OPINIóN
el artista y sus secretos

Misterio y geografía en el gran Bertolucci

Se publicó en Italia una “clase” de cine que el genial director dio en la Universidad de Parma, en la que analizó su “magnífica obsesión” con el séptimo arte.

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Influencia. De joven, con su maestro Pasolini, que sin embargo hacía películas “absolutamente” diferentes” a las suyas, cuenta en la obra publicada, suerte de autobiografía artística del director. | cedoc perfil

El 16 de diciembre del 2014, cuatro años antes de morir, Bernardo Bertolucci recibió un doctorado honoris causa otorgado por la Universidad de Parma, ocasión en la que dio una breve “clase” de cine, una suerte de autobiografía artística llena de recuerdos que se alternan con algunas certezas, numerosos interrogantes, pocas reglas y ninguna fórmula mágica a la hora de filmar. La editorial italiana La nave di Teseo publicó hace unos días el texto que lleva el título elegido por el realizador para su alocución: Il mistero del cinema.

Padre influyente. El cine puede llegar a convertirse en una manía. Ocurre a menudo, no es algo extraño. Medir los sentimientos provocados por un filme es en cambio algo impensable. Esto es, sin embargo, lo que acostumbraba hacer Attilio, el padre de Bernardo Bertolucci, quien “se ponía el termómetro debajo de la axila para controlar la emoción que le provocaban las sombras en movimiento sobre la pantalla”.

Un sistema muy original de “tomarse la fiebre”, comenta el realizador italiano en Il mistero del cinema, sin esconder que, de todos modos, el séptimo arte fue también para él una “magnífica obsesión”.

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Su breve autobiografía gira alrededor de algunas preguntas clave: ¿cómo nace y cómo se “hace” una película? ¿cuál es su narración, cuáles sus fuentes de inspiración, qué nexos debe tener un director con los lugares en los que filma? “Todo me sigue pareciendo misterioso: el nacimiento y la primera idea de un filme, el lenguaje de tu cámara, el estilo, la alquimia entre los lugares, los actores, las luces … a veces ruedas y no sabes qué harás con las tomas, dónde las colocarás, qué van a comunicar”.

Por otra parte, señala, “gracias a una sensibilidad probablemente instintiva y al relato que caracteriza a cada película, cuando llego a los lugares donde filmo casi desde el primer momento instauro con esos sitios una relación familiar”. ¿Y cuál es entonces el vínculo, si es que existe, entre las locaciones de las diferentes películas? No hay dudas al respecto: “El lenguaje del cine, la razón por la que siento que de manera tan natural soy un ciudadano de esos sitios”.  

De los Apeninos a Nepal. Casarola, un pueblito de Italia central, es el sitio donde están las raíces de Bertolucci, quien así describe el lugar: “un microcosmos en los Apeninos con caminos llenos de piedras, donde a los 6 o 7 años escribí una de mis primeras poesías y dirigí la primera película, la historia de tres chicos que buscan un misterioso teleférico en un mar de bosques de castaños”. El título del filme, del que no quedan copias, era precisamente La Teleférica. 

El pueblo queda a dos pasos de Parma, “ciudad muy cinematográfica, donde en 1953 tuvo lugar la primera conferencia sobre el neorrealismo italiano. Eran años heroicos, películas como Roma ciudad abierta, Ladrón de bicicletas”, añade con orgullo el cineasta, tras recordar la importancia que tuvieron en su formación tanto “el ADN cultural de Parma” como “la impronta de Attilio”, guionista, crítico de cine, pero sobre todo uno de los grandes poetas italianos del siglo XX.

Como destaca el curador del libro, Michele Guerra, la cinematografía de Bertolucci está hecha “más de geografía que de historia”. Sus películas fueron rodadas a lo largo y lo ancho de numerosas latitudes: “Roma, Parma, de nuevo Roma, más tarde la región emiliano-lombarda y París, para llegar hasta Estados Unidos e incluso China, Nepal, Marruecos”. Pero de una u otra manera todo empezó en Casarola, en cuyo pequeño cementerio quiso ser enterrado. 

