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Pandemia de coronavirus

Análisis de Bloomberg: "Covid-19 abruma a los populistas de América Latina"

Del conjunto de morbilidades que la pandemia ha dejado al descubierto en las democracias latinoamericanas, el populismo y la polarización figuran entre las más mortales, me comentó Javier Corrales, politólogo de Amherst College.

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bolsonaro militares | Cedoc Perfil

Abundan ejemplos para ilustrar que el liderazgo censurable ha empeorado la difícil situación de América Latina durante la pandemia de coronavirus. Tras burlar constantemente las salvaguardas de la salud pública, el presidente populista de derecha Jair Bolsonaro y su equivalente mexicano de izquierda, Andrés Manuel López Obrador, convirtieron a sus países en campos de exterminio de covid-19, acumulando entre ellos una quinta parte de las muertes mundiales reportadas.

El autócrata nicaragüense Daniel Ortega se ausentó sin permiso, y no se presentó en público durante más de un mes a medida que aumentaban las infecciones. Y ni hablar del autócrata venezolano Nicolás Maduro, quien usó la cuarentena para sofocar la disidencia en lugar de abarcar el debilitado sistema de salud del país clasificado en el puesto 176 de 195 naciones por la Iniciativa Global de Seguridad Sanitaria.

Del conjunto de morbilidades que la pandemia ha dejado al descubierto en las democracias latinoamericanas, el populismo y la polarización figuran entre las más mortales, me comentó Javier Corrales, politólogo de Amherst College. Lo que es más difícil de explicar es la debacle en otras partes de las Américas, donde líderes más moderados se han comprometido a prestar atención a instituciones democráticas y a directivas mundiales de salud pública.

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Uno de los tropos preferidos entre latinoamericanistas indica que las miserias de la región se deben a políticos que agitan a las masas. Los líderes que actúan de manera exagerada para despertar el ánimo populista, con demasiada frecuencia tienden a menospreciar el consenso, pisotear los controles y equilibrios institucionales y convertir en enemigos a adversarios al tiempo que prometen la liberación pese a estar sentados sobre arcas vacías.

El argumento sostiene que al deshacerse de ‘voceadores en balcones’, el progreso fluirá. Sin embargo, la ola de agitación pública y protestas del año pasado fue una clara advertencia de que incluso las naciones con mejor desempeño, sin mirar más allá de Chile, dirigidas por “racionalistas” reformistas —en palabras de Corrales— son víctimas de disfunción y desigualdades históricas. El coronavirus solo se ha sumado a esa deuda social.

Empecemos por Colombia y Perú, cuyos Gobiernos actuaron de manera temprana y rápida para implementar un distanciamiento social estricto y donde siguieron el asesoramiento médico de expertos y brindaron asistencia sólida a los más vulnerables a los cierres económicos. Tras lograr inicialmente aplanar la curva epidemiológica, ambos países han sido aplastados. A pesar de la audaz agenda de reformas del presidente Martín Vizcarra, Perú tiene casi tantos casos activos como México, con una cuarta parte de su población. De hecho, hasta el jueves había enterrado a más de 21.500 víctimas, en comparación con las 54.666 de México. Colombia, por su parte, registra 43,1 muertes por cada millón de personas, la tasa de mortalidad más alta del mundo.

Junto con la salud pública, las esperanzas de ambos Gobiernos de que una respuesta rápida al brote se convertiría en indulgencia popular y hasta capital político absoluto, implosionaron rápidamente. En cambio, una fuerte caída en los nuevos casos llevó a las autoridades a flexibilizar la cuarentena a principios de julio, lo que rápidamente hizo que la tasa de infección se disparara nuevamente. Ahora Vizcarra se enfrenta a un mayor escrutinio público, una epidemia renovada y una de las peores contracciones económicas registradas.

