Desde Río de Janeiro*
Cuando votó a favor del impeachment a Dilma Rousseff, el 31 de agosto de 2016, Jair Messias Bolsonaro homenajeó al represor que torturó a la presidenta cuando fue presa política de la dictadura militar. El discurso fascista del diputado en el Parlamento pronto se viralizó: “¡Contra el comunismo, por nuestra libertad, contra el Foro de San Pablo, por la memoria del coronel Carlos Alberto Brilhante Ustra, el terror de Dilma Rousseff, por las Fuerzas Armadas, por un Brasil por encima de todo y por Dios por encima de todo, mi voto es sí!”. Pero lo más sorprendente no fue la violencia del mensaje de Bolsonaro. Tampoco que los medios brasileños lo registraran apenas como una nota de color en medio de la guerra política. Lo más sorprendente es que Bolsonaro, el apologeta de la dictadura, tiene chances de entrar al ballottage en las elecciones presidenciales de octubre de este año.
¿Cómo es posible que un personaje que reivindica el golpe de Estado de 1964 y el terror de la represión ilegal sea hoy uno de los precandidatos favoritos para gobernar Brasil? Aunque su éxito tal vez resulte efímero, el fenómeno Bolsonaro dice mucho del estado actual de la memoria histórica colectiva sobre la dictadura brasileña. O más bien de la desmemoria. A tres años de la conclusión de los trabajos de la Comisión Nacional de la Verdad (CNV), las políticas públicas de Memoria, Verdad y Justicia siguen siendo casi inexistentes en Brasil, donde el Estado, la sociedad civil y los partidos (también, y sobre todo, el PT) fracasaron sistemáticamente en generar una reflexión profunda y sincera sobre las secuelas duraderas de los años de plomo.
PERFIL entrevistó a una decena de referentes brasileños de Derechos Humanos, ex miembros de la CNV, ex presos políticos, funcionarios y ex funcionarios para trazar un diagnóstico de las políticas de memoria y reparación histórica en Brasil. Todos ellos, sin excepciones, coincidieron en que el panorama es desolador por donde se lo mire. El Estado brasileño se desentiende del tema en múltiples niveles. Aunque, como era esperable, la situación empeoró tras la asunción de Michel Temer, las críticas se dirigen especialmente al gobierno de Rousseff, cuyo impulso inicial a la CNV, sumado a su condición de ex prisionera política, habían creado ilusiones luego quebradas en el ámbito de los Derechos Humanos.
Paso en falso. El 16 de mayo de 2012, Rousseff logró sentar juntos a cuatro ex presidentes –Lula da Silva, Cardoso, Collor de Mello y Sarney– para la ceremonia de inauguración de la Comisión Nacional de la Verdad. Con dos años de delay, el Estado brasileño por fin reaccionaba a un fallo de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) que, en 2010, había reprendido al país por extender indebidamente la Ley de Amnistía de 1979 a crímenes graves contra los Derechos Humanos durante la dictadura. En aquel momento, miembros del Ministerio Público Federal ya llevaban cinco años pidiendo a los gobiernos del PT que constituyeran una comisión que ayudara a esclarecer muertes y desapariciones y que recomendara políticas públicas de memoria.
Aunque desde el inicio hubo algunos reparos sobre el plazo de dos años otorgado a la CNV y sobre la designación de sus miembros, la iniciativa de Rousseff fue celebrada como un verdadero oasis en el desierto. Treinta años después que la Argentina, Brasil estrenaba su propia versión de la Conadep. Finalmente el país discutiría la dictadura militar.
Pero el estado de gracia duró poco. En mayo de 2013, la renuncia a la CNV de uno de sus siete comisionados, el ex procurador general Claudio Fonteles, un hombre valorado en el ambiente de los Derechos Humanos, destapó una dura interna entre los integrantes de la Comisión. “Tuvimos diferencias sobre la metodología de trabajo –dice Fonteles a PERFIL–. Yo quería involucrar a la sociedad, presentando informes parciales cada una cierta cantidad de meses para que la gente conociera nuestro trabajo y pudiera aportar a él. Pero la mayoría de mis colegas prefirió una labor interna corporis, sin difusión, y que se entregara un único informe una vez terminado el proceso. Ese era el clima y por eso me fui. El gobierno no intervino en esa polémica: la dejó correr”.
