ELOBSERVADOR
personajes bajo otra luz

“La intelligentsia no es tan inteligente, sería bueno empezar por admitirlo”

Pola Oloixarac acaba de presentar en la Feria del Libro su último libro, Galería de celebridades argentinas, de gran impacto en medios y redes.

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Pola Oloixarac. Galería de celebridades argentinas. | Denise Giovanelli

Con Las teorías salvajes, Las Constelaciones oscuras y Mona, desplegó un estilo literario personalísimo, reconocido dentro y fuera del país. Gracias a sus columnas políticas, cruzó las barreras de la ficción para convertirse en una voz distinta al momento de auscultar a la clase dirigente. “Nunca me creí mucho lo de la grieta”, asegura, siempre fiel a la polémica y la ironía, y sin perder jamás el sentido del humor.  

—Algunos te dicen “facha”. ¿Qué tenés para decir frente a eso?

—Bueno, el intelectual típico se rasga los collares de perlas si alguien llega a pensar que es facho. Ahí hay que ver la calidad de esos collares, lo volátil de esas perlas. Muchos lo hacen porque su supuesto progresismo disimula lo desabrido de sus prosas. Los intelectuales que se ponen a aullar facho, o que sufren si les dicen fachos, no están preparados para pensar peligrosamente, como decía Fogwill. Para mí, que te digan “facho” es como que alguien que me diga: “¡Te saliste de la coreografía! ¡Hay que hacer el pasito para este lado, lo estás haciendo mal!”. Es una interpretación muy K-pop, pop coreano, de la tarea intelectual. Cuando publiqué Las teorías salvajes, “facha” fue lo más suave que me dijeron. La Revista Planta pidió que hiciera un desagravio a la Facultad de Filosofía y Letras, que me retracte de la novela: fue mi primer shitstorm. Era mi ajuste de cuentas con los años 70, la novela había tocado un nervio sensible.

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—También te critican por vivir en Barcelona, cuando tal vez ir y venir amplía la perspectiva…

—Salir y entrar abre otra perspectiva. En septiembre de 2020 yo vivía en Barcelona y veía que los niños iban a la escuela todo el año, doble escolaridad; la vida escolar se había retomado normalmente. En Argentina lamentablemente no fue así. Era tal la diferencia de discursos, la forma en la que el miedo se fomentó desde el Estado, que si no hubiera visto la distancia con España no lo hubiera creído. Literalmente te vendían como maravillosa una política medieval. Estar adentro y afuera también me permite desdramatizar. Viví en San Francisco, donde hay barrios enteros tapizados de gente homeless, curvados y rotos por el fentanilo.

—Estás obsesionada con la palabra, ¿no? Además de hablar muchos idiomas, cuando escribís, rescatás algunas que van cayendo en desuso…

—Mi obsesión con las palabras es total. Me fascinan los detalles, trato de que los puedas sentir en su profundidad mental, que puedas hacer zoom sobre la psicología del detalle. Me gusta habitar una lengua romance ampliada, que se ensancha con el Atlántico. Pero es verdad lo que decís, quizás se ensancha hacia el pasado también. Es probable que sueñe en rioplatense, pero ya no escribo en rioplatense. Hace unos meses fui a esquiar a los Pirineos y tuve una iluminación: si esquiaba hacia el este, hablaba francés, para el sur, catalán, y si me seguía deslizando por la ladera oeste, iba a hablar en castellano y si me seguía deslizando –estamos hablando de esquíes fabulosos–, hablaría en galego y portugués. El castellano no es una isla, es una cadena montañosa que se une con las demás. Muta de un lado a otro, y también va acarreando sedimentos. Entonces en el catalán tenés formas superantiguas del provenzal, que persisten en el francés. Soy un poco como el personaje de Pigmalyon, de Bernard Shaw, que sale a pasear por Londres y su fiesta es detectar los acentos, porque hace lingüística en su vida. Yo hablo todas las lenguas romances (menos el rumano) y lo que más gusta de vivir en Barcelona es que puedo hablarlas diariamente, es muy estimulante. Mi sueño actual es dominar el árabe bereber.

—¿Qué importancia tiene la tradición literario-política argentina para tu escritura?

—La alta literatura argentina, el panteón dorado, siempre combinó la literatura y la política. Es Sarmiento, desde el Facundo, un libro que me importa más que Martín Fierro; es David Viñas y sus textos críticos, es Borges sin duda, es Victoria Ocampo. Que la literatura no se pueda separar de la política es nuestro rasgo más latinoamericano. 

—Muchos autores de tu generación consolidaron su carrera al amparo del Estado, se han armado cosas como “la Cultura vota a Scioli”. ¿Qué pensás de eso?

