A simple vista, el accidente nuclear de Fukushima no cambió en nada la rutina de Lima, el pueblo de la provincia de Buenos Aires que se encuentra a sólo diez kilómetros de las centrales Atucha I y II. En el bar de la estación de servicio que está a la entrada, la televisión no refleja las noticias sobre la peor catástrofe nuclear de la historia después de Chernobyl. En cambio, la pantalla muestra un partido de fútbol que despierta polémica entre los limeños que desayunan en el lugar.
Los vecinos aseguran que se sienten tranquilos y repiten que un accidente como el de Japón no podría ocurrir en la zona. “Por su ubicación, Atucha no puede ser afectada por un terremoto o un tsunami” y “se usa una tecnología diferente a la japonesa”, son las explicaciones que se repiten entre los 15 mil habitantes de Lima, a escasos 100 kilómetros de la Ciudad de Buenos Aires. “Sabemos lo que pasó en Fukushima pero no tenemos miedo. Estamos acostumbrados a vivir acá”, asegura Inés Gómez, una ama de casa limense.
Sin embargo, una segunda mirada acerca de la vida en la localidad atómica de la Argentina (allí funciona Atucha I desde 1974, se inaugurará en breve Atucha II y se planifica una tercera versión) plantea suspicacias. Más allá de la confianza de los limeños en la seguridad del lugar, la realidad muestra que ante un accidente nuclear como el de Japón el pueblo no podría salir ileso. Entre otras cosas, no tiene hospital –el más cercano está en Zárate, a 27 kilómetros– y todavía no hay un camino alternativo a la única ruta asfaltada para entrar y salir del complejo de reactores, a pesar de que la presidenta Cristina Fernández prometió una nueva carretera antes de la apertura de Atucha II, prevista para septiembre.
Riesgos. Por el único camino que cruza el pueblo desde la Ruta 9 hasta la entrada a las centrales pasan todos los días unos 800 ómnibus y combis que trasladan a 5.300 obreros hasta las plantas. La mayoría de los limeños tiene al menos un familiar que trabaja en la operación de una central o en la construcción de la otra. Algunos esperan con ansiedad que se concrete el proyecto de Atucha III para contar con una nueva fuente laboral. Pero otros son más cautelosos. Dicen que el pueblo no puede seguir creciendo sin planificación, ya que en diez años se duplicó su población y denuncian la existencia de asentamientos ilegales al lado de las vías del ferrocarril que une Buenos Aires con Rosario.
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