El 5 de mayo, Leopoldo Torre Nilsson cumpliría 97 años, pero un cáncer de próstata se lo llevó el 8 de septiembre de 1978, sin piedad. Y como alguna vez le dijo él mismo a su discípulo, amigo y actor, Leonardo Favio, “las excusas no se filman”.
Ya casi nadie habla de Leopoldo Torre Nilsson, a pesar de la deuda impagable que el lenguaje cinematográfico argentino de la segunda mitad del siglo XX siempre tendrá con él. Pocos millennials podrían mencionar sin pausa cinco películas de Leopoldo Torre Nilsson que hayan dado nombre propio al cine argentino.
Entre sus 50 producciones, direcciones y libros cinematográficos fueron más de cinco los títulos que pusieron de pie a las audiencias europeas y a los consagrados de los Festivales de Cannes, Venecia, Berlín, Santa Margherite-Ligure, Río de Janeiro, San Pablo y tantos otros, siempre y cando no fuera él mismo un integrante del jurado.
Cuando al cine europeo de puertas cerradas comenzaba a llegar el aire fresco de la nouvelle vague francesa y el realismo italiano, Leopoldo Torre Nillson –o Babsy, como todos lo llamaban- abría en simultáneo las ventanas del asfixiante y varias veces anodino cine local.
Con El crimen de Oribe y Días de odio, llevó a la pantalla grande las plumas de Adolfo Bioy Casares (El perjurio en la nieve) y Jorge Luis Borges (Emma Zunz), respectivamente.
El director y las mujeres
En 1956, La casa del ángel oficializó su matrimonio artístico y personal con Beatriz Guido, hija del creador del Monumento a la Bandera, que se prolongaría hasta que la muerte los hubiere separado.
En La casa del ángel, que salió de la prodigiosa imaginación de Beatriz Guido, dejó boquiabiertos a los críticos de arte, al imponer un nuevo prototipo de figura femenina que viraba 360 grados las propuestas vigentes.
Quedaban atrás los pasos de comedia de Niní Marshall, las mojigaterías de las hermanas Legrand, el rostro inmaculado de Delia Garcés y las caídas de ojos de Amelia Bence. La nueva mujer del cine argentino debía ser bella, erótica y al mismo tiempo perversa. Debía desconocer el sexo, pero desearlo ardientemente.
El nuevo prototipo de belleza femenina que impuso Torre Nilsson fue el de la mujer ingenua, pero a la vez erótica y algo perversa
La actriz Elsa Daniel, quien por entonces había aparecido en El abuelo (Viñoly Barreto), representaba a la perfección este nuevo prototipo: como las rubias de Alfred Hitchcok, era ingenua, diabólica y se las traía. Juntos rodaron Graciela, La caída y La mano en la trampa hasta que Torre Nilsson encontró una nueva estrella, Graciela Borges, quien por entonces era rubia –y no por casualidad, claro-.
El primer trabajo de Torre Nilsson con Graciela Borges fue Fin de Fiesta, en 1960. Con ella el cineasta fue candidato al Oso de Oro en el Festival de Berlín, pero no sería la única vez. Volvió a convocarla al año siguiente para rodar Piel de verano, con Alfredo Alcón y “la Borges” se consagraría como una de las figuras de primera línea de los años sesenta y con proyección internacional.
Su siguiente convocatoria, Marta González, desde luego también dejó sin palabras, porque era sólo una cara bonita y para él “la actriz del lunar”. Sin embargo, en Boquitas pintadas, Marta González tocó la tecla exacta que hacía sonar la infelicidad provinciana de Nené, la protagonista de la novela de Manuel Puig, para muchos, la película más perfecta de Torre Nilsson, desde varios ángulos.
Torre Nilsson, Europa a todo o nada
Leopoldo Torre Nilsson fue la estampa viviente de sus progenitores. Fue el único hijo varón del cineasta Leopoldo Torres Ríos y de una inglesa con ancestros suecos y vocación docente, May Nilsson, fundadora en 1944 del colegio Highlands, en Vicente López.
Su madre le legó el amor por la literatura y su padre, el de los sets, las apuestas y la vida al borde de la cornisa.
Con su padre viviría interminables tardes jugando al tute, los caballos y la ruleta, un hábito persistente que en la adultez le haría perder casi toda la inmensa fortuna que había ganado con sus películas, varias de las cuales habían sido, en su época, las más vistas de la historia del cine. Por sólo mencionar las más taquilleras: Martín Fierro (1968); El santo de la espada (1970), que convirtió a Alfredo Alcón en el Libertador General San Martín, junto a Evangelina Salazar en el rol de Mercedes; y Güemes, la tierra en armas (1971) con Norma Aleandro y nuevamente Alfredo Alcón.
La alegría contagiosa de Torres Ríos moderaba la solemnidad metodista que heredó de su madre, y siempre le revoloteaba en la cabeza cuando seguía sus pálpitos y los consejos de “la rosa o la verde” en el Hipódromo de San Isidro; o hacía escapadas en el día al Casino de Mar del Plata. A veces tenía suerte, pero otras, iba en Rolls Royce, y regresaba en auto usado. El dinero le quemaba en los bolsillos.
Para justificarse, citaba a Rudyard Kipling: “Si eres capaz de jugarle todo a una carta, eres un hombre”. Por eso, los primeros $ 5.500 que ganó con los naipes los pondría íntegros en su primer cortometraje, El muro. Tenía apenas 22 años, pero así sería siempre.
