Las mil grullas de Sadako: el origami que desafió a las enfermedades de la bomba atómica
A los 12 años, Sadako Sasaki intentó vencer la leucemia provocada por la radiación siguiendo una antigua leyenda japonesa. Su historia, nacida del holocausto nuclear del 6 de agosto de 1945, se convirtió en un símbolo universal contra la deshumanización que aún interpela en un mundo atravesado por nuevas guerras.
En la habitación blanca de un hospital de Hiroshima, una nena de 12 años sostiene un cuadrado de papel entre los dedos. Sus manos, delgadas y pálidas, lo pliegan con precisión. Primero un triángulo, luego otro, cada pliegue sellado con una concentración que ignora el dolor y la incomodidad. Cuando ya no puede usar sus manos, toma unas agujas. Sadako sostiene el origami unos segundos en la palma, convencida de su deseo más profundo: sobrevivir a la "enfermedad de la bomba atómica". Para lograrlo, tiene que construir mil grullas de papel, según reza una antigua tradición japonesa.
Sadako Sasaki tenía apenas dos años cuando "Little Boy" —el eufemismo con el que Estados Unidos bautizó la bomba atómica de uranio— fue lanzada sobre Hiroshima el 6 de agosto de 1945, pulverizando la vida e infraestructura de la poblada ciudad del acero japonés. El hipocentro estaba a apenas un kilómetro y medio de su casa, donde vivía con sus padres y hermanos.
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La onda expansiva arrasó edificios, pulverizó escuelas llenas de niños y mató a decenas de miles de personas al instante, seguido de cientos de miles en los días que siguieron. En un instante, la ciudad fue reducida a escombros y una parte de su población fue arrasada por el fuego, reducida a cadáveres rogando por agua. Muchos de los que sobrevivieron cargaron durante años con quemaduras, dolor crónico y problemas de salud mental, sumado a lo que más tarde se conocería como las enfermedades de la bomba atómica: cánceres, leucemias, y un estigma que los marcaba como Hibakusha, sobrevivientes que otros temían por creencias erróneas sobre el contagio.
Sadako Sasaki murió a los 12 años de leucemia, una de las enfermedades de la bomba atómica, y se convirtió en un símbolo de paz
En el Museo Memorial por la Paz en Hiroshima, ubicado en el parque frente a la única estructura que sobrevivió al bombardeo y que fue preservada tal como quedó, el ambiente está enrarecido. El silencio sepulcral es directamente proporcional al nivel de destrucción y la "naturaleza inhumana" del armamento atómico reflejadas en la muestra, "el último grado de salvajismo", según definió Albert Camus dos días después de la detonación.
Hacia el final del recorrido, la historia de la pequeña Sadako se lleva todas las miradas.
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Como toda Hibakusha, Sadako convivía con el miedo al enemigo invisible que permaneció desde aquel fatídico 6 de agosto: la posibilidad de contraer alguna de las enfermedades asociadas a la radiación que no solo estaba había infectado el aire sino también en la tierra, afectando los cultivos y las napas de agua. A pesar de no haber registrado heridas después del bombardeo, el "veneno invisible" había entrado en su cuerpo. Nueve años más tarde, una fatiga persistente llevó a la joven promesa de atletismo al hospital. El diagnóstico fue inequívoco: leucemia.
Algunas de las 695 grullas que hizo Sadako están exhibidas en el Museo Memorial por la Paz en Hiroshima. Foto: Embajada de Japón
"Si una persona enferma pliega mil grullas de papel, los dioses le concederán un deseo y la harán saludable de nuevo. Esto te permitirá vivir por mil años", dijo Chizuko, según la narración de Las mil grullas de Sadako, de la escritora canadiense Eleanor Coerr.
Desde su cama en el hospital, Sadako le hizo caso a su mejor amiga y se aferró a esa tarea de arte japonés en papel, mientras sus compañeros de clase se organizaban para acompañarla. Además de turnarse para charlar y llevarle la tarea, le dejaban cada papel que encontraban para sus origamis, en medio de un contexto de escasez y reconstrucción de la ciudad. Sadako no llegó a completar las mil: su vida se apagó el 25 de octubre de 1955.
