Franco Verdoia

La mirada desde el pueblo

El autor y director lleva adelante la película La chancha y la obra de teatro Late el corazón de un perro. Revisa su pasado para hacer sus creaciones.

Verdoia. El dramaturgo y director sigue contando con su estilo. Foto: Inés Tanoira

Franco Verdoia escribe, dirige y filma. También saca fotos. En todos los casos, observa. Quizás no es una coincidencia que, a poco de iniciar esta entrevista, aclare dos cosas: que prefiere que la charla sea mientras camina, porque pareciera que, en movimiento, las ideas fluyen mejor, y que es meditador Vipassana (un tipo de práctica asociada al budismo). Atento a sí mismo y al mundo que lo rodea, dos de sus proyectos más recientes lo tienen activo. Su película La chancha estrenada en mayo de 2020 y después de ser seleccionada en festivales de Estados Unidos, Brasil y Alemania, viene de ganar como la Mejor Película Argentina en el VII Festival Internacional de las Alturas. Asimismo, Late el corazón de un perro es la obra que escribió y dirige. Va los domingos a las 20.30 en Espacio Callejón, con Silvina Sabater acompañada de Berenice Gandullo y Gerardo Serre.

—Tanto en “La chancha” como en “Late el corazón de un perro” están presentes situaciones vinculadas a pequeños pueblos alejados del centro urbano.

—La vida en el pueblo, Las Varillas, en Córdoba, mi infancia y mi adolescencia ahí, es el combustible de toda mi creación, es algo que atraviesa toda mi obra: la fotografía, el cine y el teatro. Hay una constante necesidad de echar mano a eso que yo viví. Me fui a los 17 cuando terminé el secundario. Pero esa vida ahí en el pueblo y el dejar esa vida para perseguir un sueño tienen un impacto muy grande. Yo tenía muy claro que mi destino era Buenos Aires por una cuestión de profesión y de formación, pero fue un desarraigo brutal. Hay un texto que dice Mabel, la protagonista de Late el corazón de un perro: “En aquel entonces, para nosotros Buenos Aires era como el extranjero”. Cuando me vine en el año 95, no había Internet, no había celulares, mis padres dependían de que yo los llamase, porque yo no tenía teléfono en el lugar donde vivía. Ahora la distancia parece haberse achicado, pero esa huella del desarraigo, del migrar, sigue teniendo su efecto.

—Más allá de tu experiencia particular, ¿qué relación más general ves entre vida y creación artística?

—Cuando doy talleres de guión, planteo que yo trato de escribir sobre aquello que sé, sobre aquello que conozco, sobre lo que tengo a mano, sobre lo que me permita expandir mi imaginación, porque justamente lo conozco, sé de lo que estoy hablando. Ese es el efecto de ir de lo particular a lo universal: cuando uno se ocupa de lo propio y de lo mínimo, hay algo que se vuelve más expansivo en el espectador.

—¿Cómo describirías al personaje de Mabel y cuál es la conexión con la actriz que lo encarna, ya que parecen hechas tal para cual?

—La obra se estrenó en 2019, y mi condición de volver era si yo contaba con Silvina, porque para mí era irremplazable. No digo que no haya actrices geniales, pero Silvina tiene un nivel de arraigo y de entendimiento muy profundo. La obra esta inspirada en un personaje de mi pueblo. Era así, de rostro anguloso, estirada. Esta mujer-mito en el pueblo era una acumuladora compulsiva. En la obra, ha convertido su casa en un verdadero basural, hasta que sucede una revelación, cuando esa hija y ese bombero se encargan de rescatarla de esa desidia, de ese abandono.

 

Película y memoria

—¿Qué es la chancha que concretamente aparece en la película y cómo planteás la relación pasado-memoria, con el presente?

—La chancha para mí es el símbolo de un trauma, metáfora de esa herida abierta, animal, que causa mucho dolor y que no ha cicatrizado. Con La chancha entendí que no hay posibilidad de cicatrización. Imaginaba que hacer esa película me iba a permitir sellar, cerrar. Y fue todo lo contrario: fue abrir, para que eso siga supurando y que no quede nada adentro. En la medida que las heridas estén abiertas, uno tiene la posibilidad de seguir reflexionando sobre eso. No sé si finalmente ese tipo de circunstancias se reparan. Yo lo vivo con mis hijas [con su pareja, el licenciado en nutrición Sergio Verón, Verdoia adoptó a dos niñas que vivieron difíciles situaciones en su infancia]. Traen con ellas una mochila muy dura que nosotros tratamos de alivianar y, por momentos, cargar por ellas, pero eso va a quedar por siempre impreso. Uno puede aligerar, preguntarse, observar: creo que ahí está la clave, en no huir de eso, que no resulte repelente. No creo mucho en eso de “Bueno, hay que cicatrizar”. El arte, el cine y el teatro me han permitido sostener la observación de mis propias heridas y ponerlas ahí en escena y seguir opinando sobre eso y cambiar mi punto de vista.