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Análisis de Bloomberg | No es tan loca idea de comprar Groenlandia

Un exprimer ministro danés llamó a la idea informada del presidente de Estados Unidos una broma de día de los inocentes fuera de temporada.

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| Pixabay

El exprimer ministro danés Lars Lokke Rasmussen llamó a la idea informada del presidente de Estados Unidos, Donald Trump, de comprar Groenlandia, un territorio danés autogobernado, una broma de día de los inocentes fuera de temporada. La idea de Trump puede ser alocada (e imposible), pero eso no quiere decir que no pueda ser beneficioso pensar en revivir el mercado de los territorios soberanos que alguna vez hizo grande a Estados Unidos.

Además de comprarle Louisiana a Francia, Florida a España, Alaska a Rusia y mucho del sudoeste a México, EE.UU. estuvo a punto de comprar Groenlandia e Islandia en la década de 1860. La idea era rodear a Canadá de territorio estadounidense y así persuadirlo de unirse a EE.UU.

No obstante, el momento para cortejar a Canadá pasó rápidamente y EE.UU. reconoció la soberanía de Dinamarca sobre Groenlandia en 1917 luego de comprarle las Islas Vírgenes, entonces una colonia danesa. Pero pronto la isla más grande del mundo volvió a adquirir importancia estratégica para EE.UU., esta vez como base aérea durante la Segunda Guerra Mundial. La bomba atómica incrementó aun más la importancia de Groenlandia.

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En la era previa a los misiles, era especialmente importante tener una base para los bombarderos cerca a las fronteras de los adversarios, y Groenlandia estaba lo suficientemente cerca de la Unión Soviética para que EE.UU. pudiera atacar toda la Rusia europea desde allí. También era una base ideal para los vuelos de reconocimiento.

EE.UU. intentó comprar Groenlandia nuevamente, pero el gobierno danés hizo oídos sordos a una oferta de 1946, aunque entonces la isla era hogar de apenas 600 daneses. Luego resultó que EE.UU. no necesitaba comprarla. La formación de la Organización del Tratado del Atlántico Norte –de la cual Dinamarca es miembro fundador– y un acuerdo de defensa bilateral de 1951 le permitieron a EE.UU. establecer la presencia militar que necesitaba en Groenlandia.

Ahora, EE.UU. utiliza su base Thule como parte de un sistema de alerta temprana en caso de un ataque nuclear ruso. Pero el valor estratégico de Groenlandia ha vuelto a aumentar. El crecimiento gradual de Rusia en el Ártico, tanto militar como civil, está dejando a EE.UU. atrás; una presencia estadounidense en la región más fuerte que una base aérea en Groenlandia le dificultaría a Rusia asegurarse el control de la Ruta del Mar del Norte y hacer equipo con China para monopolizarla. Además, el calentamiento global y el rápido derretimiento del hielo de Groenlandia facilitan en acceso a los vastos recursos naturales de la isla.

En resumen, EE.UU. tiene mejores razones para codiciar Groenlandia que la vanidad de Trump o todos los campos de golf que podría construir allí a medida que el hielo se derrite.

Si la idea de Trump de comprar Groenlandia parece alocada, es solo porque los acuerdos entre Estados sobre territorios se han vuelto escasos. El pequeño país de Kiribati, amenazado por el aumento en el nivel del océano, compró 2.225 hectáreas en Fiji por US$9 millones en 2014, con la esperanza de que sus 100.000 habitantes puedan trasladarse allí en caso de que sus atolones se vuelvan inhabitables. Otro país, Tuvalú, ha estado considerando planes similares. No obstante, no hay ninguna transferencia de soberanía. Si los habitantes de Kiribati o Tuvalú deben trasladarse, ya no tendrán un Estado propio. Serán habitantes de Fiji.

