El objetivo primario del Apolo 11 fue claramente político, y se cumplió con creces. Creo que muchos tendríamos una visión significativamente diferente de los Estados Unidos de no haber ocurrido el alunizaje un día como hoy, hace cincuenta años. Sin embargo, ese efecto trasciende a los actores específicos y al país que con sus recursos y virtudes consiguió la concreción de ese hito de la historia universal y de todos los tiempos. Creo que cada hombre se siente diferente, más pleno, y más orgulloso de pertenecer a la especie que consiguió pisar otro cuerpo celeste, a poco más de una década de haber puesto un objeto fuera de la atmósfera por primera vez.
La visión a cincuenta años de distancia nos permite ver la conmovedora fragilidad de esa misión con la tecnología disponible en ese momento. El objetivo, ambicioso al límite, hizo que, a pesar del esfuerzo innovador y generoso de los cientos de miles de involucrados que aportaron la tecnología revolucionaria para la época, requiriese de las decisiones correctas y el coraje de los actores, principalmente los dos pioneros en pisar la Luna, Neil Armstrong y Buzz Aldrin, pero también los controladores y personal de apoyo de misión en Tierra, en donde la confianza mutua fue el factor aglutinante y que definió la suerte del Apolo 11.
Se debe profundizar en el estudio de los 12 minutos de la maniobra de alunizaje para entender su dramatismo extremo. Ello se debe a la personalidad extraordinaria de Armstrong y su habitual animadversión a destacar su protagonismo y su incomodidad a ser puesto en el centro de la escena. El dramatismo no se detecta en lo que dice, ni en el tono en el que lo expresa, y esto es válido tanto en las grabaciones de las conversaciones de ese momento, como en sus relatos en entrevistas posteriores.
No había forma de reproducir exactamente las condiciones de gravedad lunar (un sexto de la terrestre) y la falta absoluta de atmósfera. Esos últimos 15 mil metros de descenso (lo más cerca de la Luna a lo que había llegado la misión anterior, el Apolo 10), se harían por primera vez. Cada acción del motor, cada respuesta del módulo lunar a los comandos de Neil Armstrong, irían descubriendo cuánto se parecía a la simulación efectuada en Tierra.
Para esos minutos finales, los dos tripulantes del módulo lunar Eagle tenían sus funciones claramente definidas. El comandante de toda la misión Apolo 11 debía concentrarse en el afuera. Mirando por la ventana adecuadamente reticulada con un sistema de cuyo diseño participó el mismo Armstrong, tenía que evaluar la zona de alunizaje y estar atento al lugar específico seleccionado por la computadora. El comandante del módulo lunar, Buzz Aldrin, debía concentrarse en el “adentro”, verificando la lectura de todos los instrumentos y medidores, y requerir manualmente a la computadora los datos que consideraran adecuados. Muchos de esos datos se los transmitía verbalmente a su comandante que solo miraba el suelo lunar.
Lo ensayaron cientos de veces, con las emergencias incluidas. Sin embargo, la aproximación estuvo llena de ansiedades, con problemas en las comunicaciones, discrepancias entre los cálculos de la computadora principal y la de respaldo del Eagle, las ya célebres alarmas 1202 y 1201 que agitaban el fantasma de un aborto de misión, y un error de distancia cuya causa se sigue debatiendo aún hoy.
Todo ello se subsanó con la toma de decisiones en el centro de control de Houston, por parte de los grupos de expertos de cada subsistema, a veces en segundos, y reasignando algunos procesos a ser realizados desde Tierra, para aliviar el esfuerzo de la computadora de vuelo, cuya sobrecarga gatillaba las alarmas mencionadas. A 600 metros de altura, y menos de un minuto para alunizar, todos los problemas parecían superados. Pero los esperaba el desafío mayor.
Neil Armstrong finalmente puede identificar el lugar seleccionado por la computadora de vuelo para alunizar, y ve que hay rocas de varios metros de diámetro que harían que un descenso allí fuera un desastre. Inmediatamente pone el Eagle en posición vertical, y comienza a volar en modo similar a un helicóptero.
Lo más conmovedor de los interminables 148 segundos que siguen es que nadie, salvo él, sabe lo que está pasando. El astronauta Charlie Duke (encargado de interactuar con el Apolo 11 desde Houston) le dice al jefe de misión Gene Kranz: “Algo pasa, mejor nos callamos”, y Kranz accede, dando la orden de que a partir de ese momento solo le deben informar al Eagle los segundos de propelente restantes hasta el Bingo Call (momento luego del cual ya no es posible abortar la misión). Buzz Aldrin, cuya vida estaba en juego tanto como la de su jefe, mantiene un profesionalismo impresionante, limitándose a seguir indicando a Armstrong los datos necesarios (principalmente las velocidades horizontales y verticales), que se hacen más necesarios aún al comenzar a pasar el polvo lunar a alta velocidad por la ventana, confundiendo la percepción relativa al suelo del piloto. La única posible muestra sutil de ansiedad es un “estás clavado en velocidad horizontal” (en vez de reducirse para alunizar de una vez).
Sabemos el final exitoso, y las palabras de Armstrong, sin ningún sesgo de dramatismo: “Houston, aquí Base Tranquilidad... el Eagle ha alunizado”.
Esa muestra de respeto y de confianza hacia “de lejos, el piloto más experimentado de la NASA”, en palabras del propio Michael Collins (tercer integrante del Apolo 11, quien queda orbitando la Luna), en donde ni Aldrin ni Houston se permiten preguntarle lo que estaba pasando, para no perturbar su accionar, es tal vez el ejemplo más acabado del factor humano que fue necesario para complementar los milagros tecnológicos alcanzados para el éxito de la misión.
*Investigador de la Comisión Nacional de Actividades Espaciales (Conae) y decano del Instituto Colomb (Conae-Unsam).