¿A quién pertenece el espacio? Es una pregunta que ya se hicieron políticos y expertos internacionales cuando Rusia y Estados Unidos intensificaron su duelo por llegar a la Luna.
En 1967, las Naciones Unidas, en Nueva York redactó el Tratado sobre el espacio ultraterrestre (o Tratado del Espacio) , declarando que la Luna y todas las esferas celestes son de todos y no son de nadie, como la Antártida, prohibiendo todo anhelo de apropiarse del satélite natural de la Tierra.
Años más tarde, en 1979, se ampliaron algunos puntos indicando que “la superficie y el subsuelo de la luna no pueden ser propiedad de estados, de organismos internacionales gubernamentales o no gubernamentales”.
Cuarenta años más tarde, esa pregunta debe volver a formularse a la luz de todo lo que pasó en casi medio siglo de esfuerzos públicos y también privados por saber, encontrar y colonizar todo lo que pudiera hallarse gravitando sobre nuestras cabezas.
Durante su gestión en la Casa Blanca, Donald Trump se adelantó a todos y firmó un decreto unilateral: “Los americanos deberían tener el derecho de involucrarse en la exploración comercial, la recuperación y la utilización de los recursos en el espacio”.
Durante su mandato, el ex presidente Donald Trump firmó un decreto unilateral reclamando la explotación comercial de los recursos del espacio.
Y en eso Trump sabía lo que estaba diciendo: el Tratado Espacial Internacional redactado por Unesco y ratificado por 110 países (Argentina fue uno de los primeros en poner su firma, en 1969). tiene grandes vacíos jurídicos. No dice quién ni prohíbe cómo hacerse con los recursos minerales o de otro tipo que se encuentren en los planetas, exoplanetas, satélites o todo lo que flote en el más allá ya descubierto o por descubrir.
Proyecto Artemisa: la gran torta
El interés creciente y expansivo de las potencias mundiales en la conquista del espacio hizo que el costo de la inversión en investigación espacial pasara de US$ 350.000.000.000 a 1.000.000.000.000 (un billón) de ahora hasta el 2040.
Estados Unidos es hasta hoy, sin dudas, la mayor potencia espacial y su Rover Persevererance llegará el 18 de febrero a Marte para demostrarlo.
Desde 2017, el ex presidente Trump presionó a la NASA hasta la exasperación para que volvieran a enviar una misión tripulada a la Luna, pero la Administración Nacional de Aeronáutica y el Espacio suspendió y canceló varias aludiendo que no tenía presupuesto suficiente para hacerlo: necesitaban un piso de US$ 135.000 millones, y no lo tenían.
El año pasado, Trump amplió el presupuesto del organismo y en plena pandemia les concedió US$ 10.700 millones y con el hashtag #Moon2024 y el lema "Vamos a ir", Jim Bridenstine, administrador de la NASA durante el mandato republicano, ratificó el plan oficial: una misión tripulada, con al menos una mujer, se desplazará por la Luna en 2024.
55 años más tarde de las misiones Apollo, el hombre regresaba al satlélite que más poetas inspiró pero con nuevas tecnológicas de exploración, incluido un robot que alcanzará las regiones polares lunares, en donde hace poco se confirmó que había agua congelada.
Todo este nuevo plan de invasión se lanzó como Proyecto Artemisa con la tremenda operación de marketing que merecía: "Apollo tenía una hermana gemela, Artemis. Resulta que es la diosa de la Luna", dijo Bridenstine a modo de explicación. Pasó por alto que Artemisa es también la diosa de la caza. En la mitología griega se llama Orión el cazador que la acompaña, tal el nombre de la cápsula lunar 2024.
El programa Artemisa asocia a la NASA, principal accionista, con la Agencia Espacial Europea, Japón, Canadá, Australia, Italia, Gran Bretaña, Luxemburgo y los Emiratos Arabes Unidos en el objetivo a largo plazo de tener una presencia constante en la Luna, desarrollar una “economía lunar” y por último, enviar misiones tripuladas a Marte en 2033.
La NASA se asoció con otros ocho países para encarar misiones y negocios conjuntos en el amplio espacio
También integran Artemisa el ingeniero Jeff Bezos, fundador de Amazon y Blue Origin, quien dijo sí desde la primera hora “para salvar a la humanidad"; y el suadafricano Elon Musk con su SpaceX, un avanzado en trasladar visitantes, curiosos e incluso artistas plásticos a la Estación Espacial Internacional.
Lo más interesante de Musk es que deja en claro que el pez por la boca muere. Dejando aparte su próxima escapadita de cinco días a la Luna -Dear Moon-, ya dijo que su mayor sueño es destinar toda su fortuna a construir una ciudad en Marte.
Como se sabe, Musk es el dueño de Starlink, una red de 800 satélites que orbitan la Tierra y ofrecen banda ancha a sus usuarios. En diciembre del año pasado, el gobierno argentino autorizó su operación en nuestro país (resolución 1291/2020 publicada en el Boletín Oficial), que se hará efectiva en unos tres años.
