A mediados de 1998 entrevisté a Oliviero Toscani, el fotógrafo milanés reconocido sobre todo por sus campañas publicitarias diseñadas para la marca de ropa italiana Benetton. Toscani había venido a Buenos Aires a inaugurar una muestra de sus afiches en el Centro Cultural Recoleta que terminó en un escándalo cuando el artista decidió dar una conferencia de prensa y anunciar que una de sus obras había sido censurada, cosa que probablemente era cierto, pero que también podía ser mentira, porque en última instancia de eso se trata hacer publicidad. Pero no es de un lugar común como ese que quiero hablar. En determinado momento le conté que cuando yo vivía en Milán había visto cómo, una tarde, unos operarios montaban un gran cartel en la esquina de mi casa donde podía verse a un niño en el preciso momento de nacer. El asunto es que a la mañana siguiente se había congregado una multitud de vecinos pidiendo, con cánticos, consignas y carteles, que lo bajaran. Lo que le planteaba a Toscani era, entonces, que sus campañas parecían equivocar el destinatario. Yo, un consumidor prototipo, podría decirse, de artículos de Benetton, no me inmutaba ante una imagen así, pero todos esos idiotas que se manifestaban en la calle sí; lo que le preguntaba era si no sentía que todo lo que hacía tenía por destinatario a esos idiotas y si le parecía que semejante cosa valía la pena. No es que mi pregunta lo descolocara mucho, pero la pensó un rato y levemente molesto me preguntó a su vez si yo era capaz de reconocer a los idiotas a simple vista. Le dije que no. “Para eso sirve lo que hago”, me dijo, “mi arte congrega y vuelve reconocible a simple vista a los idiotas. ¿Te parece poco?”
No, no me parecía poco entonces y tampoco me parece poco ahora, pero volví a recordar eso a propósito de algo que escribí anteriormente. Alguien comentó que mis palabras (no importa de qué hablaba, da igual) podían ser malinterpretadas por los idiotas, con nefastos resultados para el bien común. Y me llamó mucho la atención que alguien pretendiera que al escribir uno tuviera en cuenta lo que pudieran llegar a pensar los idiotas. Es una opreación que requiere un esfuerzo inaudito. Pensaba en la cantidad de cosas que hacemos ignorando la existencia de los idiotas: andamos en bicicleta sin cuidarnos de que en cualquier momento y sin mirar un automovilista abra de golpe la puerta de su auto; caminamos por la calle sin pensar que alguien podría dejar caer una maceta sobre nuestra cabeza... etc. Y recordé un cuento de Ermanno Cavazzoni en que en protagonista enloquece porque nunca deja de olvidar el hecho de que el planeta Tierra se desplaza en el espacio exterior a una velocidad de 108.000 km por hora. Para poder funcionar debemos ignorar o hacer de cuenta que ignoramos determinadas cosas: los idiotas, por ejemplo. No sólo los idiotas: también debemos ignorar al lector. Porque tenerlo en cuenta significa entrar en consideraciones tan complejas e inmovilizadoras como pensar que estamos viajando en el espacio a 30 km por segundo. Es probable que alguien pueda vivir, escribir y moverse pensando en eso, pero yo no puedo