“Apagá las luces que empezaron los tiros, papá”, dijo en árabe Lucía, una nena de 6 años oriunda de Siria. Cuatro horas antes había llegado junto a su hermana menor y sus padres al aeropuerto de Ezeiza. Era el 2 de agosto de 2012, y en Buenos Aires llovía. Lucía pensaba que los truenos eran bombas. Hoy, con sus diez años recién cumplidos y su castellano impecable, les sigue teniendo miedo a las tormentas.
Lucía es la hija mayor de Nabil Sabra, un profesor de Química de 43 años al que nunca le gustó dar clases, y Abir, una peluquera de 35, amante de los ruleros y el licor de anís. La familia la completan July, de 7 años, y Alexandra, de 2, la única argentina del clan.
Nabil y su familia viven en un departamento de dos ambientes en el barrio porteño de Saavedra; cuarenta metros cuadrados donde los únicos muebles que caben son las camas. “Mi familia en Damasco me pregunta cómo hacemos para vivir los cinco en este lugar, yo les digo que estamos perfectos y que hasta tenemos lugar para el caballo que está corriendo en el balcón”, bromea. En Siria quedaron su madre y su hermana, que nunca quisieron irse.
En marzo pasado, la guerra cumplió su quinto año y, según cifras del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur), 4,8 millones de personas ya abandonaron el país. Esa cifra representa el 20% de la población total, pero sólo contempla a los que están actualmente refugiados en países limítrofes. La cantidad exacta de emigrados es incalculable en un territorio en el que a diario miles de personas arriesgan su vida para escapar.
En Argentina, desde 2014, funciona el Programa Siria, que ofrece a los afectados una visa especial por dos años, siempre que cuenten con un garante que se encargue de su alojamiento y contención. Según cifras oficiales de Migraciones, 197 personas están radicadas actualmente a través de este programa, sumadas a los 286 sirios que viven en calidad de refugiados.
“El día que me fui, un amigo vino a despedirme y me dijo que para mi regreso iba a preparar un álbum de fotos con los que quedaron vivos, los muertos y los que nunca volvieron”, cuenta Nabil y se queda pensativo. No sabe si va a regresar algún día, aunque le suplica a Dios que termine la guerra para volver a abrazar a su madre. “Sólo Dios sabe cómo se arreglan, les falta comida, agua, no tienen luz. Todo está muy caro. Tienen el corazón fuerte, aguantaron muchas cosas”, dice.
Guerra. Nabil y su familia dejaron su país un año y medio después de que empezaron los enfrentamientos. “Al principio se escuchaban algunos tiros, pero la situación empeoró muy rápido. No se podía salir a la calle, los negocios cerraban, todos nos escondíamos”, cuenta. Así transcurrieron 16 meses, hasta que después de pasar dos días enteros encerrados en el baño de su casa, no aguantaron más.
Abir Al Helou, su esposa, vendió todas sus reliquias de oro, y con algunos ahorros consiguieron los 4 mil dólares para los pasajes. El 31 de julio de 2012 tomaron el último vuelo que salió de Damasco a Dubai. Otro avión los llevó de Dubai a Buenos Aires. Una semana más tarde, el aeropuerto sería cerrado y todos los vuelos suspendidos por el deterioro de las pistas debido a los combates. Desde ese momento, sólo se puede salir de Damasco por tierra y a precios altísimos.
“A los que quedan en Siria no les gusta cuando alguien se va porque no saben si van a volver a verlo”, Nabil sabe lo que dice. Cuando decidió irse, su madre y su hermana dejaron de hablarle. Abir recuerda ese día con angustia: “Llorábamos y les pedíamos perdón, les dejamos a cargo nuestras propiedades y ellas estaban furiosas. Les dijimos que lo hacíamos por nuestras hijas. Ellas siempre quisieron quedarse, prefieren morir antes que abandonar su casa”.
Abir es una morocha de nariz afilada y pómulos marcados. Tiene mirada tranquila y los recuerdos más vívidos: “Cuando el avión despegó en Damasco, abracé a mis hijas y empecé a llorar. Gritaba, no me importaba que los demás escucharan, le pedía perdón a mi país porque sabía que no iba a volver”. Extraña mucho a su pueblo, pero está contenta. El 29 de mayo sus padres llegarán a Buenos Aires. “Voy a preparar un cartel enorme para llevar al aeropuerto. Va a decir: ‘Bienvenidos’ en árabe y en español, y va a tener las banderas de Siria y Argentina”, describe.
