COLUMNISTAS
ensayo

1976: militares y civiles

El jueves se cumplirán 35 años del golpe que derrocó al gobierno de Isabel Perón. Vicente Muleiro ha reconstruido en 1976. El golpe civil (Planeta) el amplio abanico ideológico –desde el nacionalismo clerical antisemita hasta un liberalismo embelesado por las multinacionales– que permitió que poderosos empresarios, sacerdotes, medios y hombres de negocios sumaran su aporte clave a la dictadura militar.

default
default | Cedoc

Había olor a pólvora en el aire, gusto a plomo en la boca, hombros inclinados en el miedo y la resignación, cuando transcurría el mes de marzo de 1976.
Pero en ciertos espacios institucionales, en cuarteles, plazas de armas y oficinas de los uniformados, mandaba el ajetreo. Los ascensores de los comandos del Ejército, la Armada y la Fuerza Aérea exigían a fondo sus poleas. De allí salían oficiales que imponían sus jinetas en conciliábulos, que bajaban órdenes terribles e inapelables mientras se agazapaban para el zarpazo mayor.
El golpe militar que derrocaría al gobierno constitucional de María Estela de Perón estaba cantado. Aunque en los despachos los legisladores del oficialismo peronista enhebraran sin ganas, resignados y por inercia, especulaciones sobre una salida salvadora, las bocas del Congreso expulsaban civiles cargados de paquetes. En el bloque radical tenían tal caracterización de la manu militari que se venía, que decidieron retirar el busto de Hipólito Yrigoyen por temor a que fueran humilladas hasta las estatuas.

El general de caballería Carlos C. Delía, uno de los pocos con perfil aristocrático y ascendencia entre la primera línea de la promoción militar golpista, que había jugado un papel clave para que Jorge Rafael Videla trepara a la comandancia del Ejército en 1975, se reunió con el inminente dictador ya en el umbral del cuartelazo y le dijo:
—Che, si esto se viene, ¿por qué ustedes no cambian ideas con el ámbito civil, por ejemplo con el CEA (Consejo Empresario Argentino), donde hay tipos brillantes? Videla le respondió:
—No. No hay que comprometerse con nadie.
La frase seca, la mirada firme, convencieron a Delía de que la dictadura militar que se avecinaba se cerraría sobre sí como ninguna otra antes: no le regalaría la fachada pública a la mascarada fascista de José Félix Uriburu como en 1930; ni le cedería el poder fáctico al entreguismo de los sectores comerciales y agroexportadores como el fraudulento general Agustín P. Justo; tampoco le abriría paso al nacionalismo contradictorio y variopinto a la manera de los generales Arturo Rawson y Pedro Pablo Ramírez, como en 1943, para que terminara derivando en un indigerible “populismo”; no caería en la falsedad de decir “ni vencedores ni vencidos” como en 1955; no se enfrascaría en una lucha interna entre azules y colorados como en 1962, mientras se escudaba en un civil patético como José María Guido; tampoco ensayaría un Estado corporativo para encubrir a los abogados de los monopolios como en 1966. No.

Esto no les gusta a los autoritarios
El ejercicio del periodismo profesional y crítico es un pilar fundamental de la democracia. Por eso molesta a quienes creen ser los dueños de la verdad.
Hoy más que nunca Suscribite

El golpe, este golpe, sería plenamente militar, ciento por ciento militar, aunque el ecuestre general Delía no acertara a entender muy bien en qué consistiría eso. Pero sería militar, sí, porque Videla, el asceta insobornable, definido por el mismo Delía como el hombre “de la máxima dignidad” para encarar las responsabilidades del Estado, le había dicho: “No. No hay que comprometerse con nadie”.
Tres días después, Delía se decepcionaba.
—Yo nunca hubiera contestado como me contestó Videla.
Porque ahí nomás se arma la podrida y precisamente del CEA sale (José Alfredo) Martínez de Hoz como ministro-superministro. Sale como rey de la Economía.
Martínez de Hoz era el titular del CEA, grupo de la elite empresaria argentina constituido en 1967 para defender el libre mercado pero, a la vez, para presionar y exprimir al Estado con su poder de lobby. Tales empresarios habían sentido amenazada su tasa de ganancia y sus estatus patronales con la apertura política de 1973 y con una sociedad móvil y reclamante, en la que la guerrilla soñaba con asentarse para avanzar con su proyecto.

