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Lectores se buscan

Nuestra época nos plantea una paradoja: cada vez se lee más y, al mismo tiempo, cada vez se lee menos, si consideramos la lectura como una actividad crítica. Retratamos algunas alternativas al desfinanciado Plan Nacional de Lectura.

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Nuestra época nos plantea una paradoja: cada vez se lee más y, al mismo tiempo, cada vez se lee menos, si consideramos la lectura como una actividad crítica. | cedoc

Cada vez que se discute sobre si los jóvenes leen o no suele haber dos posturas irreconciliables. Algunos dicen que hay cada vez menos lectores. Otros, por el contrario, afirman que hoy se lee más que nunca. La discusión pocas veces avanza más allá de la estadística, por lo que rara vez se llega al meollo semántico que la sustenta y que se relaciona, como siempre, con la polisemia de ciertas palabras, o sea: con el hecho de creer que estamos discutiendo sobre lo mismo cuando en el fondo cada uno está hablando de algo diferente.

Por eso conviene establecer algunas precisiones. La lectura, lo dijo alguna vez Barthes, no solo no tiene un objeto cuyos límites se puedan trazar con cierta nitidez –se puede leer un libro, un mensaje de WhatsApp o un cuerpo muerto–, sino que tampoco existe un solo modo de leer. Al respecto, la bibliografía es extensa. Noé Jitrik, por ejemplo, hablaba de una “lectura espontánea”, que ignora “la letra” –donde la escritura vendría a ser solo un medium para acceder a contenidos asépticos–; de una lectura indicial –aquella que va un poco más allá y va dejando señales, marginalias dispersas– y de una lectura crítica, donde –entre otras cosas– se es consciente desde dónde se está leyendo.

Desde esta tipología, que por cierto no es muy distinta a otras, podría decirse que lo que está en crisis no es la lectura, sino varios tipos de lectura, o modos de leer, y en particular esa lectura crítica de la que habla Jitrik, o esa lectura intensiva de la que habla Sarlo en su reciente libro La intimidad pública.

Por supuesto, los jóvenes leen más que nunca: es cierto. Pero el modo de leer en el que se entrenan desde chicos es el que prefiguran los nuevos géneros asociados a la tecnología. Una lectura rápida, salteada, que se detiene en algunas “palabras clave” y que busca extraer un contenido sin tener en cuenta “la letra”, o las particularidades retóricas o discursivas de los textos, o las marcas que señalan la presencia de un enunciador que está adoptando una postura sobre una cuestión problemática, como sucede por cierto en la educación superior –universitaria, terciaria–, donde es habitual que los jóvenes apliquen ese modo de leer a textos que requieren otras estrategias de lectura y que lean, en efecto, un texto argumentativo como si estuviera transmitiendo un saber consensuado, y no adoptando una postura sobre un tema controvertido.

En ese sentido, Noé Jitrik, en ese ensayo –La lectura como actividad–, señalaba que la “lectura espontánea” o “literal” es la que más se presta a la manipulación ideológica, y de hecho suele ser así.

Quizás basta con que los jóvenes no avancen mucho más allá de una lectura rudimentaria, en cierto modo ideal para entender los vaivenes de un escándalo mediático, o la propaganda en Facebook de un político, o el mensaje de una publicidad. De un modo u otro, los mensajes que le interesan al poder siempre llegan. Así como en la Edad Media las iglesias contaban sus historias –vidas de santos, episodios bíblicos– a través de los vitrales, de modo que también pudieran entenderlas los analfabetos, hoy tenemos la imagen de Instagram –más un epígrafe elemental, a lo sumo– que cumple una función más o menos parecida.  

Cada tanto, y pese a todo, los gobiernos o las oenegés hacen un esfuerzo e invierten algunas monedas en lo que se sabe que no funciona: las campañas de lectura. Que en general consisten en tomar algún elemento de la cultura juvenil, o popular, y adosarle el ejemplar intruso: Maluma con un libro de Albert Camus. O eso que hicieron hace un tiempo en el Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM, cuyos gurúes agarraron un libro de un tal Fernando Curiel y armaron una canción de reggaetón con algunos pasajes –“Perrea el libro”, era el eslogan–, casi como quien camufla la espinaca en una croqueta y piensa que el chico es un iluso que no advierte la trampa.

