Recuerdos del 2001: cuando el asado también es memoria
En Parece diciembre, Fabricio Tocco construye una escena íntima donde la charla cotidiana se vuelve archivo emocional y político de una época que marcó a fuego a una familia y a un país.
Una escena íntima y cotidiana —el asado, el quincho, el diálogo entre padre e hijo— que funciona como marco para una confesión mucho más profunda. A través de una voz cargada de recuerdos, nostalgias y broncas,Fabricio Tocco en Parece diciembre recorre la experiencia del regreso a la Argentina, el trabajo, la familia y la promesa de un futuro que alguna vez pareció posible. Lo privado y lo político se mezclan sin transición: la memoria personal se vuelve también memoria social.
Ese tono, a la vez afectuoso y desencantado, va dejando al descubierto una idea persistente: la Argentina como ciclo, como repetición de ilusiones y derrumbes. La charla deriva en una despedida anticipada, marcada por el miedo, la frustración y la necesidad de huir para proteger a los hijos. Diciembre parece así no solo como un mes, sino como un estado emocional: el final de algo que ya se vivió otras veces y que, aun así, vuelve a doler como si fuera la primera.
Anticipamos un fragmento de la novela, que publicó Ediciones Equidistancias.
Parece diciembre
Vos vení, Pierito, haceme caso. Acompañame, dale. Vamos yendo para el quincho. Ayudame con el asado, así de paso aprendés. Ya va siendo hora de poner la carne a la parrilla. En un rato te voy a mandar
con tu vieja para decirle que vaya preparando la ensalada con tu hermana. Nosotros nos vamos a encargar del vacío, las achuras, las tiras y la provoleta. Y ya que estamos aprovecho para contarte algo que hace rato vengo con ganas de decirte. ¿Vos te acordás cuando volvimos a Buenos Aires? Seguro que no, todavía eras muy chico, Pierito.
Dale, ya sé que me pediste que te diga “Piero”, no te me calentés. Es que me cuesta acostumbrarme. Bueno, volvimos a Buenos Aires en el verano del noventa. En enero, creo que fue. Bah, tal vez, febrero. Hace prácticamente doce años, casi redondos, ¿no? La verdad que dije “basta” una noche cuando volví de la usina, la fábrica brasilera aquella donde me comía como sesenta horas a la semana. Esa noche le dejé bien claro a tu mamá que nos teníamos que ir. Que en el interior de Brasil ya no íbamos a tener ningún futuro. Yo allá no tenía ninguna perspectiva de crecer. Ella iba a extrañar a tus abuelos, seguro, pero era una época nueva, ¿sabés? Sacamos algunos cruzeiros con la venta del fusquinha paulista y el departamentito
aquel de la Rua Sete de Setembro. Ya no sé si fue con Pluna, Varig o Vasp, pero lo que sí tengo bien presente es que fue un vuelo con pocas turbulencias. Unos días después del Carnaval volvimos para casa.
Sí, tenés razón, “volvimos” es un decir. En todo caso, los que volvimos fuimos tu mamá y yo. Vos habías nacido acá, pero a esa altura en realidad eras un nene brasilero. Tendrías unos seis meses más o menos cuando nos mudamos a São Paulo. Para cuando volvimos en el noventa, ya andabas casi por los cinco años. Apenas dos o tres frases podías hilar en castellano, nada más. Dentro de todo terminaste agarrándole la mano bastante rápido. Pero a lo que iba:
volvimos porque acá las cosas habían cambiado. Era una época nueva. El Turco había arrancado hacía poco. Todo el mundo decía que el país se iba a encaminar al fin.
No te me hagás el gracioso con lo del fin: si las cosas terminaron mal es por los que vinieron después, este país no sabe defender lo que consigue. Siempre hay alguien que lo jode todo. Pero durante el gobierno del Turco, turbulencias no hubo, payasín. Acá, cuando volvimos a vos te esperaba la primaria; a Chiarita, el jardín. Tu tía nos fue a buscar a Ezeiza. ¿De eso te acordás? Ni bien llegamos, paramos un tiempo en la casa de la Nonna Ottavia, allá en Lomas del Mirador. Éramos como nueve bajo un mismo techo. Tu tía se acababa de divorciar. Todavía no se había mudado con tus primas a Ramos Mejía. Como loca estaba la Nonna con tanta gente. Igual le encantaba
que estuviéramos todos juntos de vuelta. “¡Ah, figghiu meu!”, me decía, “ay, hijo, qué bueno que estés acá de vuelta. ¡Con tu papá vinimos desde tan lejos como para que vos te tuvieras que ir de nuevo, figghiu!”, me decía con ese acento calabrés que le
dura hasta el día de hoy, cincuenta años después de haber llegado a la Argentina.