Uno se convence cuando algo lo ha vencido. Muchos años de práctica psicoanalítica me han convencido (en sentido contrario a lo que siempre tendemos a creer) de que, en el fondo, todos sabemos qué es lo que hay que hacer, aunque, naturalmente, no es lo mismo saberlo que asumirlo con plena conciencia de lo que eso lleva implícito.
Las cosas que anhelamos (las mismas que apreciamos), todas ellas, tienen, precisamente, un precio. Cuestan algo que la mayoría de las veces no es dinero, aunque a menudo el dinero se inmiscuye y, a través de un abuso, que en realidad es un proceso ficticio, logra reemplazar su costo verdadero. Enfrentados con la demanda de “pagar el precio”, e infectados, más allá de lo que nos gusta reconocer, por la idea de que pagar lo justo no tiene gracia, con frecuencia sucumbimos a la pretensión de lograr algún descuento.
Si, en lugar de dedicarnos a lo que pensamos que sucede “en el fondo”, prestamos atención a lo que vemos en la superficie, nos encontramos con una multitud de dudas que nos invaden y que suelen inquietarnos con “escrúpulos”. La palabra, derivada del latín scrupulus, diminutivo de scrupus, piedrecilla que se mete en un zapato, simboliza una duda o desasosiego provocado por la imposibilidad de discernir si algo es cierto o falso, bueno o malo, correcto o incorrecto. (…)
A pesar de la intranquilidad que la actitud escrupulosa nos produce, se justifica reparar en que, allí, un sentimiento de responsabilidad que es inherente de la condición humana se manifiesta como una de nuestras mejores cualidades.
Recordemos las elocuentes palabras de Gandhi que marchan en la misma dirección: “Cuida tus pensamientos, porque se transformarán en actos; cuida tus actos, porque se transformarán en hábitos; cuida tus hábitos, porque se transformarán en carácter; cuida tu carácter, porque determinará tu destino, y tu destino es tu vida”. (…)
Los vocablos latinos fendere y fligere aluden al acto de golpear, pegar, dañar o herir y conforman el significado de las palabras “ofender” y “afligir”. De fendere también deriva “defender”, que convoca la idea de “separar de un daño”. “Lastimar”, en cambio, remite a un acto que ofende o hiere por medio de palabras. En las ocasiones en que los enunciados contienen un engaño, constituyen calumnias. No cabe duda que el calor de lo que irrita y quema labra en la memoria un trayecto que se esculpe con el dolor lacerante que esas heridas con frecuencia producen. Muchas veces, se añade, al imborrable registro de ese recuerdo perdurable, la convicción que ha ocurrido en el contexto de una humillación pública que lo convirtió en infamia.
Con esa clase de quiste en el alma, que suele inclinarnos hacia la dudosa compensación que nos ofrece una venganza que solo puede darnos un placer inevitablemente sadomasoquista, hay dos destinos posibles. Comprender que no cabe resentir lo mismo en todas las ocasiones que, a primera vista, parecen iguales, o proceder, en cambio, como el gato escaldado que se equivoca cuando le teme al agua fría.
La palabra “resentimiento” convoca ambos sentidos (que Gustavo Chiozza ha explorado con prolijidad). El primero (identidad de sentimiento) es adecuado; el otro (que se observa con mayor frecuencia) compromete una deformación neurótica (catatímica) de la realidad (identidad de sensación) que ocasiona un perjuicio.
Años atrás, un amigo me dijo: “Cuando alguien te ofende, hasta la tercera vez que te acuerdes, puede ser por su culpa, pero en la cuarta ya es tuya”. Creo que así subrayaba que, si contemplamos la ofensa con la amplitud necesaria, podremos disminuir el riesgo de atribuirle un significado distinto de aquel que, en verdad, pudo darle origen. (…)
El vocablo “tino”, cuya etimología se desconoce, alude a la capacidad de acertar, de “dar en el blanco”, en la realización de un acto. Lo usamos para distinguir entre un proceder atinado, dotado de tino, y otro desatinado, en el cual se percibe que hay algo que “hace falta”. La palabra “destino”, en cambio, convoca, por su origen, la imagen de un tino que se ejerce “desde arriba hacia abajo”, y despierta, de ese modo, la idea de un acontecimiento ajeno a la voluntad del que recibe sus efectos.
Dado que la ocasión del instante trascurre de una vez para siempre, y que no se pueden impunemente “dejar para mañana” las necesarias precisiones, el proceder con tino se destaca como un valor esencial, y el exhibir un desatino suele trascurrir acompañado por una importante injuria en nuestra propia estima.
No cabe duda que sobrevivimos porque, rodeando todo blanco, hay una zona con la cual es suficiente coincidir. Se explica, de ese modo, que la cuestión de la relación entre tino y destino configure un asunto que nos conduce, continuamente, a discutir y argumentar. Se trata de una cuestión que encontramos, sin cesar, como un importante motivo que conduce al uso, y también al abuso, de nuestra oratoria. Si el término “oratoria” (o retórica) designa el conjunto de normas que constituyen el arte del bien decir, es imprescindible prestar atención a las veces en que una retórica brillante esconde el impuro designio de ocultar una argumentación innoble. ¿Acaso la belleza no puede ser usada para esconder la maldad? La existencia de una maldad alimentada, con frecuencia, por el oscuro propósito que procura defender un desatino malsano se convierte en un asunto trascendente que es peligroso ignorar.
Es necesario insistir en este punto. Si reparamos en lo que nuestro corazón intuye, también debemos reparar en que es necesario escucharlo, porque nos permite distinguir, en toda oratoria, entre la armonía y el divorcio que une o separa el decir del sentir.
Recordemos lo que afirma Thomas Hobbes: “La elocuencia es poder, porque tiene aspecto de prudencia”.
*Autor de Soñar y decir también es hacer. Libros del Zorzal (fragmento).