oscura, y algo así pasa también con Samanta Schweblin, tal vez la mejor escritora que ha dado este país en los últimos veinte años, en cuyos libros lo que persiste no es tanto el estilo como ese efecto emocional, en general parecido al miedo, que secuestra la atención del lector hasta el final. “Creo que en la escritura lo que busco todo el tiempo es llevar al lector a un lugar de máxima atención. Hay cierto miedo, cierta suspensión que está en el ambiente de mis historias y que parece ser un personaje más que está ahí todo el tiempo asomándose en mis relatos”, dice la voz de Samanta desde el WhatsApp.
Ahora acaba de publicar La respiración cavernaria, un relato que pertenece a su libro anterior, Siete casas vacías, pero al que decidió dar independencia en esta edición de la editorial española Páginas de Espuma, que trae ilustraciones de la artista Duna Rolando, con quien se conoció en Berlín, donde actualmente viven. “Ella me invitó a su atelier para pintar un retrato mío y cuando yo vi sus cuadros aluciné”, dice.
En general, los dibujos que ilustran libros se limitan a ilustrar tal o cual escena, sin agregar casi información o –lo que es peor– pretendiendo completar el sentido de lo que en el texto apenas se sugiere. En La respiración cavernaria, en cambio, lo icónico y lo verbal establecen un vínculo un poco más complejo y las imágenes, lejos de clausurar el sentido, inauguran nuevos horizontes interpretativos.
—Cuando Duna empezó a hablar acerca de las imágenes que ella podía aportar a la historia, nos dimos cuenta de que esas imágenes podían hasta contradecir al libro, podían contar más cosas, ¿no? Contar cosas que Lola no quería que el lector se enterara: rastros de ese hijo que no tuvieron durante mucho tiempo en la casa, o un marido que en el relato de Lola uno no puede ver que es un buen tipo, pero a través de las imágenes sí.
La respiración cavernaria, recordemos, narra con exhaustividad el infierno cotidiano de una anciana –Lola– que padece un Alzheimer que va creciendo a lo largo de las páginas. En Schweblin, todo va in crescendo: la tensión, el miedo, la sensación de inminencia, de que algo grave va a pasar, aunque luego no pase.
Pizarnik alguna vez dijo que escribía para que no sucediera lo que temía. A lo mejor hay también algo de eso en Schweblin, a quien el Alzheimer le causa no poco pavor.
—Imaginate que de pronto te despertás un día y en vez de la edad que tenés ahora tenés setenta y seis años, te mirás las manos y no te las reconocés, no sabés dónde estás, no reconocés a nadie de la gente que te rodea, te tienen en un cuarto y quieren que tomes unas pastillas y te obligan a tomártelas. Digamos, el instinto es huir, pegar si hay que pegar, romper cosas si hay que romper, y no volver más a esa casa. Entonces, el Alzheimer te pone muy violento, y todo eso yo lo viví de muy chiquita con distintas abuelas y tías, y es algo muy tremendo. Tengo algunos recuerdos muy fuertes, por ejemplo recuerdo entrar a la casa de mi abuela y encontrar pegado en la heladera un cartel que decía: “Mi nombre es Sofía, esta es mi casa”, con la letra de ella, como si ella se dejara carteles a sí misma para cuando no pudiera recordar nada de lo que estuviera pasando, y a mí me parecía una cosa terrible.
Pero su voz suena como si ya hubiera podido tomar una distancia. Desde Berlín, por cierto, ha podido tomar distancia de muchas cosas; aunque no de los vaivenes de la política argentina: “Las noticias llegan igual. Hay mucha más distancia. Eso para unas cosas es bueno; para otras, no tanto. Tengo muchos amigos, muy cercanos, que son periodistas, y no siento que esté desinformada ni que lo que sucede en Argentina no me toque”, dice. Sin embargo:
—Vos sabés que sí siento la torre de marfil en otro sentido: en un sentido casi de privilegio, que es que yo tengo tiempo para escribir. Para mí comprar tiempo libre para poder sentarme a escribir, me doy cuenta, es barato en comparación con otros escritores argentinos con los que hablo y con los que estoy en contacto, que son amigos y que están en la misma que la mía. Tener que encontrar tiempo para escribir no es fácil: es algo muy caro, y me doy cuenta que en Argentina sale mucho más caro que lo que sale en donde vivo yo. Entonces, en ese sentido sí me siento una privilegiada: yo estoy pagando la mitad por algo que en Argentina cuesta mucho dinero, que es el privilegio de tener tiempo para uno, y en ese sentido yo creo que Berlín es una ventaja.