Alejandro despertó sobresaltado hacia el mediodía; la persiana plástica, prácticamente cerrada, apenas permitía la entrada tímida de unos hilos de luz solar. Estaba vestido, incluso llevaba puestos y acordonados sus náuticos marrones. Se encontró en posición fetal, ovillado sobre sí mismo, con las manos abrigadas por los muslos. Primero fue la luz, conectar los impulsos embrionarios, descubrir la campera tirada en el suelo, a los pies de la cama; luego fue el olor, un miasma pestilente, penetrante, como desinfectante de estación.
Se sintió asqueado y retuvo una apresurada arcada. Le dolía la garganta, y el estómago, y la cabeza, el cuerpo todo. Contempló la habitación (manchas equis por doquier). Trató de organizar los pensamientos vagos. ¿Qué había sucedido ayer? El auto, las chicas y sus acompañantes, el bar de Lavapiés, las primeras cervezas. Hasta ahí todo llevaba un orden tranquilizador, pero avanzada la noche los recuerdos llegaban en caldosas imágenes intermitentes. Recordó haberse sentido atraído por una de las muchachas, la de trenzas, Vicky; bailó con ella, de eso no cabían dudas. Un salón cuadrangular donde dominaba el blanco, las colgaduras étnicas, una barra pequeña de colores vivos. ¿Qué más? Se internaba con esmero en aquella fría sombra proyectada. Intentaba nadar en sus lagunas. ¿Cómo volvió a casa? Imposible recordarlo, como si la noche hubiera sido tragada por un colosal desconcierto. Se sintió irritado. ¿Por qué había perdido la cabeza? Pudo haber sido una desgracia. Pero allí estaba, al menos, tumbado en su cuarto como un feto (había conseguido taparse con las sábanas) en su cuarto. Percibió con la lengua, adormilada aún, una textura en la boca; ni salada ni ferruginosa. Desprendió una de sus manos e intentó dar con los labios. Notó al llegar a la hendidura de la boca la espesura de la baba reseca. Al abrir las fauces para permitir el ingreso de los dedos descubrió un dolor intenso. Emitió un tibio alarido disonante con su voz pastosa. Dejó correr un aroma cargado en alcohol y le embriagó la náusea. Se tocó los labios, luego el mentón, y el pómulo y la ceja. Notó su rostro caliente e hinchado.
Alejó de sí las sábanas; incorporándose con dificultad aunque con decisión y caminó hasta el baño amanecido. En el trayecto oscuro se desprendió de los náuticos, las medias Tom, los pantalones de gabardina beige y el bóxer de hilo con arabescos; su camisa escocesa también fuera. Al entrar al baño notó que el piso estaba forrado de una vomitona viscosa y fétida. Tomó el paño del toallero y lo dejó caer sobre los desechos pegajosos. Apoyó los pies sobre la toalla y puso su rostro pastiche frente al espejo de tres cuerpos. Se asustó. La hinchazón, que nacía en la base inferior del mentón, se extendía por el ancho cachete hasta desembocar en el recipiente del ojo. Giró la maneta de bronce del agua fría y con movimientos asmáticos intentó sin éxito llevar un poco de paz a su cara turbulenta. La taza del inodoro estaba salpicada por pequeñas piezas de descomposición. Descargó su vejiga intentando arrastrar esos trozos hacia el fondo. Se arrodilló y tomó al inodoro por la boca. Intentó vomitar. Nada, ni bilis. Llevó su índice y el mayor hasta la inflamada coronilla resacosa. Otra vez nada. Derrotado en su empresa, decidió acudir a la cocina por el botellón de agua. Una vez conseguido, se desplazó hasta el living y dejó caer la avería vital en la deshonrosa escualidez del sillón, el cual le pareció más despiadado que de costumbre. Un gran fuego ardía en el interior de su anatomía renga.
El castañeteo metálico de las llaves en la cerradura lo sobresaltó.
Me alegro que hayas podido levantarte, quiere decir que estás vivo.
Era Julián, su compañero de piso. Traía unas bolsas de supermercado.