Ingrata como la vida, es probable que el desencanto y la congoja sean los frutos permanentes de la vocación filosófica. Condenada por naturaleza al examen y al yerro, la teorización de la experiencia es una prótesis sometida al escrutinio público, característica forzosa que le otorga su condición de posibilidad. Por ello, en tiempos donde la figura del intelectual emanada del siglo pasado semeja más una antigualla o, con suerte, apenas una opaca linterna para alumbrar los resquicios a donde no llegan los influencers, es preciso preguntarse: ¿qué tanto se le debe al error en filosofía?, y sobre todo: ¿cuándo y cómo aceptar que no sabemos con precisión a lo que nos estamos enfrentando? Por más lectura estructural de indicios, por más experiencia en el ejercicio riguroso del análisis y herramientas arqueológicas, la emergencia del Covid-19 nos ha recordado que existen circunstancias inéditas para el entramado social que pueden tornar incluso la reflexión sofisticada una suerte de quiromancia, sobre todo cuando se carga con el peso de la obra de una vida y con una biblioteca mental tan compleja que funciona en la práctica como un arsenal en movimiento. Pese a los tiempos mendaces que vivimos (donde la figura del intelectual vive en estado de devaluación perpetua, con mucho que perder y poco por ganar), nadie ignora que el único capital con que cuenta un escritor de fuste es su prestigio, y el de Giorgio Agamben, figura de primer orden en el pensamiento de Occidente, sufrió una sensible abolladura a causa de consideraciones intempestivas sobre la naturaleza de la pandemia. Por ello la publicación del libro ¿En qué punto estamos? La epidemia como política, publicado por Adriana Hidalgo, nos ayuda a tener un idea precisa de sus preocupaciones, entre las que destaca una consternación honesta respecto al lugar del ejercicio del pensamiento no enclaustrado en la universidad ni en foros de especialistas: las páginas de Agamben son la prueba de lo que un filósofo puede hacer (aunque falle o, precisamente, porque falla) cuando su lugar en la sociedad amenaza con ser diluido mientras experimentamos en carne viva los límites de la especie, hecho concreto que conviene no perder de vista: desde el lugar donde se mire, el virus nos ha puesto a todos de rodillas, demostrando de paso la insuficiencia del pensamiento en condiciones de emergencia porque la práctica de la filosofía demanda por fuerza perspectiva, una sana distancia sin la cual resulta imposible distinguir la paja del trigo, sobre todo en el estado de infoxicación y opinología soez en que vivimos.
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El libro es una recopilación de sus artículos publicados en la columna “Una voz” del sitio de la editorial Quodlibet (www.quodlibet.it), por lo que se trata de textos breves que fueron apareciendo junto al desarrollo de la pandemia, siendo reproducidos en español en distintos portales alternativos. El libro se inicia con su lejano y precipitado texto “La invención de una epidemia”, de finales de febrero, y llega hasta el artículo “Réquiem por los estudiantes”, del 24 de mayo, donde probablemente fue más lejos en sus extrapolaciones históricas: “Los profesores que aceptan –como lo están haciendo en masa– someterse a la nueva dictadura telemática y a impartir sus clases solo online son el perfecto equivalente de aquellos docentes universitarios que en 1931 juraron fidelidad al régimen fascista”. El tomo incluye además la transcripción de sendas entrevistas realizadas por Le Monde, la radio pública sueca y la revista Babylonia de Grecia, más tres ensayos inéditos donde el más sugestivo es una pregunta sobre la naturaleza del miedo. Es necesario subrayar la condición antológica del libro, puesto que explica la urgencia de algunos párrafos y la cansina reiteración de las mismas ideas, no siempre certeras peros sí evidentes, lo que no constituye un agravante en absoluto: desde hace tiempo han sido pésimas, rayanas en lo ridículo, las impresiones intempestivas de Slavoj Zizek.
A pregunta expresa, el filósofo es claro respecto de sus preocupaciones: “No es mi intención entrar en el debate entre los científicos sobre la epidemia, me interesan la gravísimas consecuencias éticas y políticas que de ella derivan”, una de las cuales es la medicina como religión y el estado de excepción que llega para quedarse bajo el paradigma biopolítico: “Los gobiernos securitarios que se sirven del paradigma de la seguridad no funcionan necesariamente produciendo la situación de excepción, sino explotándola y dirigiéndola una vez que se produce. No soy el único en pensar que para un gobierno totalitario como el de China la epidemia ha sido el instrumento ideal para verificar la posibilidad de aislar y controlar a una región entera”. Una realidad atroz sobre la que no se equivoca y revela de paso la sujeción a tentáculos aun más asfixiantes, como lo demuestra la reciente campaña impulsada por Xi Jinping, Operación Plato Vacío, para combatir el desperdicio de comida, por lo que en los restaurantes chinos se servirán porciones más chicas y también se implementará el programa N-1 Ordering, que establece pedir un plato menos que el número total de comensales: “Debemos mantener un sentido de crisis respecto a la seguridad alimentaria. El impacto de la pandemia del Covid-19 de este año ha sonado la alarma”, fueron las palabras del presidente asiático, que dibuja a las claras ese otro mundo, más bien atroz, que late en este.