Acá en Argentina también tuvimos esa campaña en los estadios de fútbol, donde se repartían libros que luego terminaban convertidos en papel picado –fragmentos de Fontanarrosa, retazos de Soriano sobrevolando el verde césped– para recibir al equipo de los amores.

En este contexto, las bibliotecas también, por supuesto, están aceitando los engranajes de su captatio benevolentiae. Ya no se trata de quedarse esperando a la concurrencia habitual de estudiantes o investigadores; desde hace un tiempo, la idea es salir a la caza de nuevos públicos: el ama –o el amo– de casa que sale de compras, el adolescente que vaga a la deriva, o tal vez el oficinista al que ya le cuesta pagar los cincuenta o sesenta pesos de un cortado en jarrito en un bar y precisa un lugar menos costoso para desalienarse o whatsappearse con sus amantes.  

La paradoja es que para atraer a estos nuevos y potenciales lectores –muy potenciales, algunos– hay que desplazar un poco los libros: que no se vean mucho, digamos –se sabe que estantes kafkianos, que se imponen apenas uno atraviesa los umbrales, pueden llegar a abrumar el espíritu de los incautos–, y está muy bien: probablemente sea lo último que quede por hacer, ¿o alguien lo duda?

En París, la biblioteca Louise Michel es un buen ejemplo de esta tendencia. En una conferencia que dio en 2015 en Buenos Aires la antropóloga francesa Michele Petit –especialista en temas relacionados con la lectura– la describe así:

“Desde la calle, la mirada es atraída por paredes rojas, violetas, o verdes, muebles estéticos y cómodos, un pequeño jardín también abierto a la calle. Desde el exterior, se ven poco los estantes que fueron relegados a lo largo de las paredes. Y uno se pregunta si se trata de un café, un salón, una casa”, dice.

Pero no hace falta ir tan lejos. En la Ciudad de Buenos Aires, el año pasado la Biblioteca Nacional inauguró la “Sala parlante”, donde se pueden hacer cosas que en otras salas no se permiten –tomar mate, charlar, hacer trabajos prácticos en grupo, jugar al ajedrez, o quizás, y por qué no, tener una cita con alguien “matcheado” en Tinder–, y en Villa Crespo también está La Casa de la Lectura, que se reinauguró el año pasado, luego de una puesta en valor que fue pensada a partir de estos nuevos paradigmas, razón por la cual desde PERFIL quisimos visitarla.

“Nosotros sabíamos que este tipo de lugares funcionaba en otras ciudades del mundo. Pero no sabíamos si iba a funcionar en la Ciudad de Buenos Aires. No había un caso puntual que pudiéramos tomar acá”, dice Javier Martínez, hoy al frente de la Dirección General del Libro de la Cuidad de Buenos Aires. “Lo que hicimos, en el marco de un encuentro con bibliotecarios de toda la región, es traerlos a este lugar para pensarlo entre varias cabezas, y definir un poco lo que tenía que haber en cada lugar del espacio, y a partir de ahí la llamamos ‘biblioteca modelo’”.

Quien aún no la visitó al principio quizá se sienta un poco desconcertado. En la Casa de la Lectura no está, por supuesto, la típica hilera de escritorios o pupitres frente a los cuales uno puede llegar a encontrar estudiantes mal dormidos o la espalda arqueada de investigadores mal pagos, o homeless que escapan del frío y se echan una siesta al calor del saber.

Tampoco hay silencio. No porque se lea en voz alta –como en las bibliotecas de la Edad Media, que también eran ruidosas–, sino porque en este momento está teniendo lugar un cóctel entre bibliotecarios y editores independientes, y porque además no parece un espacio que promueva el sosiego o la calma.