Había plegado 695 grullas de papel, las últimas con una severa dificultad ante la limitación de sus movimientos por el avance de la enfermedad. Cuenta su familia que hasta el último momento, morfina de por medio, se aferró a la idea de la cura a través de las grullas que terminó armando con ayuda de agujas. Sus compañeros de escuela, atravesados por el mismo fantasma, terminaron las grullas que faltaban y con ellas nació una leyenda viva.
Sadako de bebé en los brazos de su madre (de pie)
El rostro de Sadako se sumó a una galería que refleja el carácter deshumanizante de la guerra: Ana Frank, la niña que se escondía de los nazis; Kim Phuc, la niña vietnamita que corrió desnuda y quemada por el napalm durante la guerra; Sharbat Gula, la niña afgana refugiada de ojos verdes que inmortalizó National Geographic; y, recientemente, la niña de Gaza, cuya identidad se desconoce, pero que escapó de una explosión y se volvió viral en redes. Hay algo en esos rostros que interpela más allá del tiempo y la geografía: miradas que son pasado y presente, que obligan a recordar que cada estadística de guerra, cada "daño colateral", esconde una vida y una historia de infancia interrumpida.
Hoy, Hiroshima recibe cada año millones de grullas de papel llegadas desde todo el mundo. En el templo de Daisho-in, en la isla de Miyajima, un monje budista con túnica color azafrán sopla una especie de caracola y entona una canción mientras las grullas arden en un ritual de paz.
Desde 2015, las cenizas de esas grullas se usan para esmaltar piezas de cerámica, algunas de las cuales viajaron como obsequios diplomáticos: una fue entregada por el primer ministro japonés, Fumio Kishida, al presidente ucraniano Volodimir Zelenski, después de que se conocieran durante la cumbre de jefes de estado del G7 en Hiroshima en 2023, cuando esta cronista recorrió las calles de la ciudad. En 2016, Barack Obama, primer presidente estadounidense en visitar la ciudad, plegó una grulla que hoy se exhibe en el museo de la bomba atómica, muy cerca del vitral donde están aquellas hechas por Sadako.
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El monumento a las víctimas del bombardeo atómico frente al Museo Memorial en Hiroshima. De fondo, la Cúpula Genbaku (de la Bomba Atómica)
El Memorial de la Paz guarda la historia de Sadako como un recordatorio incómodo: detrás de las decisiones geopolíticas hay seres humanos e incluso en un mundo donde los daños se miden en porcentajes y los muertos se llaman “colaterales”, una niña puede, incluso sin saberlo, dar un mensaje contra la deshumanización doblando un simple papel. Su memoria descansa en el monumento que impulsaron sus compañeros de colegio por todos los chicos que murieron por efectos de la radiación. "Este es nuestro grito, nuestra oración, que haya paz en el mundo", reza la placa conmemorativa.
Ochenta años después del bombardeo, en Hiroshima se respira un aire cosmopolita. Sus espacios verdes, su limpieza, su población amable y sus modernos edificios disimulan un estigma que muchos todavía cargan y que intentan redefinir, en función de un mensaje de paz.
La Cúpula Genbaku (de la Bomba Atómica), tal como se conoce al único edificio que quedó en pie después del bombardeo, acompaña el paisaje a modo de recordatorio de un acontecimiento que marcó un punto de inflexión para Japón y el mundo en general. Al costado está Sadako, inmortalizada junto a una grulla de bronce. Ante la muerte, la deshumanización, no hay razón geopolítica ni juicio de valor. El mensaje de Sadako se convirtió en un acto de rebeldía frente a un mundo donde las armas nucleares siguen existiendo, la escalada armamentista escaló otro nivel en 2025 y los discursos de disuasión siguen circulando.
ML