Luego de la salida de Fonteles, algunas organizaciones de víctimas y familiares tomaron cierta distancia de la CNV y sus miembros, con excepción de la veterana abogada Rosa Maria Cardoso, defensora de presos políticos durante la dictadura, quien entonces se convirtió en la principal depositaria de la confianza de las entidades de Derechos Humanos dentro de la Comisión. Sin Fonteles, y con Cardoso aislada, la CNV prosiguió su labor, aunque sin dar cuentas públicas sobre su método de trabajo ni su agenda.
Las pesquisas de la Comisión revelaron pocos datos novedosos sobre hechos o estructuras represivas bajo el régimen militar. Fueron más una ratificación oficial de lo que familiares, víctimas y otras entidades públicas ya habían denunciado con anterioridad. Aún así, su relatório (informe) final dejó abierta una ventana para que las expectativas se renovaran: el último capítulo incluyó un listado de 29 recomendaciones al Estado brasileño para la adopción de políticas tendientes a “prevenir graves violaciones a los derechos humanos, asegurar su no repetición y promover la profundización del Estado de derecho”.
Una vez más, las esperanzas se verían frustradas. El acto de clausura de la CNV fue premonitorio. Esta vez no hubo ex presidentes: apenas una entrega burocrática de informes a la presidenta Rousseff en el Palacio de Planalto.
La memoria en un páramo. Pasaron veinte meses desde que Rousseff recibió el relatório hasta que la destituyeron del poder. En ese tiempo, la presidenta y el PT ignoraron sin atenuantes las recomendaciones de la CNV, así como los recurrentes reclamos de víctimas y familiares. “Dilma y Lula jamás nos recibieron”, lamenta Jair Krischke, ex preso político y presidente del Movimiento de Justicia y Derechos Humanos de Río Grande do Sul. “En mi opinión, La CNV fue creada a modo de ‘cállate’. Hubo una negociación, una transacción, entre el gobierno de Dilma y los militares. Ellos aceptaron la Comisión a cambio de que se cerrara el tema. Después no se habló más. El gobierno cajoneó todas las recomendaciones”.
Fonteles recuerda una charla personal que tuvo con Rousseff cuando él aún integraba la CNV. “Le dije que ella estaba en condiciones de asumir ciertas posturas. Cosas que ni requerían aprobación del Parlamento, como transformar ex centros de tortura en sitios de memoria o eliminar nombres de calles que homenajean a torturadores. Ella respondió con silencio. No sé por qué la presidenta mudó su actitud sobre la CNV de manera tan brutal. Tal vez hubo un recelo de enfrentar a un sistema militar que todavía influye en Brasil”.
Para Victoria Grabois, que vivió 16 años clandestina luego de que los militares mataran y desaparecieran a su hermano, su padre y su marido, la defección de Rousseff fue doblemente frustrante. “Teníamos esperanzas porque Dilma fue una compañera, ella fue torturada”, le dice Grabois a PERFIL durante una charla en la modesta sede del Grupo Tortura Nunca Mais en Río de Janeiro. Grabois es hija de Maurício Grabois, uno de los fundadores del Partido Comunista de Brasil e integrante de la guerrilla de Araguaia, en la Amazonia brasileña, hasta su asesinato y desaparición en septiembre de 1973. “Yo soy una mujer de izquierda, voté a Lula y también a Dilma, pero creo que ellos hicieron un acuerdo con los militares para no tocar viejas heridas en nombre de la gobernabilidad”, dice Victoria.
No sólo el Poder Ejecutivo ignoró las recomendaciones de la CNV. La Comisión propuso que el Estado brasileño reinterpretara jurídicamente la Ley de Amnistía de 1979, de forma tal que ésta excluyera a crímenes graves e imprescriptibles contra los Derechos Humanos cometidos por agentes de la dictadura, como detenciones ilegales, torturas, ejecuciones extrajudiciales, desapariciones forzadas y ocultamiento de cadáveres. El mandato de la CNV iba en sintonía con el fallo de la CIDH de 2010, que contradijo una resolución previa del Supremo Tribunal Federal brasileño que había incluido a esos delitos bajo la categoría de “crímenes conexos” y, por lo tanto, supuestamente amnistiables.
