Tras la derrota del ejército imperial a manos de los aliados que combatieron bajo las órdenes del Duque de Wellington en la batalla de Waterloo, el 22 de junio de 1815 Napoleón Bonaparte decidió abdicar en favor de su hijo al que proclamó como Napoleón II, Emperador de los franceses.
Este nombramiento jamás fue tomado en serio por las potencias extranjeras que de ninguna manera aceptarían a un miembro de la familia de Bonaparte en el poder.
La Casa de Orleans aparecía como una alternativa más segura que los Borbones para hacerse cargo del trono después del período de los Cien Días, ya que aún perduraba el recuerdo de la mala experiencia de la Primera Restauración que no llegó a sostener a la monarquía en el poder durante un año. No obstante, se decidió el retorno de Luis XVIII, rey impopular entre los veteranos bonapartistas y los liberales antimonárquicos.
Una vez que los Borbones estuvieron nuevamente en el trono y con la certeza de que el ex emperador estaba desterrado y prisionero en la isla Santa Elena, los británicos restituyeron a Francia las factorías coloniales en Senegal que habían ocupado durante las guerras napoleónicas.
El 17 de junio de 1816 zarpó de la Isla de Aix con destino al puerto de Saint Louis, en África Occidental, una flotilla encargada de transportar a los funcionarios y militares que recibirían las posesiones coloniales del reino de Francia de manos de los británicos en un acto protocolar.
Las embarcaciones que integraban la flotilla eran la fragata Méduse (a bordo de la cual viajaban alrededor de 400 personas, entre quienes se contaban el nuevo gobernador de Senegal, Julien Schmaltz, junto a su esposa y su hija, personal administrativo, científicos, soldados y tropas coloniales) y el buque de carga Loire, el bergantín Argus y la corbeta Écho.
El mando de la Méduse fue confiado al Vizconde Hugues Duroy de Chaumareys, un noble realista que vivió en Inglaterra durante el Imperio y forjó su carrera en base a ascensos obtenidos en los despachos. Su nombramiento no fue otra cosa que un reconocimiento a su lealtad al régimen monárquico. En cuanto a su experiencia en el mar, hacía unos veinte años que no formaba parte de una tripulación.
El 27 de junio los navíos llegaron a la isla de Madeira y al día siguiente a Tenerife, en donde se consiguieron provisiones para seguir el viaje. A partir de allí el gobernador Schmaltz quiso alcanzar el puerto de Saint-Louis tan rápido como fuera posible. Aún con los reparos puestos por los marineros más experimentados (y que además, en su mayoría bonapartistas, odiaban a su capitán), Chaumareys dio las órdenes para que la Méduse siguiera una dirección que la llevaría en línea recta hacia Senegal sin tener en cuenta que los mapas náuticos indicaban la presencia de arrecifes y bancos de arena en medio del trayecto.
La corbeta Écho siguió a la fragata durante un tramo del recorrido y sus tripulantes le hicieron señales para advertirle del peligro, pero ante la falta de respuesta la Écho se alejó de la fragata y retomó su derrota original. Pronto la fragata quedó completamente aislada.
El 2 de julio a las 3 de la tarde, tras haberse desviado unos 160 kilómetros de la travesía por una serie de decisiones desafortunadas (entre otras cosas ignorar las advertencias de los marinos experimentados y conocedores de la zona o confundir una nube oscura con Cabo Blanco), sucedió lo inevitable: la Méduse dio un golpe de talón, navegó un pequeño tramo, luego dio un segundo golpe y finalmente un tercero. Entonces se detuvo. Había encallado en el Banco de Arguin a unos 60 kilómetros de la costa de Mauritania. El accidente se produjo con marea alta, de modo que los intentos de reflotar la fragata resultaron estériles.
Con el objeto de aligerar la nave, la tripulación construyó una balsa de veinte metros por siete con tablones y maderas obtenidas de los mástiles a la que llamaron “La Machine”, destinada a recibir los objetos de mayor peso. Sin embargo, el capitán se negó a retirar los 14 cañones de cubierta.
