Siempre la que viaja soy yo, pero ahora soy la que se queda. Mi marido se fue de viaje y me quedo sola en el departamento minúsculo donde vinimos a vivir por unos meses, con los cuatro animales a cargo. Sacar a la perra las dos veces al día yo: cuando él está nos turnamos. Ser la que espera los mensajes de wasap o los llamados. Cuando yo estoy de viaje llamo poco. Nunca me gustó hablar por teléfono. Tal vez porque soy de una generación en la que la línea telefónica era algo que podías esperar una década hasta que fuera una realidad en tu casa. En mi casa no había teléfono y los llamados eran recibidos en la casa de un vecino que, encima, quedaba a una cuadra. Cada vez que alguien llamaba, la vecina salía hasta mitad de cuadra y desde allí gritaba el nombre de mi madre y cuando ella se asomaba, la vecina volvía a tomar aire para gritar: teléfono. Tampoco me gustan los mensajes de audio. Mando mensajes escritos. Cuando la diferencia horaria es muy amplia, apenas escribo mensajes alguna vez cada tanto, pues cuando yo quiero conversar las personas que se quedaron de este lado del mundo están durmiendo.
Algunas veces compartí viajes con gente que se comunica todo el tiempo con quienes quedaron en casa: mandan fotos de cada sitio adonde vamos y videítos breves para mostrar algún monumento o cuadro en particular. Siempre me pregunto qué sentido tiene tomar esos registros en los museos: hay cientos de miles de fotos y videos en internet, con mejor resolución, hechos por profesionales. Debe tener que ver con el “estoy acá ¿ves?”. Aunque veas pixelada o movida la Gioconda atrás de las nucas de una veintena de turistas orientales, yo estoy acá mostrándotela a vos. O también con el “yo estuve allá” que nos queda para siempre cuando estamos de vuelta.
Cuando viajo, las fotos que me gusta mandar son de lo que estoy comiendo o de lo que veo en los mercados. Me gustan mucho las fotos de los mercados: las formas, los colores y las texturas; como si las frutas y verduras exhibidas en los cajones reflejaran el ruido, las conversaciones, las risotadas de las gentes que deambulan por allí. Los pescados, las cabecitas de cordero, las achuras transmitieran los olores propios de estos lugares: dulzones, a descomposición permanente. Porque de algún modo se descomponen y recomponen todo el tiempo; son los lugares más vivos de las ciudades. No como los museos. Cuando me quedo pido fotos. También recibo platos, esta vez rebosantes de criaturas del Mar del Norte y aves de caza convertidas en paté. ¿Comerían así los vikingos? Seguramente no en vajilla tan delicada. Y una foto de El grito, de Munch, a la que respondo con el emoji inspirado en el cuadro. Me río de mi propio chiste estúpido.
En estos días de soledad yo también me comporto como si estuviera de paso en la ciudad. Esta idea es reforzada porque me mudé, como les dije, hace poco. Camino por el barrio descubriendo negocios, no cocino, salgo de noche como si fuera una turista. Me aburro también. La vida en pareja marca horarios y rutinas que alguien dado a la dispersión como yo necesita como el pan de cada día. Me doy cuenta de que, aunque la que viaje no sea yo, este desasosiego de la falta de rutina me descoloca igual que los viajes.
También una amiga que vive en España está de visita en Buenos Aires. Llegó hace varios días pero no la vi. Su agenda está tan ocupada que pusimos una fecha para encontrarnos y cuando la fecha llegue ya harán diez días que estamos las dos en la misma ciudad. Sería gracioso cruzarnos fortuitamente en el subte o en la calle: esas cosas pasan.