Seguramente es una obviedad decir que el derecho a la vida es el derecho por excelencia, y que de él se derivan todos los demás. Y seguramente es otra obviedad decir que la muerte no es otra cosa que el acto último y definitivo de la vida. El último acto, entonces, en el que se ejerce el derecho a la vida, y al que por lo tanto deben alcanzar también la libertad y la dignidad que deseamos para nuestra vida entera.
Eso pensábamos cuando hace unos cuatro años consensuamos en uno solo varios proyectos sobre la misma temática con el objeto de modificar la Ley 26.529 sobre Derechos del Paciente, para incorporar a ella el derecho a la muerte digna, o sea el derecho del paciente enfermo en situación terminal, estado irreversible o agonía a tomar una decisión autónoma y a recibir cuidados paliativos integrales y un adecuado tratamiento del dolor en el proceso de muerte.
Desde comienzos del siglo XX se ha debatido mucho acerca de las modalidades en que la ciencia médica interviene en torno a ese fenómeno natural que es la muerte. A raíz de los notables progresos de las ciencias aplicadas en la medicina y la biología, se ha desarrollado una cantidad de mecanismos técnicos que permiten prolongar casi indefinidamente, si ello fuera posible, los signos vitales.
Esta situación ha llevado a reflexionar acerca del sentido de aplicar nuevas y modernas técnicas para sostener funciones vitales cuando esos tratamientos no conducen a una cura efectiva. Un dictamen del Comité de Bioética de la Fundación Favaloro, fechado en Buenos Aires en abril 2010, recurre al concepto de “encarnizamiento terapéutico”, es decir “la negación de la muerte como desenlace del proceso vital a través de medidas desproporcionadas, que prolongan la vida de forma artificial, penosa y gravosa”. En el mismo sentido se han pronunciado otros especialistas en bioética al sostener que no se debe hacer daño al paciente con la insistencia en los tratamientos cuando la enfermedad es irreversible.
Pero debe ser el propio paciente el que decida, informado por el médico, hasta dónde avanzar en el tratamiento. La voluntad del paciente tiene que ser respetada. El fallo que expidió la Corte Suprema el martes pasado afirma ese criterio: “A ningún poder del Estado, institución o persona distinta de Marcelo Diez le corresponde decidir si su vida, tal como hoy transcurre, merece ser vivida”.
Nuestra Constitución Nacional, en su artículo 19, exime de la autoridad de los magistrados los actos privados de los hombres que no ofendan a terceros, con lo que garantiza ni más ni menos que la autonomía de la persona. En ese sentido, el fallo de la Corte también ha sido claro: “El legislador no ha exigido que el ejercicio del derecho a aceptar o rechazar las prácticas médicas quede supeditado a una autorización judicial previa y, por tal razón, no debe exigírsela para convalidar las decisiones tomadas por los pacientes…”.
La Ley de Muerte Digna oportunamente, y el fallo de la Corte ahora, han sido triunfos no sólo de los derechos humanos, sino también de la libertad de pensamiento. Esto es así porque ha sido necesario vencer los obstáculos que interponían los prejuicios religiosos acerca de que sólo determinado ser superior puede decidir sobre el momento de la muerte de cualquier ser humano. Nosotros, en cambio, insistimos en que para cada persona la vida es un derecho, no una obligación.
*Diputado Confederación Socialista-FpV.