Mané Garrincha, aquel mítico wing brasileño que eludía rivales pero no eludía botellas, estaría brindando. El equipo que amó, el Botafogo de Río de Janeiro, ganó ayer la primera Copa Libertadores de su historia. Lo hizo lejos de casa, en el Monumental de Buenos Aires, pero ante una multitud que llenó todo su sector y lo transformó en local.
Del otro lado, el Atlético Mineiro fue una decepción, no solo por el marco que brindaron sus hinchas –que apenas superaron el 50% de la capacidad ofrecida en el Monumental–, sino porque no pudo aprovechar nunca el regalo que le hizo Gregore, expulsado al minuto de la final y después de una fuerte patada a la cabeza del mediocampista argentino Fausto Vera.
Si bien Atlético Mineiro aprovechó esta diferencia numérica para tener las llegadas más peligrosas al arco y controlar la pelota, a los 35 minutos de la primera parte el mediocampista Henrique rompió el cero.
El argentino Thiago Almada fue el encargado de llevar el balón al área, que posteriormente terminó en el gol del jugador brasileño. Todo era fiesta, y a los 42 minutos el árbitro Facundo Tello marcó penal para Botafogo tras una revisión en el VAR. Cuando el defensor Telles le pegó cruzado al lado izquierdo del arquero del Atlético Mineiro y cambió el penal por gol, el Fogao siguió de fiesta. Un jugador menos, pero dos goles arriba.
En el complemento, desde el inicio, Milito hizo tres cambios en el Mineiro: los defensores Mariano y Bernard y el delantero Eduardo Vargas. Fue el chileno Vargas quien descontó en la primera jugada de este segundo tiempo, después de conectar de cabeza con el balón y nada pudo hacer el arquero John para detenerlo.
La final en el Monumental, como había sucedido en la Sudamericana el sábado anterior entre Racing y Cruzeiro, mejoró porque Mineiro apretaba y Botafogo aguantaba. Y como sucedió en Asunción, en la última jugada, Júnior Santos terminó de sellar la victoria. Y Buenos Aires, por un momento, se convirtió en el Río de Garrincha.