Sucede casi lo mismo en Colombia, donde libra la lucha Iván Duque, un tecnócrata desapasionado que se fogueó en el Banco Interamericano de Desarrollo. Un aumento en el número de casos, el cuarto más alto de América Latina, obligó a las autoridades a restablecer cuarentenas en las principales ciudades del país, Bogotá y Medellín. Los problemas de Duque se agravan con la situación de cientos de miles de migrantes venezolanos que huyeron de la economía colapsada en su país y se han quedado sin trabajo en Colombia debido a la cuarentena. Ahora debe manejar una crisis de refugiados además de un contagio acelerado en una economía cuya contracción se pronostica en 7,8% este año.

Lo que une a todos estos países es un legado de discapacidades, desde irrisorios respaldos de bienestar social hasta una vasta economía informal, donde cerca de la mitad de la población laboral de América Latina trabaja sin beneficios, compensación por desempleo o redes de seguridad. Para uno de cada cinco latinoamericanos que viven en barrios marginales densamente poblados, como los que rodean Buenos Aires, refugiarse en casa también significa compresión social, lo que expone a millones de pobres en barrios sin espacio y aire donde florece la infección.

Si bien la mayoría de las naciones han logrado llegar a los hogares más pobres con transferencias de efectivo específicas, millones más en la economía gris han pasado desapercibidos. Tomemos en cuenta que seis de cada 10 peruanos no tienen cuenta bancaria. Esa demografía invisible es una razón importante por la cual, a medida que la región aumentó el gasto y la deuda para compensar el brote, incluso esos desembolsos extraordinarios se han quedado cortos y es poco lo que han logrado para corregir desigualdades históricas.

Aunque prácticamente todos los países tienen atención médica universal, la cobertura es, en el mejor de los casos, irregular. La mayoría de los países de América Latina y el Caribe no alcanzaron el punto de referencia de la Organización Panamericana de la Salud de invertir 6% del producto interno bruto en salud mucho antes de que el virus comenzara a propagarse.

Simplemente invertir dinero en el sistema no ayudará. En 2017, México gastó 10% de su presupuesto de salud en la burocracia sanitaria, más que cualquier otro país de la OCDE. A pesar de esta generosidad, el coronavirus ha abrumado los hospitales de México. Aumentar el gasto “sin abordar los desafíos de la ineficiencia y el bajo rendimiento sería una omisión fundamental de las autoridades locales competentes y los decisores”, informó London School of Economics el año pasado.

La corrupción desangra el gasto en salud, y también lo ofusca un Gobierno opaco. En lugar de abrir sus libros para registrar las entradas de ayuda internacional para combatir la pandemia, El Salvador neutralizó su Secretaría de Transparencia y Anticorrupción y clausuró la Unidad Anticorrupción del Ministerio de Hacienda.

Una excepción al sombrío panorama latinoamericano es Uruguay, que frenó la propagación de la enfermedad sin cuarentena, y ahora se está preparando para una reapertura económica incluso cuando sus vecinos altamente afectados siguen en desequilibrio. Pero la buena fortuna de Uruguay —baja densidad urbana, atención médica casi universal, caída de la pobreza y una cultura de sobriedad fiscal sin la carga de reparos partidistas— resulta mayormente de sus propias acciones. Gracias a décadas de reforma y consenso social, la nación de 3,5 millones de habitantes es el caso atípico del hemisferio.

Sin duda, políticas tóxicas han expuesto a los latinoamericanos a mayor riesgo durante la pandemia, incluso al punto de despilfarrar bienes públicos vitales. Basta con observar lo que sucede en Brasil, donde 286.000 trabajadores comunitarios de salud capacitados para contener el contagio han sido repetidamente atacados y cuestionados por las directivas contradictorias del Gobierno de Bolsonaro sobre los protocolos de salud.

Sin embargo, en países donde las condiciones subyacentes y un modelo de “dejar para mañana” las reformas impiden que los países deficientes atiendan a los enfermos, brinden asistencia de emergencia y den un respiro a las empresas en quiebra, incluso los racionalistas más comprometidos tropezarán.