Cada vez que cierra una prestación, Starlink envía a sus clientes un contrato que indica que, en caso de litigios, la empresa respetará las leyes de California a la hora de resolver conflictos con quienes utilicen sus servicios en este planeta y en la Luna.
En Marte será diferente: “En cuanto a los servicios prestados en Marte, o en tránsito hacia Marte a bordo del Starship u otra nave de colonización, las partes reconocen que Marte es un planeta libre y que ningún gobierno con sede en la Tierra tiene autoridad o soberanía sobre las actividades marcianas. En consecuencia, las disputas se resolverán mediante principios de autogobierno, establecidos de buena fe, en el momento del asentamiento en Marte”.
En síntesis, Musk, miembro del programa Artemisa cantó primero y ya se reserva la explotación satelital –y la jurisdicción- sobre las comunicaciones con Marte.
Todo lo cual despabiló a las grandes potencias con una pregunta: ¿entonces quién es el dueño del espacio?
Rusia, China e India se pusieron de punta contra el programa Artemisa. “No aceptaremos en ningún caso la tentativa de privatización de la Luna. Es ilegal. Es contraria a la Ley Internacional”, se pronunció públicamente Dmitry Rogozine, director general de Roscosmos, la Agencia Espacial Federal de Rusia
La próxima fiebre del oro será espacial
El detalle es que enviar sondas, telescopios y satélites artificiales, navegar, explorar el espacio externo, desarrollar tecnología inexistente y eyectar humanos le ha costado al mundo demasiado, miles de millones de dólares.
Conquistar el universo, ese lejano far west, es carísimo pero tienta con grandes recompensas. Para empezar, los polos lunares, Marte y varios satélites de Saturno albergan hielo. El millón de toneladas de Helio-3 que esconde el suelo lunar podría ser el futuro de la fusión nuclear y solucionaría nuestros problemas energéticos.
El hidrógeno y oxígeno de muchos asteroides próximos se convertiría en combustible de las naves espaciales. Y respecto a los otros, por pequeños que sean, se dice que atesoran oro, platino, zinc, plata, bauxita, cobalto, hierro, tungsteno, manganeso, níquel, osmio, paladio, renio, rodio, rutenio y tantas riquezas más que habría que repasar toda la tabla periódica de los elementos para enumerarlos.
Según las propias palabras de la NASA extraer esas riquezas de los asteroides es un desafío de muchos pasos, pero quien lo logre traerá a la Tierra un tesoro de 700 quintillones; es decir como si cada habitante del planeta se sacara en el Gordo de Navidad el equivalente de 100.000 millones de dólares.
Desde luego, eso no sucederá, porque el far west tiene sus propias leyes y la lejana utopía de un mundo más justo y de iguales ni siquiera vislumbró que el capital podría algún día caernos como maná desde una mina celestial.
En este western galáctico, el que más pone más saca. Y la próxima fiebre del oro será espacial.
Mientras el presupuesto espacial de Europa representa el 36% del de Estados Unidos, el de Rusia es el 9% del norteamericano y 18% respecto del chino.
Eso no significa que Rusia se haya quedado afuera de la carrera espacial, porque ya es un colaborador estrecho de Estados Unidos en la gestión de la Estación Espacial Internacional y por más que juegue al poker y proteste en los foros internacionales, el Coloso del Norte también podría exigirle que respete los acuerdos previos y no escatime su desarrollo tecnológico, superior y más completo que el de otros competidores.
Estados Unidos sabe que este desafío lo inauguró Rusia cuando logró poner en órbita un satélite artificial, Sputnik 1, el 4 de octubre de 1957. Tras varios intentos fallidos, ellos también se anotaron un punto con Explorer 1, el 1 de febrero de 1958.
Tres años más tarde, el 12 de abril de 1961, Rusia nuevamente marcaba un record: Yuri Gagarin fue el primer humano que logró volar al espacio y orbitar la Tierra. Años más tarde, el presidente John F. Kennedy les prometió la Luna a los americanos y se las mostró, por televisión.
Como si de una pulseada se tratara, fueron de Rusia la primera mujer que llegó al espacio (Valentina Tereshkova, en 1963), la primera caminata espacial tanto masculina como femenina (Alekséi Leónov, 1965; Svetlana Savitskaya, 1984), la primera estación espacial (Salyut 1, 1971); y las primeras sondas interplanetarias que merodearon por Marte y Venus.
Delante de nuestros ojos se despliega una nueva geopolítica espacial que no importa de forma pareja a todos sus actores, pero en la que nadie quiere dejar su silla vacía ni perder su voto.
La humanidad está en los albores de increíbles desafíos y, desde estas playas lejanas, a los pequeños habitantes de este planeta que ni una vida entera nos alcanzaría para llegar a recorrerlo como quisiéramos nos queda una única esperanza: que esta nueva colonización no termine también militarizando el espacio.