El "Acuerdo del siglo" revelado hoy en Washington no es un acuerdo de paz entre Israel y los palestinos. Es una declaración por parte de EE.UU. de que la Guerra de los Seis Días ha terminado e Israel ha ganado.
El liderazgo palestino en Cisjordania rechaza con furia este veredicto. Argumentan que casi todo el mundo se opone a los términos que reconocen la soberanía de Israel sobre todos los asentamientos en Cisjordania, el Valle del Jordán y las partes importantes de Jerusalén Este. Eso es cierto. Sin embargo, no ayudará mucho a los palestinos. Sus amigos en el extranjero simpatizarán. Algunos pueden amenazar con sanciones. Sin embargo, la "comunidad internacional" y la casi difunta Liga Árabe no podrán hacer nada para cambiar el acuerdo entre EE.UU. e Israel. Sorprendentemente, algunos estados árabes suníes de hecho parecen dispuestos a al menos considerarlo. Por lo menos tres embajadores árabes terminaron con un boicot de varias décadas y asistieron a la ceremonia.
El acuerdo contempla una entidad palestina desmilitarizada en la mayor parte de Cisjordania, un estado que surgiría gradualmente en el transcurso de cuatro años, dependiendo de un final al terrorismo y una voluntad de reconocer a Israel como el Estado Judío. Bibi Netanyahu ha estado vendiendo esta fórmula del "subestado" durante cuatro años sin ningún resultado. Hoy, en Washington, Donald Trump firmó el contrato.
El líder de la oposición israelí, Benny Gantz, también lo ha aceptado. No tiene alternativa: la corriente más fuerte de su partido de centro-izquierda apoya el acuerdo. Antes, los palestinos podían contar con la solidaridad de los fuertes defensores de la línea suave de Israel, pero la Intifada de principios de la década de 2000 los redujo a un pequeño rebaño de idealistas chillones.
La Autoridad Palestina en Ramala estaría planeando manifestaciones masivas, pero la evaluación de los organismos de inteligencia de Israel es que su presidente, Mahmud Abbas, no quiere un levantamiento armado. En cualquier caso, parece haber poco apoyo para una lucha en las calles entre la corriente dominante. Muchos habitantes de Cisjordania tienen trabajos o conexiones comerciales en Israel que desaparecerían rápidamente en un escenario de levantamiento armado.
De todos modos, el nuevo acuerdo no cambiará la vida de la mayoría de los palestinos. Los asentamientos israelíes ya existen (y muchos en Cisjordania trabajan en ellos). Muy pocos palestinos viven en el Valle del Jordán, que desde hace mucho se convirtió en la frontera oriental de facto de Israel. La mezquita de Al-Aqsa en Jerusalén probablemente permanecerá bajo custodia del rey hachemita de Jordania y será administrada por el fideicomiso religioso Waqf.
El acuerdo incluso podría ser bueno para aquellos palestinos que ponen la calidad de vida por encima de la ideología nacional. Trump les está ofreciendo premios de consolación en forma de US$50.000 millones y otras formas de ayuda e inversiones extranjeras. También se puede contar con que Israel abra más sus puertas a quienes buscan trabajo y a proyectos económicos y de infraestructura conjuntos.
El presidente Abbas se siente insultado por la idea de que la causa palestina está en venta. Su mensaje es "¡nunca venderemos Palestina!". Pero Abbas está viejo y enfermo. Sus potenciales sucesores ya están levantando milicias subterráneas a la espera del día en que ya no esté en el poder. Han vivido su edad adulta bajo el dominio israelí. La mayoría habla hebreo perfectamente a causa de sus estadías en prisión. De ningún modo son sionistas, pero son hombres prácticos (ninguna mujer compite por el poder) que entienden que el sueño revolucionario de Arafat y Abbas no es posible. No habrá retorno masivo de los refugiados de cuarta generación, ni ejército palestino, ni pactos militares con fuerzas árabes de ideas similares al otro lado de la frontera. Mejor un pequeño estado que ninguno.
Algunos de los funcionarios palestinos de vieja guardia en Ramala se aferran a la esperanza de que este es un mal sueño del que despertarán, tal vez para encontrar a Barack Obama de vuelta en la Casa Blanca. Esta semana, Daniel Shapiro, el exembajador de EE.UU. en Israel, los motivó con la publicación de un artículo en el que predice que el próximo presidente demócrata, ya sea en 2021 o 2025, cancelará unilateralmente las políticas de Trump y devolverá el conflicto a los viejos y buenos tiempos del jaleo sin fin.
No creo que los palestinos —o los amigos israelíes del embajador Shapiro, a quienes iba dirigido el artículo— deban contar con eso. Ni siquiera Obama, en su mejor momento, tuvo el músculo para forzar a Israel a aceptar una entidad palestina armada, la evacuación de los asentamientos y el retiro de sus fronteras que considera imposibles de defender.
Es muy difícil imaginar que un nuevo presidente demócrata abra una batalla brutal, en un esfuerzo por retroceder el tiempo y salirse de un acuerdo oficial. Israel goza de mucho apoyo en EE.UU. para ese tipo de matoneo. Cierto, las políticas de Bibi son impopulares entre los sionistas liberales, pero este no es un acuerdo de Likud. Tiene el respaldo de los partidos políticos israelíes que representan a aproximadamente el 90% del electorado judío.
No obstante, nadie está colgando sus banderas. Cincuenta y tres años después de la Guerra de los Seis Días, Washington ha adquirido un aire de "demasiado bueno para ser cierto". Se necesitará que los israelíes confíen en su victoria, así como se necesitará tiempo para que los palestinos entiendan que lo que se les está ofreciendo no es del todo una derrota.