La imagen de Alberto Fernández es negativa por primera vez desde el inicio de la pandemia
De acuerdo con Agamben, “los seres humanos se han acostumbrado hasta tal punto a vivir en un estado de crisis permanente que no parecen percatarse de que su vida se ha reducido a una condición puramente biológica, que ha perdido no solo su dimensión política sino también cualquier dimensión simplemente humana”. Franca como es, sobre todo en contextos específicos, su mirada peca del complejo europeo de considerar su contexto regional como sistema de medida, sobre todo respecto a la palabra crisis, que comporta referentes muy distintos para un africano, un europeo o un latinoamericano (el uso del concepto integrador para diluir diferencias indisolubles es deliberado): hace tiempo que acá, en los tristes trópicos, la degradación de la vida cotidiana, con y sin pandemia, ha encontrado formas tan provisorias como sorprendentes, tanto en su dimensión micropolítica como antropológica y simbólica, lo que no implica en absoluto una reivindicación folclórica de la resiliencia como estrategia de gobierno, pero sí establece una ostensible diferencia respecto al paradigma europeo.
Por lo demás, que una parte considerable de la población mundial se encuentre enclaustrada no implica necesariamente una reducción a la vita nuda, como él la llama, puesto que para millones de personas la dimensión social comporta otros horizontes, con matices que resultan insondables para la reflexión de una centralidad discursiva que enarbola un catastrofismo auténtico en la teoría, pero mucho menos categórico y programático en la práctica de lo que el filósofo quisiera, como señalaba en una entrevista reciente Ettiene Balibar: “Quizá lo más acertado sea decir que estamos ante un cambio pero en el modo de cambio en sí mismo, y son los signos que surgen en este presente los que deben sugerirnos poco a poco las preguntas correctas, en lugar de hacer pronósticos frente a la crisis… Hay algo paranoico en las descripciones que las grandes mentes nos ofrecen en este momento de una evolución irresistible del estado de excepción que es el confinamiento, hacia una sociedad totalitaria”.
Agamben está convencido de que somos víctimas de una “gigantesca operación de falsificación de la verdad”, lo que mueve a pensar que en su análisis exista no tanto un ejercicio de sobreinterpretación como de hiperreferencialidad, como se lee en algunas líneas que resulta imposible leer sin suspicacia: “Los teólogos han retomado el término para indicar el Juicio Final que tiene lugar el último día. Si se observa el estado de excepción que estamos viviendo, se diría que la religión médica conjuga al mismo tiempo la crisis perpetua del capitalismo con la idea cristiana del fin de los tiempos”. Ya con vuelo, el alumno de Heidegger no teme lanzarse de bruces a la pileta, sin cotejar primero si tiene agua: “Es posible incluso que la epidemia que estamos viviendo sea la realización de la guerra civil mundial que según los politólogos más atentos ha ocupado el lugar de las guerras mundiales tradicionales”. Imposible no admirar también la hermosa parábola al infinito que describe ese jonrón argumental.
Sin embargo, su intención es noble y clara: Agamben intenta separar su decir de la doxa, la manipulación mediática y el control de los Estados sobre la potestad de los individuos (sin duda una opción sensata ante la pandemia habría sido empoderar a la gente, confiando en su propio criterio, pero eso es algo que, con sus bemoles, no podía ser dejado al azar: basta ver los números para comprobar los beneficios innegables de una odiosa y estricta cuarentena como la implementada por la Argentina, sobre todo si se compara con los casos estadounidense, mexicano y ni que decir brasileño, donde el gobierno continúa con un general de división como ministro de Salud interino con nula experiencia y Bolsonaro ha sido denunciado nuevamente por genocidio y crímenes contra la humanidad en el Tribunal de La Haya).
¿Tiene sentido articular consideraciones filosóficas inmediatas cuando todos los días nos despertamos con novedades respecto de la pandemia? Parece poco sensato pero tal es el oficio de la filosofía, aunque en el presente pensar de manera trágica se ha vuelto la condición sine qua non de la crítica, casi como un mandato religioso, lo que nos recuerda que Agamben es, ante todo, un filósofo cristiano y por ello reclama despechado: “La Iglesia, bajo un papa llamado Francisco, ha olvidado que Francisco abraza a los leprosos. Ha olvidado que una de las obras de misericordia es visitar a los enfermos. Ha olvidado que los mártires enseñan que se debe estar dispuesto a sacrificar la vida antes que la fe y que renunciar al prójimo significa renunciar a la fe”. Sin comentarios.
El filósofo ha ejercido –y es un alivio saber que lo seguirá haciendo– su derecho a equivocarse, tratando de responder qué es lo que podemos no solo ante lo que somos, sino sobre todo ante la especie en la que nos estamos convirtiendo, porque los peligros que señala son reales y están sucediendo en este mismo momento, por ello resulta esencial la angustia que revela su pregunta: y nosotros, ¿en qué punto estamos?