Tras haber pasado a la balsa los víveres y provisiones la Méduse logró subir algo más de treinta centímetros, aunque no eran suficientes. Cuando parecía que volvía a flotar, el viento y las olas la empujaban contra el banco de arena una y otra vez hasta que ya no hubo margen para intentar el rescate.
El 5 de julio se desencadenó una tormenta de viento que hizo entrar en pánico a la tripulación y llevó al capitán a temer por la integridad del barco. Por tal motivo, decidió una rápida evacuación.
A bordo todo era confusión y desconcierto y, para peor, varios de los marinos y soldados estaban ebrios constantemente -incluso el Chaumareys solía estarlo-. Los oficiales trataban de llevar calma a la tripulación y mantener el control aunque el capitán y muchos de los pasajeros civiles no colaboraban.
Desde el momento en que la fragata había encallado, circulaba en forma secreta una lista con los nombres de los que tendrían la fortuna de subir a los botes salvavidas, insuficientes para todos los pasajeros. El capitán y el gobernador se anotaron entre los privilegiados.
Al principio se había pensado en la posibilidad de llevar a un grupo de pasajeros hasta la costa a bordo de los seis botes y volver a buscar al resto de los náufragos, pero ante las inclemencias del tiempo se decidió que las 250 personas elegidas por el capitán ocuparan los botes y los 150 restantes subieran a la balsa que se había construido, “La Machine”, única posibilidad de abandonar el barco.
El nuevo plan era atar los botes a la balsa con cabos recuperados de la fragata y remolcarla hasta llegar a la costa. En tanto, diecisiete hombres decidieron permanecer en La Méduse a la espera de ser rescatados más tarde, pero sólo tres de ellos fueron encontrados con vida el 4 de septiembre siguiente por un buque británico.
Comenzó la evacuación.
“La Machine” llevaba a bordo a unas 150 personas, la mayoría de ellas soldados, casi todos de pie para aprovechar al máximo el poco espacio del que disponían. El oleaje hacía que la balsa se balanceara sin cesar, lo que convertía los extremos en la parte más insegura para mantenerse a flote. Las maderas endebles se sumergían y volvían a emerger una y otra vez en un constante vaivén.
Al cabo de pocas horas los tripulantes de los botes entendieron que el plan original era impracticable. La balsa no sólo se convirtió en un lastre que les impedía avanzar, sino que además amenazaba con hacer zozobrar a las pequeñas embarcaciones ante cada tirón que daban las cuerdas. Por otra parte, la situación sobre la balsa era insostenible y en los botes temían ser abordados por aquellos que luchaban por sobrevivir. La promesa inicial de "salvarnos todos o morir juntos" fue rápidamente olvidada y el capitán de Chaumareys decidió soltar las cuerdas y abandonar a los tripulantes de la balsa a su suerte.
Los náufragos que se hacinaban sobre la balsa vieron a los botes alejarse poco a poco hasta que se perdieron en la línea del horizonte. La perplejidad inicial dio lugar a la desesperación y la furia.
A partir de allí todo fue caos. El primer día las olas se llevaron a diez hombres y la poca reserva de agua dulce que tenían a bordo. También ese día se agotó la escasa provisión de galletas de modo que desde entonces la tripulación sólo contó con algunos barriles de vino.
Esa misma noche se produjeron los primeros motines, suicidios y asesinatos. Prácticamente sin espacio comenzaron las peleas entre soldados, marinos, oficiales y pasajeros. Muchos murieron en su lucha por llegar al centro de la balsa. Otros, asesinados por intentar dominar la provisión de vino.
A la desesperación por el hambre se sumaba la imposibilidad de protegerse del sol del verano al sur del trópico de Cáncer y las laceraciones producidas en los pies por el contacto constante con el agua salada. Todo ello contribuía a la pérdida de la razón y el abandono de todo tipo de convenciones que se transformaron rápidamente en un sálvese quien pueda.