En la entrada, hay una sala amplia con algunos sillones y mesitas. Detrás de un mostrador, y a pocos metros de una máquina de café que funciona con la tarjeta SUBE –el costo es de diez pesos, cuenta Martínez–, hay una escalera que conduce a una sala de lectura. Allí hay ocho o nueve personas: dos están sentadas leyendo libros; las demás, frente a distintas notebooks. “La mayor parte de la gente viene a utilizar las computadoras o a utilizar el espacio”, dice Javier Martínez, mientras caminamos. “Este es un lugar de encuentro”.

En otra habitación hay una sala para chicos, con distintos juguetes y algunos libros de cuentos. También hay un patio de lectura que en este momento, tal vez por los cinco o seis grados de temperatura, está vacío.

En cierto modo, el movimiento es similar al que sucede en otros ámbitos. Así como en la pedagogía la centralidad ya no está en el docente sino en el alumno, y así como en los museos el foco pareciera más puesto en el público que en la obra, la biblioteca ya no es el lugar donde se va a leer, sino un espacio de encuentro donde uno puede, entre otras cosas, leer. Pero la principal actividad no es la lectura.

“Acá lo que sucede es que el libro sigue siendo, por supuesto, central, pero también es muy importante pensar en el público, en los usuarios, la gente, que es en definitiva la que constantemente está tratando de buscar lugares para poder acceder a la información de manera libre y gratuita”, dice Javier Martínez, que agrega que, a partir de la puesta en valor, la concurrencia aumentó considerablemente. “Antes de los arreglos venían veinte personas por día. Después empezaron a venir cien personas por día y ahora estamos en un promedio de aproximadamente ciento cincuenta personas por día, que vienen, usan el espacio y se van. Algunos se quedan seis horas, otros una hora, otro media hora, y hay gente que viene, mira, conoce el espacio. Pero ese número total da unas ciento cincuenta personas por día”, dice.

La iniciativa es, desde luego, interesante y escapa un poco de la política cultural del “eventismo” que suele haber en la Ciudad de Buenos Aires, siempre tan pletórica de noches deloquesea y de festivales y espectáculos masivos.  

Sin embargo, y a nivel nacional, ¿cuál es la política de Cambiemos en relación con la promoción de la lectura? O más bien: ¿cuál sería? Tal vez es más apropiado enunciarlo así, en condicional, porque cuesta encontrarla.

En la gestión anterior, al menos, había una visión y un marco conceptual, que uno podía advertir enseguida.

Después, por supuesto, se podían criticar muchas cosas. Por ejemplo, la incapacidad de concebir una política pedagógica capaz de traducir la inversión en aprendizaje. La famosa “inclusión” que dejó como saldo centenares de miles de “incluidos” que no pueden entender un texto elemental. Oprimidos con netbooks y ejemplares de Cortázar para apoyar el mate.

Sin embargo, hay algo que no se puede objetar, y es que al menos los libros llegaban a las escuelas, y había un Plan Nacional de Lectura que, por momentos, sobre todo durante la gestión de Filmus, funcionó bastante bien.

Gustavo Bombini, quien coordinó el Plan durante los primeros años del kirchnerismo, recuerda que por entonces había “un dispositivo de gestión federal por el que las provincias llevaban adelante sus propios proyectos jurisdiccionales como plan de lectura provincial, a cargo de un coordinador provincial que a su vez tenía a cargo a un equipo de capacitadores”.

En ese marco, y como parte del Plan, durante 2004 también se inició el proceso de compra de libros que comenzaron a dotar de materiales a las bibliotecas escolares.

“En mi gestión le comprábamos a unas 80 editoriales, que tuvieron un crecimiento muy importante. Una política pública de libros y de lectura debe involucrar también el desarrollo de la industria del libro; como política de Estado, es transversal a varios ministerios: Educación, Cultura, Economía, Salud, Desarrollo Social. Así era también el modelo planteado en el primer gobierno de Lula en Brasil”, dice Bombini, que cuenta que en 2016 tuvo que dejar su cargo. En ese momento ya no estaba como coordinador del Plan de Lectura, sino del Departamento de Materiales Didácticos, que es el que se encarga de las compras de libros en el Ministerio de Educación.