Sin embargo, es fácil imaginar otras situaciones en las que un mercado institucionalizado de territorios soberanos podría ser beneficioso. En un artículo de 2017, dos profesores de derecho de la Universidad de Duke, Joseph Blocher y Mitu Gulati, discuten lo que se necesitaría para crear dicho mercado y los problemas que resolvería. Su argumento es que nada en el derecho internacional impide actualmente a los Estados ceder o adquirir territorio como consideren conveniente, siempre y cuando la transferencia no sea forzada.

La razón por la que esos acuerdos ya no ocurren es que en el mundo moderno, la soberanía reside en últimas en el pueblo. Comprar y vender personas con los territorios que habitan es una noción obsoleta; pero como argumentan Blocer y Gulati, tener en cuenta los deseos de la población podría cambiar las cosas.

Analicemos el ejemplo de las Malvinas, las islas por las que el Reino Unido se enfrentó a Argentina en la década de 1980. Argentina aún quiere recuperar las islas, pero sus 3.400 habitantes han votado abrumadoramente por conservar la ciudadanía británica. El Reino Unido gasta aproximadamente US$100 millones al año para mantener una presencia militar continua allí. "¿Qué pasaría si Argentina le ofreciera US$1 millón a cada habitante para que aprobaran el cambio?", escriben Blocher y Gulati. A ese precio, tendría sentido incluso para el Reino Unido hacer la oferta.

Su propuesta es cambiar el derecho internacional para que los "Estados matriz" no puedan impedirle a una región separarse, pero tengan derecho a una compensación por la pérdida de territorio. Por supuesto, habría muchas objeciones delicadas a ese plan. El suministro de territorios en venta es limitado, la voluntad del pueblo no siempre es fácil de determinar con certeza y queda la cuestión de cómo poner precio a un lugar. Ucrania, por ejemplo, no estaría dispuesto a ceder Crimea a Rusia por ningún precio, y no sería fácil organizar una votación ciudadana válida allí, como lo demuestra el "referéndum" de 2014 celebrado por Rusia.

Además, puede no ser buena idea permitir que los Estados ricos le compren territorios a los pobres (también tienen la tecnología para persuadir a los habitantes de que voten a favor) y los conviertan en colonias. La solución que proponen Blocher y Gulati, otorgar a los habitantes de los territorios comprados la ciudadanía del Estado comprador, no cambiaría mucho: los puertorriqueños, por ejemplo, son ciudadanos de EE.UU., pero no es que gocen de la calidad de vida estadounidense.

Groenlandia, por supuesto, no será vendido a EE.UU. Por una parte, Dinamarca no tiene motivos para vender. Es un país rico con un superávit presupuestario. Puede pagar sin dificultad el subsidio anual de aproximadamente US$500 millones que le paga a Groenlandia, y se considera el custodio sensible de la isla, no el propietario involuntario de un territorio grande y prácticamente inhabitado.

Por otra parte, los 56.000 habitantes de Groenlandia probablemente no quieren cambiar su lealtad a EE.UU. La Ley de Gobierno Interno de la isla, aprobada por el parlamento danés, le otorga a su gobierno autónomo "derechos fundamentales respecto a los recursos naturales de Groenlandia". Muchos locales esperan que el control de estos recursos eventualmente se convierta en la base para la independencia de Groenlandia y no tienen problema en esperar la oportunidad bajo el benevolente gobierno de Dinamarca.

Es poco probable que cedan su seguridad actual y la perspectiva de independencia a cambio de pasaportes estadounidenses. Alaska, con sus recientes recortes de presupuesto paralizantes, difícilmente es un ejemplo atractivo de otro territorio poco poblado en el norte y separado de EE.UU. continental.

Con el fin de proteger los intereses de EE.UU. en el Ártico, Trump debería trabajar cercana y constructivamente con sus aliados europeos, incluidos Dinamarca y Noruega. Tal cooperación tendría más sentido a nivel económico que una expansión territorial. Trump puede estar equivocado respecto a Groenlandia, pero sin darse cuenta ha planteado la pregunta de las transacciones entre Estados soberanos. Si pueden usarse para evitar la violencia y las tensiones innecesarias, a la vez que se beneficia a los residentes de los territorios en venta, ¿por qué no?