Con el correr de las horas y movidos por el hambre muchos comenzaron a roer las sogas de la balsa, sus cinturones de cuero, sus sombreros y las vainas de las armas hasta que ya no quedaba nada. Entre el tercer y cuarto día algunos decidieron comer la carne de los muertos -que cortaban en trozos y dejaban secar al sol- y beber orina. Hubo quienes se negaron a alimentarse de los cadáveres pero finalmente cedieron a la necesidad.
Aquellos que estaban heridos o muy débiles eran arrojados al mar y al cabo de una semana no quedaban más de treinta sobrevivientes.
En tanto, los botes corrieron distinta suerte. Algunos llegaron a la costa y debieron caminar por el desierto durante días, con sed y al acecho de la hostilidad de los beduinos, hasta ser hallados por una caravana. Varios perdieron la vida.
Otros -entre los que se encontraban el comandante de Chaumareys y el gobernador Schmaltz- alcanzaron el puerto de Saint-Louis en cuatro días, donde se unieron a las embarcaciones Écho y Argus.
El comandante de Chaumareys envió al Argus hasta el lugar del naufragio aunque no con la idea de rescatar a los tripulantes de la balsa -a los que ya daba por muertos- sino para recuperar tres barriles que contenían monedas de oro y plata y los cañones que estaban en la cubierta.
Después de 13 días a la deriva, en la mañana del 17 de julio los 15 sobrevivientes de “La Machine” divisaron a lo lejos los mástiles de un buque. Era el Argus. A la esperanza inicial la sucedió el miedo de no ser vistos, de manera que hicieron todo lo posible para llamar la atención. Apilaron barriles e hicieron flamear trapos de diferentes colores hasta que fueron rescatados. En el viaje a Saint-Louis cinco de los náufragos perdieron la vida.
La balsa de la Medusa
Théodore Géricault era un pintor que había presentado obras en las ediciones del Salón de París en 1812 y 1814 donde se veían oficiales del ejército de Napoleón en diferentes actitudes -un oficial de cazadores a la carga en el primero, un coracero herido que escapaba de la línea de fuego y otra con un coracero en tierra en el segundo- y en los que se notaba un virtuosismo en la representación de figuras ecuestres.
A causa del cuadro de 1812 recibió, con tan sólo 21 años, la medalla de oro del Salón, aunque luego no pudo obtener la beca de estudios en el Premio de Italia. No obstante, decidió viajar por su cuenta hasta la península.
A su regreso a París descubrió una publicación de dos sobrevivientes del naufragio de la Méduse. Los horrores que se vivieron sobre la balsa habían tomado dominio público y ocupaban grandes espacios en los medios de prensa.
Con la intención de provocar un golpe de efecto que pudiera relanzar su carrera y crearle una reputación decidió realizar una obra sobre el naufragio para lo cual emprendió una serie de investigaciones que lo ayudaran a profundizar su conocimiento sobre el tema.
Entró en contacto con dos de los sobrevivientes de la balsa, Alexandre Corréard, ingeniero geógrafo, y Henri Savigny, médico cirujano de a bordo, autores de la publicación que había llegado a manos del pintor.
Junto a ellos y un tercer sobreviviente, el carpintero Lavillette, construyó un modelo a escala de la balsa. Los ex tripulantes y algunos de sus amigos posaron como modelos para el cuadro que finalmente presentó en el Salón de 1819. Por otra parte, alquiló un estudio para poder trabajar en un lienzo de más de siete metros de ancho por casi cinco de alto.
Para los estudios previos decidió visitar la morgue de un hospital donde tuvo la oportunidad de observar el color de la carne de los muertos, la rigidez cadavérica y los miembros humanos en descomposición.
Finalmente eligió el momento que deseaba representar. Optó por dejar de lado las escenas de canibalismo y las de los motines contra los oficiales para concentrarse en la mañana en que los sobrevivientes fueron rescatados.