Al fallo de la CIDH le siguieron dos recursos de amparo contra la decisión del STF que aún hoy duermen bajo los cuidados del magistrado Luiz Fux, quien no tiene un plazo máximo legal para atender el tema y quien, de hecho, sigue sin atenderlo. “El problema es que el relator Fux no eleva el asunto al tribunal para su juzgamiento –señala la fiscal Eugênia Gonzaga, actual presidenta de la Comisión Especial sobre Muertos y Desaparecidos Políticos (CMDP) y una de las funcionarias del MPF que más batalló por la reinterpretación jurídica de la Amnistía–. El STF está en una posición muy cómoda, porque de esta manera no contradice el fallo de la CIDH, pero tampoco le da tratamiento. Mientras tanto, las víctimas y los testigos van muriendo. Y también los victimarios impunes”.
Resultado: en Brasil no hay militares condenados por crímenes de lesa humanidad. A las víctimas solo les queda esperanzarse con procesos judiciales más allá de las fronteras, por ejemplo, en Italia, donde actualmente se tramitan causas contra represores brasileños que participaron en la Operación Cóndor.
Solidarios. En más de tres décadas de democracia, las Fuerzas Armadas brasileñas nunca asumieron responsabilidad institucional por las violaciones a los Derechos Humanos durante la dictadura. Pese a que la CNV advirtió que “la postura de simplemente ‘no negar’ los hechos es insuficiente”, el poder político civil aún no logró conmover a la familia castrense. “La Comisión enfrentó un sabotaje sistemático de los mandos militares”, afirma Luiz Cláudio Cunha, ex consultor de la CNV y periodista especializado en el período del régimen militar. “Existe un sentimiento corporativo de solidaridad de los militares de hoy con los criminales de la dictadura. Aunque no tengan las manos sucias por la represión, ellos tienen una mala voluntad explícita en cuanto a facilitar datos y documentos que se sabe que existen. El Ejército, la Marina y la Fuerza Aérea siempre respondían lo mismo a nuestros requerimientos: ‘No hay nada’, ‘Se quemó todo’”.
La referencia a los supuestos archivos quemados ha sido una constante en el discurso castrense. En Río Grande do Sul, por ejemplo, todavía recuerdan la hoguera pública hecha por el gobierno militar en 1982 con los documentos del Departamento de Orden Político y Social (DOPS) de la policía provincial. Lo notable fue que, un par de años después, se hallaron copias de esos mismos papeles que tenían anotaciones hechas a mano y posteriores a la presunta quema definitiva.
Además de la escasa colaboración militar, la política de desclasificación de archivos es bastante impotente en Brasil. El poder civil siempre vio más costo que beneficio en confrontar con las Fuerzas Armadas sobre ese punto. “En 2003, los familiares de víctimas tuvimos una sentencia judicial favorable a la apertura de archivos y legajos del Ejército –recuerda Grabois–. Fuimos a Brasilia y nos reunimos con José Dirceu. Nos dijo taxativamente: ‘Por un tema de gobernabilidad, no podemos abrir esos archivos’”. Esa tesis sigue vigente, pese a que la CNV recomendó dar curso a la localización y apertura de archivos de las Fuerzas Armadas, incluyendo los de sus antiguos centros de información e inteligencia.
Que no se diga. Brasil tampoco avanzó en políticas concretas de difusión social sobre el terrorismo de Estado. Comparado con la Argentina y otros países del Cono Sur, el Estado brasileño marcha muy atrás en la señalización de ex centros de tortura y su transformación en espacios de memoria. El caso más paradigmático tal vez sea el de la ex sede del DOPS en Río de Janeiro, uno de los principales centros de detención política del país en los años sesenta. Desde hace años, organizaciones de Derechos Humanos reclaman que el predio sea convertido en un museo histórico sobre la represión ilegal. El destino del edificio se disputa mano a mano con la Policía Civil del estado carioca, que tiene bajo su cargo la administración del lugar. En 2013, el entonces gobernador de Río, Sérgio Cabral, anunció que se crearía un sitio de memoria en el ex DOPS. Pero su promesa jamás se cumplió.