—Hay muchos escritores-manzaneras, sí. Escritores que viven del Estado y que trafican su obediencia. Pero cada uno hace lo que puede para sobrevivir, no me meto con eso, jamás fui un comisario político ni lo pienso ser. Lo que no acepto es que quieran imponerme su forma de vida, que se acoplen al disciplinamiento. Borges tenía un cargo en el Estado, era bibliotecario, lo que le permitió escribir cosas geniales, Martínez Estrada era empleado de Correos. Así que hay una larga y excelsa tradición del escritor ñoqui, pero el problema surge cuando el ñoqui es un comisario político que trabaja de castigar y señalar al disidente. Como decís, en 2015 circulaba la carta “La Cultura vota a Scioli”; bueno, ese tipo de cosas no funcionan bien conmigo, te diría que confirman mi voto contrario. Miralo a Alberto: fue el candidato del Conicet, de los actores, de “la Cultura vota a Scioli”, y ahora les da vergüenza hasta a los kirchneristas. Alberto jamás mostró un proyecto de gobierno, y fue vivado por la intelligentsia igual. La intelligentsia no es tan inteligente, sería bueno empezar por admitirlo.

—¿Cómo te llevás con las shitstorms?

—Bueno, personalmente, amo el shitstorm. Cuando sube la tormenta en las redes sociales es espectacular, es el mejor momento. Son estados de ánimo grupales explosivos que se dan por escrito, es un fenómeno meteorológico moral. Se crean formas ensayísticas colectivas, viscerales, como ráfagas. Es un fenómeno que muchos viven con dramatismo: parece que se termina el mundo, la época, es algo que conlleva una apocalíptica propia. A veces, parece que lo que está por terminar es la carrera de alguien, o un movimiento político. Nos juntamos a ver el fin de algo, es un rito. Es lo que hace una comunidad. Todo se asimila como parte de un drama coral. Siempre habrá gente equivocada, que piensa distinto a vos, o que tampoco piensa demasiado, ¿y? El shitstorm te permite acceder a un mapeo del nivel de error. Además, el algoritmo se alimenta del shitstorm: solo surfeando esa ola quebrás las burbujas de sentido donde todos viven escuchando lo mismo, rompés la mónada, infectás nuevos espacios. Para mí las redes sociales son fundamentalmente videojuegos para adultos. No me emociona ver unos cuerpitos de héroes medievales tirando sablazos; pero me encanta entrar en Twitter a ver en qué anda la batalla. A veces voy agazapada, como en bastardilla, y pum lanzo una granada inesperada. Ves los que saltan, los primeros heridos, el despliegue de las armas. Cuando escribimos, todos ponemos el cuerpo, aunque no lo pongamos, es un cuerpo escrito, más insidioso, inasequible. Por supuesto, van a circular mentiras, es inevitable, son el fondo de ruido contra el que se delinea el mensaje. 

—Los seguidores de Milei están muy enojados con vos. Y hace un tiempo hubo funcionarios oficialistas ofendidos por tus columnas. ¿Me contás un poco?

—Cuando publiqué la nota de Cafiero en 2020 se enojaron mucho. Rial me insultaba, Taiana, Rossi, hasta Alberto retuiteó que yo era el mal. “La Cultura vota a Scioli” se deben haber puesto histéricas también. Para mí fue muy interesante, porque la literatura auténtica tiene esa potencia, te afecta, te hace hacer cosas que no deberías, te saca de tu zona de confort. Santi era la mano derecha “hot” de Alberto, era su jefe de Gabinete, ¿no se podía escribir sobre él más que para alabarlo? La literatura auténtica te circula por el cuerpo, te arranca una reacción. Para mí es hermoso cuando veo el troll emerger de las personas. El troll es superverdadero. Es un momento de espontaneidad muy lindo –aunque por supuesto, lo que muestran es bastante espantoso, pero al menos viste lo más real de esa persona–. Creo que el gobierno de Alberto está acabado: es el gobierno de un troll que llegó muy alto. Su mente retorcida está ahí, en sus tuits maléficos, y es una mente más sofisticada que la de Javier Milei, otro troll que aspira a la presidencia. Milei es un hombre que no conoce la ironía, lo que para mí es una definición de estupidez. Alberto es perverso, será impresentable, pero estúpido no. Milei es el tipo de troll que insulta con mayúsculas, el más básico de todos.

—Siendo liberal, articulaste argumentos sobre Milei que ni la izquierda, ni el oficialismo pensaron. Ahora, en Twitter, hay quienes los hacen pasar por propios. ¿Qué te pasa cuando ves que te copian?

—¡No me preocupa para nada que me copien! Me encanta hacer escuela, no hay mejor homenaje que la copia. Algunas me tienen bloqueada desde 1905, pero me alegra que igual les lleguen mis ondas de amor y luz. También noté que aparecieron “retratos” de políticos; me halaga porque me hace amar mi propia prosa. La literatura es infectar a otros con ganas de escribir. Además, en el caso de Milei en particular, muchas feministas no sabían cómo articular la indignación que sentían. También me alegra haber ayudado a ordenar esos patitos. Creo que nunca me creí mucho lo de la grieta, me gusta soñar que en realidad estamos todos del mismo lado, del lado de los buenos contra los autoritarios.

*Periodista, guionista y docente.