La escena del cuadro es un grupo de náufragos que se amontonan sobre una balsa endeble, desesperados y perdidos entre la ilusión y el temor que hacen señas para ser advertidos, aferrados a la última esperanza: un punto lejano en el horizonte que significa la salvación.
Cuando el Salón oficial de 1819 abrió sus puertas, el escándalo político estaba aún en la memoria de los franceses. La monarquía había tratado de encubrir los hechos pero durante meses la prensa opositora había hablado del tema y responsabilizado a Luis XVIII por poner la vida de marineros y soldados en manos de un capitán inexperto al que se había dado el mando de una fragata sólo por favoritismo (en realidad la decisión había recaído en el ministerio de la Marina, pero la opinión pública señalaba al rey como culpable). En tanto, los realistas cuestionaban la manera en que los rescatados habían sobrevivido.
Según las leyes que imperaban entonces el capitán de Chaumaerys merecía la pena de muerte pero apenas fue condenado a tres años de prisión y a “ser tachado de la lista de oficiales de la marina y no volver a prestar servicio”.
Para evitar la censura, Gericault presentó su cuadro con el título “Escena de un naufragio” y sin hacer referencia a la Méduse, aunque desde el primer momento todos entendieron de qué naufragio se trataba. La pintura provocó una polémica, ya que la mayoría de los artistas que se presentaban en el Salón homenajeaban en sus obras al régimen, a los reyes de antaño o a los santos.
Aquellos adeptos al régimen de los Borbones criticaron el tema y hasta la factura de la pintura que no se ajustaba a la realidad (hombres musculosos con pieles pálidas, peinados y afeitados aún con trece días de mala alimentación y bajo los rayos del sol). Se lo acusó de haber calumniado a todo el ministerio de la marina. Causaba indignación, también, que el héroe del cuadro fuera un hombre negro.
Los críticos de la monarquía, en cambio, encontraron ese rasgo como una crítica a la tolerancia del régimen hacia la trata de esclavos. Además veían en la obra la corrupción del régimen y sostenían que la tripulación de esa balsa no era ni más ni menos que la sociedad toda de Francia, enloquecida, incivilizada, violenta y decadente, en búsqueda de un auxilio que llegaría, si es que esto sucedía, cuando apenas quedaran unos pocos que habrían sobrevivido tras haber lanzado a la mayoría por la borda.
Es decir que, tal como sucede en la actualidad en ciertos ámbitos, el cuadro no fue juzgado de acuerdo a los criterios artísticos sino por su contenido político. Sin embargo, es probable que Géricault no quisiera provocar un escándalo sino simplemente forjar una reputación y hacerse famoso.
Desde entonces, se ha convertido en un lugar común relacionar desde la prensa a las crisis morales, sociales e institucionales de distintos países con la balsa de la Méduse.
Theodóre Gericault falleció cinco años después de aquel Salón a los 32 años tras una larga agonía provocada por, se dice, la caída de un caballo. Probablemente la verdadera razón haya sido una enfermedad venérea. Dejaba atrás un escándalo familiar: había tenido un romance con una tía (esposa de uno de sus tíos) apenas seis años mayor que él. De esa relación había nacido un hijo ilegítimo, reconocido por el padre de Théodore tras la muerte del artista.
Quizás sin saberlo, al elegir un episodio trágico y reciente para su cuadro, en donde la energía, la esperanza, el horror, la vida y la muerte son protagonistas, el artista se convertía en uno de los primeros exponentes del Romanticismo francés. Su influencia llegaría hasta algunos pintores impresionistas.
El 4 de diciembre de 1980, el equipo del Grupo para la búsqueda, identificación y exploración del naufragio de la Méduse encontró los restos metálicos de la fragata a cinco metros bajo la superficie del agua. Se recuperaron diversos objetos que ayudaron a identificar los vestigios.
La pintura La balsa de la Medusa (Le Radeau de La Méduse) forma parte de la colección del Museo del Louvre.