El escurridizo Alberto Kohan lo abrazó entusiasmadísimo y le dijo: “¡Maestro! ¡Eso es lo que habría que hacer a nivel nacional y no se puede”. Néstor Carlos Kirchner, hasta entoces apenas conocido como un joven gobernador patagónico, acababa de convertir en ley el sueño más codiciado de cualquier mandatario: la reelección indefinida para sí mismo en Santa Cruz. Antes, a fin de garantizarse la legalidad de la medida, había sentado a su amigo Carlos “El Chino” Zannini –hoy secretario de Legal y Técnica de la Presidencia de la Nación– en el sillón mayor de la Corte provincial. Eugenio Raúl Zaffaroni era, por aquella primavera del 94, un ascendente jurista entusiasmado con el Frepaso de Carlos “Chacho” Alvarez. Al analizar la reforma santacruceña, la comparó con el ascenso del hitlerismo en Alemania. Le gritaron “gorila”, claro.
Tuvieron que pasar casi 10 años para que Kirchner llegara a la Casa Rosada y su modelo de reelección permanente empezara a ganar terreno en otras provincias. El misionero Carlos Rovira es, en ése y otros aspectos de su manera de entender y hacer la política, un kirchnerista puro. Sin embargo, El Pingüino se esmeró tanto en agenciarse una mística “progre” que algunos pudieron llegar a suponer que, por un exceso de pornografía clientelista, Rovira desentona. Los mismos funcionarios K que viajaron a Misiones para llevar los fondos que de inmediato se convirtieron en cualquier clase de regalos bajo la forma de subsidios, se mostraron espantados.
La verdad del asunto es que la epidermis K está demasiado sensible. El propio Presidente sabe que no es eterno ni invencible, y tanto lo sabe que no deja de pensar un minuto en que llegó a lo más alto tras haber perdido en primera vuelta con el mismo Menem. De aquella victoria por descarte a estos días, el Presidente y sus más íntimos sólo se han obsesionado con una idea: construir poder y más poder para terminar bien el primer mandato e inaugurar un nuevo modelo de re-re-re que incluye la alternancia con su propia esposa y hasta con la hermana Alicia si hiciera falta.
Así, Kirchner ordenó armar su estructura porteña de base apoyado en punteros impresentables y barrabravas. Lo hizo para ganar, pero perdió en el Hospital Francés. Del mismo modo y para los mismos fines hizo buenas migas con Hugo Moyano, pero perdió entre la balacera y los palazos de San Vicente. Venía de perder, también, con la increíble desaparición de J. J. López en medio de una política derechohumanista armada para vencer al pasado. Y para ninguna otra cosa se abrazó a Rovira. Ya no queda un solo kirchnerista inadvertido de que, aún ganando su candidato hoy, muchos, tal vez demasiados admiradores habrán quedado en el camino. Según las encuestas, Kirchner sigue siendo el candidato puesto para sucederse a sí mismo –algo en lo que, ya está dicho, es un experto– el año que viene, pero durante el último mes su proyecto político exhibió, en público, los primeros espasmos bronquiales.
El problema de acostumbrarse a ir ganando es que, con el tiempo, se va perdiendo de vista el para qué, lo cual convierte al eventual triunfo en un fin en sí mismo. Y hasta desde la tribuna se llega a aceptar que gobernar bien puede llegar a ser la manera más idiota de morder el polvo.