“Renuncié porque empezaron con los despidos y como coordinador me pedían que yo hiciera una lista con la gente de mi propio equipo. Además había mucha impericia, órdenes, contraórdenes, desconocimiento de cuestiones mínimas del aparato burocrático”, dice.

Recordemos que el Ministerio de Educación, además de reducir la planta, dejó de comprar libros de literatura durante los dos primeros años de la gestión Cambiemos. “Visitando establecimientos de todo el país, notamos que se han repartido muchos libros, pero se ha leído poco de ese material”, había dicho el secretario de Gestión Educativa en ese momento.

En cuanto al Plan de Lectura, queda muy poco: no mucho más que el nombre y una oficina en el Palacio Pizzurno. Algunos eventos dispersos.

El escritor Mempo Giardinelli, cuya fundación viene llevando a cabo hace veintitrés años el Foro Internacional de Lectura –el último terminó hace poco más de una semana–, y que también colaboró con ese Plan desde sus inicios, dice que actualmente lo que existe es solo un sello. “Deben tener la misma oficina en el Ministerio de Educación, debe haber alguna gente que está ahí, que se reúne. Pero un plan de lectura no es una oficina en el Ministerio de Educación. Un Plan Nacional de Lectura es estar en las escuelas, llevar autores, promotores, estrategias, libros: un laburo intensísimo en coordinación con todas las provincias que tenían un plan provincial de lectura cada uno, y esto no existe. La coordinación del Plan Nacional de Lectura era también con el plan Conectar Igualdad, y esto tampoco existe”.

Desde PERFIL quisimos comunicarnos con la actual coordinadora del Plan, Alicia Serrano, para consultarla sobre las condiciones en que actualmente está –o estaría– funcionando ese programa, pero no quiso dialogar con nosotros. Después de varios correos, nos derivó al equipo de comunicación del Ministerio de Educación, a quien le solicitamos datos sobre la evolución del presupuesto en relación con este plan, pero tampoco quisieron proporcionárnoslo. Un silencio más que elocuente,  que corre en detrimento de la transparencia de datos que deberían ser de acceso público.

 

Modos de leer

Allá lejos y hace tiempo, en 2011, el Ministerio de Educación junto a la Universidad Nacional de Tres de Febrero hizo la Encuesta Nacional de Hábitos de Lectura —quizás el primer estudio serio en muchos años—, cuyos resultados se conocieron al año siguiente, en un acto solemne donde el ministro Alberto Sileoni salió a anunciar que el 90% de los argentinos son lectores. La estadística, por supuesto, incluía no solo libros sino también, y entre otras cosas, posteos de Facebook o instrucciones sobre cómo armar un mueble.

En cuanto a los libros, el porcentaje de los que leyeron al menos uno en el año había sido de 59%, y ese número se mantuvo más o menos estable en las encuestas subsiguientes.

Dos años después, en 2013, cuando el Ministerio de Cultura realizó la primera Encuesta Nacional de Consumos Culturales, los resultados fueron similares: un 85% de gente que lee, y un 56% que leyó al menos un libro en el año, porcentaje parecido al que se obtuvo en la última, que se dio a conocer este año: el 85% de los argentinos “leen” y un 57% leyó al menos un libro en el año.

Quizás, y más allá de estos datos cuantitativos, habría que considerar la posibilidad de que, en este contexto, tal vez ya no sea tan útil –para elaborar políticas culturales o educativas, por ejemplo– saber quién lee, en el sentido de descifrar un signo escrito, que puede ser una instrucción para usar el lavarropas, sino qué modos de leer, qué tipo de lectura, qué estrategias lectoras, está empleando la gente. Aunque esa es una variable que, por supuesto, plantea obstáculos metodológicos de todo tipo, tal vez sea la única que tenga sentido en una sociedad de la información de la que ya no quedan márgenes que habitar.