“Es un predio de alto valor simbólico, porque fue utilizado con fines represivos en distintas etapas de nuestra historia, desde la persecución a la cultura afro a principios de siglo, hasta la dictadura de Getúlio Vargas y luego el régimen militar”, explica Ana Miranda, ex presa política y miembro de la iniciativa Ocupa DOPS, una campaña de colectivos de Derechos Humanos que promueve la transformación del lugar en un espacio de memoria. “Para la policía, ese predio no tiene ningún valor material. Es una disputa estrictamente simbólica, de memoria. Porque las fuerzas de seguridad siguen minimizando la gravedad de los crímenes que se cometieron allí”. Miranda, en cambio, la conoce bien: estuvo nueve meses presa en el DOPS, donde padeció torturas físicas y psicológicas. Hoy la vieja cárcel se cae a pedazos.
Tocar fondo. Pero siempre se puede estar peor. Luego de la asunción de Michel Temer, el panorama se agravó en todos los niveles, según observan los organismos de Derechos Humanos. “Nunca imaginamos que veríamos un retroceso tan rápido –dice Cecília Coimbra, ex presa política, historiadora y cofundadora del Grupo Tortura Nunca Mais de Río–. Si las políticas de memoria con el gobierno anterior eran casi inexistentes, hoy son totalmente nulas. Está todo parado. Y, frente a eso, nadie puede obviar que Temer fue el vicepresidente de Dilma”.
Luego de la extinción de la CNV, el Estado brasileño no creó ningún órgano permanente de seguimiento de sus trabajos, pese a que la propia Comisión lo había recomendado. Desde entonces, los dos entes bajo la órbita del gobierno federal que atienden la mayor parte de las demandas de familiares y organismos son la Comisión de Amnistía, encargada de tramitar pedidos de indemnización de víctimas de la dictadura, y la Comisión de Muertos y Desaparecidos Políticos que preside Gonzaga, cuya tarea principal es la búsqueda e identificación de restos de desaparecidos.
En 2017, la Comisión de Amnistía quedó acéfala y totalmente paralizada, luego de que tres presidentes nominados para dirigirla desistieran del cargo al percibir que el nuevo gobierno no facilitaría recursos ni apoyo político para atender casi 20 mil reclamos de reparación económica aún pendientes de tratamiento.
En cuanto a la CMDP, ésta se mantiene activa apenas gracias al voluntarismo de Gonzaga, quien optó por permanecer en su cargo luego de la caída de Rousseff pese a la ola conservadora que ya se vislumbraba. “Hoy se da una situación extraña, porque el gobierno actual no hace nada por esta causa, pero tampoco tiene formalmente nada contra ella –señala Gonzaga–. Nadie se atrevería a decir ‘no’ a un tema humanitario como la búsqueda de cuerpos. El problema es que no hay recursos para encarar tareas que son muy costosas, como la exhumación de restos óseos o el acondicionamiento del banco de datos genéticos de Brasil para la identificación mediante ADN. En 2017, las autoridades no liberaron las partidas presupuestarias que le correspondían a la Comisión. Somos parte de un ajuste general en todas las áreas y, especialmente, en la de Derechos Humanos”.
Quizás aún más descriptivo del panorama actual sea el hecho de que el responsable de la seguridad personal del presidente Temer es un general proveniente de una familia de represores que, aunque no tiene por qué cargar con los pecados de sus predecesores, los defiende públicamente cada vez que tiene oportunidad. Sérgio Etchegoyen, ministro jefe del Gabinete de Seguridad Institucional de la Presidencia, es hoy uno de los personajes más influyentes del círculo de Temer. En 2014, dijo que la CNV fue “patética y liviana” por haber citado como “autor de graves violaciones a los Derechos Humanos” a su padre, el general Leo Guedes Etchegoyen. Su tío, Cyro Guedes Etchegoyen, también ha sido señalado por ex represores que testimoniaron ante la CNV como responsable de la célebre “Casa de la Muerte” en Petrópolis”.
Tal vez Bolsonaro, el reaccionario popular, no sea el único hombre con poder en Brasil que añora la era del garrote.
*Reportaje realizado gracias a una residencia en Casa Pública, de Agência Pública (apublica.org), Brasil.