Para llegar al país, los padres de Abir viajarán en micro de Damasco a Líbano, de ahí se tomarán un avión a Dubai, y luego de una escala en San Pablo, llegarán a Buenos Aires. La travesía les costará unos dos mil quinientos dólares a cada uno. Podrían haber ido a Alemania, donde se encuentra su otro hijo, pero el viaje es más costoso y, sobre todo, más peligroso. El hermano de Abir llegó a Alemania el año pasado. Unas semanas antes de que la foto del pequeño Aylan Kurdi ocupara las portadas de los diarios de todo el mundo, él había cruzado el mar Mediterráneo en una barcaza idéntica.
La huella de Aylan. Los países vecinos, entre los que se destacan Turquía, Líbano y Jordania, siguen atendiendo la mayor cantidad de refugiados. Sin embargo, su capacidad de recibirlos se vio desbordada de tal modo desde 2013, que cientos de miles de personas fueron empujadas a recurrir a diario a traficantes para cruzar el mar. “La situación tomó carácter público a nivel mundial cuando empezaron a llegar a Europa, pero la mayoría de los desplazados están en países vecinos. En el Líbano, por ejemplo, el 25% de la población son sirios que escaparon de la guerra”, explica Pablo Ceriani, coordinador del Programa de Migración y Asilo de la Universidad Nacional de Lanús y miembro del Comité de Naciones Unidas para la Protección de las Personas Migrantes y sus Familiares. “Este año hubo un gran retroceso en cuanto a la ayuda internacional por las políticas de rechazo o devolución instrumentadas tanto por la Unión Europea como por los países vecinos. Pero el cierre de fronteras nunca frenó la migración. La gente se va igual, sólo que lo hace por rutas más peligrosas, y ahí es donde el crimen organizado hace su gran negocio”, agrega.
“¡El damasco es una fruta!”, dice en broma July, la segunda hija del matrimonio, que llegó al país con tres años. “Es una fruta, pero también es el nombre de nuestro pueblo”, la corrige Abir. Ella y su marido hablan un castellano correctísimo, pero su cadencia árabe es imposible de esconder. Sin embargo, sus hijas hablan español con una fluidez llamativa. Después de cuatro años en el país, ya casi olvidaron su lengua natal. Lucía y July cursan la escuela primaria, mientras que Abir cuida a la pequeña Alexandra y atiende en su casa a la clientela de vecinas que la visitan para hacerse mechitas y alisados. Entre tanto, Nabil controla la entrada al Club Sirio-Libanés. Desde hace tres años está a cargo del acceso al estacionamiento, la caja y la vigilancia de los autos. “En el club me abrieron las puertas y yo los siento como mi familia, me encanta estar acá”, dice.
Lo que Nabil prefiere no recordar es lo que la ONU define como la mayor crisis humanitaria de nuestro tiempo. Las últimas cifras las brindó el mediador de la ONU para Siria, Staffan De Mistura, quien estimó que la cantidad de muertes por el conflicto ascendería a 400 mil personas. Los cálculos se basan en la cifra de fallecidos directos en combates o ataques, a los que se sumarían los heridos que perdieron la vida posteriormente, los que murieron por falta de atención médica y los desaparecidos. Estos números, sin embargo, no contemplan los fallecidos en el mar Mediterráneo. El Acnur calcula que más de 180 mil personas intentaron llegar a Europa en lo que va del año, de las cuales 1.200 perdieron la vida.
“Cuando llego a mi casa del trabajo, sólo pienso en dormir. No quiero leer, no quiero ver televisión, no quiero dar paseos. Sólo quiero dormir para no pensar”, cuenta Nabil. Si bien extraña a su madre, confiesa que prefiere no hablar con ella: “Cada vez que hablamos me cuenta que alguien murió, dejó el país o está desaparecido. Vive asustada, pero se acostumbró a la guerra. Todos los días muere alguien. Si no es por una bomba, mueren por infartos o alguna enfermedad. Se enferman porque viven nerviosos y con miedo. En Siria la muerte es normal”.
En Saavedra la rutina de Nabil es sencilla. Se despierta todos los días a las 6 de la mañana, desayuna con su esposa y sus tres hijas, y sale en bicicleta en dirección al club para comenzar su turno a las 7. Recibe y acomoda autos hasta las 19, él mismo pidió hacer horas extra “para que a las chicas no les falte nada”. Regresa a su casa minutos antes de las 20 para cenar y dormir. Al día siguiente hará lo mismo.