Torre Nilsson entre el cine y la literatura
A los 14 años ya había leído el Ulises de James Joyce y varias novelas de Franz Kakfa. También a los 14 años era el asistente de dirección de Torres Ríos y aprendió que la pasión por el cine puede desembocar en un fracaso: toda la familia padeció la catástrofe económica de La vuelta al nido, hoy película emblemática, pero entonces, una apuesta “psicologista” incomprendida.
Aunque no terminó el colegio, a los 20 años asistía como oyente a los cursos de gnoseología y metafísica que Francisco Romero dictaba en la Facultad de Filosofía y Letras. Escribía poemas, novelas e incluso cuentos. En 1947, Tránsito de la gota de agua recopilaba sus poemas juveniles. Entre sajones y el arrabal (1967), sus cuentos más potentes, seguidos por Del exilio (1973).
La madurez narrativa vendría con la novela Jorge, el nadador (1978), de algunos sesgos autobiográficos, ya que aunque Torre Nilsson fuera alto y atlético, la miopía le impedía practicar la mayoría de los deportes. De todos modos, era un buen nadador y relegaba el fútbol a la categoría de salida-clásica-de-padre-separado con Javier y Pablo Torre, los hijos de un primer matrimonio que con los años heredarían su estampa y su amor bipolar entre el cine y la literatura.
Torre Nilsson y la generación del 60
Leopoldo Torre Nilsson hubiera sido escritor si la literatura le hubiera permitido vivir dignamente, pero no tuvo más remedio que dedicarse al cine.
Vanidoso y seguro de sí mismo, el fervor que infundía es su propios proyectos cinematográficos le hacía conseguir todo lo que deseaba.
Al principio, tuvo la financiación y todo el aparato de producción y distribución de la poderosa Argentina Sono Film. En los 60, Europa lo adulaba, cuando el crítico André Bazin decía: “la obra de Torre Nilsson es un bello ejemplo de cine” y George Sadoul, “ustedes tienen un Bergman”.
Mientras tanto, Rodolfo Kuhn, Leonardo Favio, Lautaro Murúa, David José Kohon, Fernando Birri, Manuel Antín, Oscar Barney Finn, Aníbal Di Salvo, Sergio Renán y tantos más entre sus pares argentinos lo convertían en su líder y mentor natural.
“La curiosidad que Torre Nilsson despertaba produjo el acercamiento que le tributó la generación del 60. Era un hombre muy combativo, batallador, siempre estaba en la punta de las columnas. El gabineteó la Ley del Cine y nosotros nos pusimos detrás de él. El era un milagro industrial en la Argentina”, tal como lo recordaba el director Manuel Antín a esta cronista.
Leopoldo Torre Nilsson fue un milagro industrial en la Argentina”, dijo Manuel Antín, fundador de la Universidad del Cine
Este hombre que parecía separado del mundo por unos anteojos negros culos de botella peleaba, sin embargo, para que el cine se bañara de realismo. Además veía lo que otros no podían ver. Alfredo Alcón era un galán de radioteatro cuando Leopoldo Torre Nilsson lo llamó para trabajar con él. Un entendimiento, respeto y cariño mutuo los unió hasta el adiós. Otro tanto sucedió con Leonardo Favio y Sergio Renán.
Los laureles que cosechó en los primeros 12 años de carrera le permitirían llegar a Nueva York, aunque no sin esfuerzo. Supo jugar la carta del reconocimiento europeo y tuvo escarceos con Metro Goldwyn Mayer y Columbia Pictures para distribuir tres películas con cartel internacional: El ojo que espía (1966), La chica del lunes (1967) -en la que pudo incluir a la ya consagrada Graciela Borges- y Los traidores de San Ángel (1967).
El tan criticado tríptico setentoso de los éxitos comerciales sobre los héroes de la nación -Martín Fierro, San Martín y Güemes- fue, con todo, lo único que logró hacer durante la presidencia de facto de Juan Carlos Onganía, y los uniformados recelaban de su popularidad y aceptación.
Los años 70 le trajeron su batalla más difícil: con el Alejandro Lanusse en la presidencia de facto, persecución y censura, se exilió en España sin un peso, pero con la necesidad de volver al país y estrenar Piedra Libre, con Juan José Camero, Luisina Brando y Marilina Ross, su último tiro de gracia, como fuera.
Torre Nilsson y la pantalla argentina
Práctico y obstinado, Leopoldo Torre Nilsson supo imprimir en la dirección de sus 29 películas propias su personalidad refinada, contradictoria y compleja.
Y aunque el siglo XXI ya no lo recuerde como se merece, el celuloide testimonia algunas de sus victorias:
- los primeros planos expresionistas de La casa de la ángel;
- la mejor muerte del cine argentino, a sangre fría como merecían los caudillos provincianos de Barceló: la del cuerpo de Guastavino desplomándose sobre un charco, en Fin de Fiesta;
- los besos robados a Nené, en Boquitas Pintadas;
- el mismo final de Boquitas pintadas, con las cartas consumiéndose mientras suena la música de Waldo de los Ríos;
- La Rabadilla de Leonor Manso, debut y consagración de un talento para los personajes populares;
- un San Martín muy convincente –aunque bastardeado como “de Billiken”-, que padeció en cuerpo y alma el cruce de los Andes y que convenció a los espectadores;
- el único paso de Mercedes Sosa por el cine, haciendo de Juana Azurduy en Güemes, la tierra en armas;
- la delicada complejidad psicológica de la infancia en La caída;
- las causas perdidas en El Pibe cabeza;
- la única película de Isabel Sarli con un director que no fuera Armando Bo, en Setenta veces siete.
- - y 118 minutos de sordidez en Los siete locos, buscando oxígeno entre la pobreza, el delirio y la tribu urbana de los sobrevivientes.
MM / DS