Al pertenecer a una familia de intelectuales y haber sido asistente (en Accattone, de 1961) de Pier Paolo Pasolini, los primeros pasos de Bertolucci en el mundo del cine no tuvieron grandes sobresaltos. En la época de su primer largometraje (La cosecha estéril, de 1962, marcadamente “pasoliniana”). “Aún vivía en la casa de mis padres en Roma, compartía el cuarto con mi hermano, nos despertábamos a las siete, él se preparaba para ir al colegio yo al set, donde estaba al frente de unas sesenta personas que esperaban que les dijera qué hacer... todo me parecía más que natural. Pero al mismo tiempo, ser el más joven de la troupe quería decir no bajar la guardia ni un minuto”.

Hermetismo. Uno de los capítulos más sorprendentes del libro se llama Miura, “el tipo de toro más mastodóntico existente”, explica Bertolucci, quien junto a su amigo Glauber Rocha amaba describir de esa manera a las películas “herméticas e impenetrables, duras como una roca y que nadie logra interpretar”. 

El realizador tuvo su etapa de “cine-toro” sobre todo con la poco conocida Partner, dirigida en el significativo 1968. A partir de allí todo cambió y su cine pasó del monólogo al diálogo. “Entre 1969 y 1970 rodé una detrás de otra, dos películas más clásicas, tanto en la narración como en el estilo”: La estrategia de la araña, inspirado en el cuento de Jorge Luis Borges “Tema del traidor y del héroe”, y El Conformista, una adaptación de la homónima novela de Alberto Moravia.

Godard-Ozu. Jean-Luc Godard aparece repetidamente y en diferentes contextos a lo largo del libro: “La Nouvelle Vague es una cinematografía libre, llena de júbilo, alimentada por esa forma de exaltante y exaltada enfermedad que era la cinéphilie…” Godard fue su punto de referencia incluso en los momentos más difíciles o incluso de estancamiento creativo: “recuerdo que en 1965 cenamos en Rosati en Roma, yo le dije que no lograba hacer nada. Tenía un proyecto junto al poeta argentino Mario Trejo que se llamaba Infinito futuro. Pero nada”.

En el libro desfilan otros grandes cineastas, como Federico Fellini (“rechazó un guión que le había escrito. Para mí fue una herida, adoraba sus películas”) o Jean Renoir (“’una vez me dijo que la puerta del set siempre debe estar abierta, nunca se sabe, alguien inesperado podría entrar, es la realidad que te hace un regalo”). 

Sin dejar de lado la profunda influencia de Pasolini, cuyas películas eran sin embargo “absolutamente diferente a las mías”, Bertolucci no olvida por otro lado al maestro del cine japonés Yasujiro Ozu: “en 1983 junto a mi mujer, Clara Peploe, visité su tumba en la que está esculpido solo un ideograma, que significa ‘nada’: la ambigüedad de ese ‘nada’, de ese ‘vacío’, marcó la apertura de una nueva fase”. El resultado de esta etapa fue El último emperador, que en 1988 arrasó con los Oscar (se llevó nueve estatuillas) y que junto a Novecento (1976) y a Último tango en París (1972) figura entre sus títulos más aclamados.

El último capítulo de la autobiografía se llama Finale. Allí Bertolucci cuenta que “después de haber hecho películas de más de cinco horas” se despidió del cine y sus misterios con Escarpines rojos, un minifilme, “apenas un minuto y medio para denunciar el estado de las calles de Roma y las dificultades que tienen las personas discapacitadas”. Al final de su vida, golpeado por las enfermedades, no era extraño verlo en una silla de ruedas mientras se trasladaba por Trastevere, el barrio en el que vivía, luchando como podía contra el horror del tráfico y los “sampietrini”, los implacables adoquines romanos.