Como es usual en estos casos, tal vez quien mejor puede describir esta ambigüedad sea un poeta, como W. H. Auden, a quien acudo: “A unas treinta pulgadas de mi nariz/ se levanta mi frontera,/ y todo ese aire intacto/ es mi privado pagus, mi heredad./ Extraño: a menos que con ojos de almohada/ te invite a intimar,/ ten cuidado de invadirla rudamente./ No tengo pistola, pero sé escupir.”
La fábula de Agamben no tiene moraleja, pero sí refuerza una vocación irrenunciable: a la filosofía no le corresponde predecir, a la filosofía lo que le toca es aprender a equivocarse.
La Gran Transformación
Giorgio Agamben
He recopilado estos textos escritos durante los meses del estado de excepción debido a la emergencia sanitaria. Se trata de intervenciones concretas, en ocasiones muy breves, que buscan reflexionar sobre las consecuencias éticas y políticas de la así llamada pandemia y, a la vez, definir la transformación de los paradigmas políticos que las medidas de excepción iban delineando.
Transcurridos más de cuatro meses desde el inicio de la emergencia, en efecto es momento de considerar a partir de una perspectiva histórica de mayor amplitud los acontecimientos de los cuales hemos sido testigos. Si los poderes que gobiernan el mundo han decidido echar mano del pretexto de una pandemia –a esta altura no importa si verdadera o simulada– para transformar de arriba abajo los paradigmas de su gobierno de los seres humanos y de las cosas, eso significa que esos modelos se encontraban, para esos mismos poderes, en una progresiva e inexorable decadencia y que ya no se adecuaban a las nuevas exigencias. Así como ante la crisis que convulsionó al Imperio en el siglo III, Diocleciano y luego Constantino emprendieron reformas radicales de las estructuras administrativas, militares y económicas que culminaron en la autocracia bizantina, de igual modo los poderes dominantes han decidido abandonar sin remordimientos los paradigmas de las democracias burguesas, con sus derechos, sus Parlamentos y sus Constituciones, para reemplazarlos por nuevos dispositivos cuyo propósito apenas podemos entrever, probablemente todavía no del todo claramente ni siquiera para aquellos que están trazando sus líneas rectoras.
Sin embargo, lo que define la Gran Transformación que esos poderes intentan imponer es que el instrumento que la ha vuelto formalmente posible no es un nuevo canon legislativo, sino el estado de excepción, esto es, la mera suspensión de las garantías constitucionales. En esto la transformación presenta puntos de contacto con lo que sucedió en Alemania en 1933, cuando el neocanciller Adolf Hitler, sin abolir de modo formal la Constitución de Weimar, declaró un estado de excepción que se prolongó durante doce años y que de hecho anuló las normas constitucionales que en apariencia seguían vigentes. Mientras que en la Alemania nazi fue necesario a tal fin desplegar un aparato ideológico explícitamente totalitario, la transformación de la cual somos testigos opera a través de la instauración de un mero terror sanitario y de una suerte de religión de la salud. Aquello que en la tradición de las democracias burguesas era un derecho ciudadano a la salud se invierte, sin que las personas parezcan darse cuenta de ello, para volverse una obligación jurídico-religiosa que ha de ser cumplida a cualquier precio. De cuán alto pueda ser ese precio hemos podido tomar medida ampliamente, y con toda probabilidad continuaremos haciéndolo cada vez que el Gobierno lo considere necesario.
Podemos llamar “bioseguridad” al dispositivo de gobierno que resulta de la conjunción entre la nueva religión de la salud y el poder estatal con su estado de excepción. Es probable que la bioseguridad sea el dispositivo más eficaz de todos los que hasta ahora ha conocido la historia de Occidente. La experiencia ha demostrado, en efecto, que cuando lo que está en cuestión es una amenaza a la salud, los seres humanos parecen estar dispuestos a aceptar limitaciones de la libertad que no habían soñado que podrían tolerar, ni durante las dos guerras mundiales ni bajo las dictaduras totalitarias. El estado de excepción, que se ha extendido hasta el hasta el 31 de enero de 2021, será recordado como la más larga suspensión de la legalidad en la historia del país, implementada sin que los ciudadanos, y sobre todo sin que las instituciones parlamentarias, hayan tenido nada que objetar. Tras el ejemplo chino, precisamente Italia ha sido para Occidente el laboratorio donde la nueva técnica de gobierno ha sido experimentada en su forma más extrema. Y es probable que cuando los futuros historiadores esclarezcan qué estaba realmente en juego en la pandemia, este período aparezca como uno de los momentos más vergonzosos de la historia italiana y aquellos que lo han conducido y gobernado, como irresponsables sin el menor escrúpulo ético… ¿Durante cuánto tiempo más y de acuerdo con qué modalidades podrá ser prolongado este actual estado de excepción? Lo cierto es que harán falta nuevas formas de resistencia, en las cuales deberán comprometerse sin reservas aquellos que no renuncian a pensar una política por venir, que no tendrá la forma obsoleta de las democracias burguesas ni la del despotismo tecnológico-sanitario que las está sustituyendo.
Fragmento de Giorgio Agamben. ¿En qué punto estamos? La epidemia como política (Adriana Hidalgo, 2020).