Pero a esos hombres de negocios les preocupaba más, mucho más, la toma de conciencia de los sectores populares, la militancia fabril, la politización de los sectores medios, el soplo fuerte de los discursos críticos en el ámbito cultural.
Al fin, lo que los complicaba era toda esa marea de movilización y de transformaciones en la dinámica política presente desde la resistencia tras la caída de Juan Domingo Perón en 1955, junto con los cuestionamientos al poder a escala nacional, continental y mundial que desbordaban desde la segunda posguerra. Esos cuestionamientos que mostraban sus dientes en las luchas anticolonialistas o en las rebeliones estudiantiles de los países centrales y periféricos y encontraban aquí sus representantes apasionados y sus formas propias, latinoamericanistas, peronistas, sindical-clasistas, democráticas, marxistas, cristianas. Eso sí hostigaba sus posiciones y eso era lo que había que decapitar masivamente.

A despecho de la prescindencia de los civiles anunciada por Videla, Martínez de Hoz era designado ministro de Economía para desmantelar las –después de todo– módicas cuotas de modernización nacional. Lo que se aproximaba era el rediseño regresivo del país en su conjunto con un anclaje fundamental en la economía. Así definió el nuevo encuadre el investigador Eduardo Basualdo: “La estrategia dictatorial tuvo el propósito de interrumpir la expansión industrial para disolver las bases de la alianza vigente entre la clase trabajadora y la burguesía nacional y, al mismo tiempo, restablecer las relaciones de dominación en función de los intereses de los sectores dominantes que constituían su sustento económico y social”.

¿Estábamos entonces ante el golpe más militar de la cadena de golpes militares del siglo XX argentino? Una primera lectura arroja una respuesta afirmativa: en cuanto a la ocupación de los estamentos del Estado por parte de la grey uniformada, sí. En cuanto a la masiva presencia territorial por una ferretería de corceles y de aceros, también. Si se extiende la mirada sobre la militarización de la vida pública, no caben dudas. Si se analiza el lenguaje cuartelero que atravesó la vida social a través de los medios de difusión, no hay más que hablar.
Pero, sobre todo si se repasa la represión, es posible reiterar el sí y firmar al pie. El ejército diurno copando todas las paradas de la vida civil y el nocturno serpenteando entre chupaderos para despellejar, torturar, matar, quemar, arrojar cadáveres en los vuelos de la muerte, apropiarse de niños y poner en movimiento la más eficaz y perversa máquina desaparecedora presentan a las Fuerzas Armadas y de seguridad como un bloque monolítico y juramentado como jamás se había visto en la Argentina, aunque ya hubieran transcurrido las tres cuartas partes del siglo bajo una omnipresente custodia cuartelera, expresada de diferentes formas y precedida por cinco golpes de mano que las habían llevado al manejo directo del Estado.

Pero los golpes en la Argentina, desde 1930, o antes, desde diciembre de 1810, cuando un movimiento conservador decapitó al jacobinismo en el primer gobierno patrio, concluían siempre deshilachados y finalmente vencidos por las pujas internas. Había una experiencia muy cercana: la grandilocuente Revolución Argentina, encabezada por el general Juan Carlos Onganía en 1966, se había derrumbado entre las pujas de nacionalistas y liberales a partir de disensos que no le permitieron enfrentar con eficacia la extendida rebelión social.

Era siempre la misma revulsión colorida: los verdes del Ejército; los blancos y azules de la Marina; los indefinidos griscelestes de la Fuerza Aérea. Todos pispeándose de reojo. Y hacia adentro de cada fuerza –sobre todo en el Ejército–, la altivez de la caballería versus la presunta rusticidad de los infantes.
No sería así esta vez.
No sería así el Proceso de Reorganización Nacional. El Equipo Compatibilizador Interfuerzas se había formado en diciembre de 1975, con el golpe ya decidido y fechado, precisamente para desdibujar esas tensiones de otrora.
El poder se repartiría en el 33 por ciento para cada fuerza. Por encima del mismísimo presidente de facto (Jorge Rafael Videla), mandaría una Junta Militar aunque Videla retendría la jefatura del Ejército, Emilio Eduardo Massera encabezaría la Armada y Orlando Ramón Agosti la Fuerza Aérea. Esa organización tripartita sería el órgano supremo del Estado. El 33 por ciento para cada fuerza bajó y serpenteó por todos los ministerios, secretarías y subsecretarías. El jefe de los marinos, Massera, el que menos podía disimular en público y en privado su regusto por el poder cercano, fue el principal diseñador del revoleo tripartito de cargos. No importaba que en 1976 el Ejército tuviera 80 mil hombres, la Armada 30 mil y la Fuerza Aérea 18 mil. La repartición en tercios era una ley para evitar que el peso de un caudillo omnipresente y su posterior debilitamiento arruinaran el proyecto de poder. También para algo más decisivo: que nadie se quedara afuera de un pacto de silencio criminal. Que todos y cada uno, en su medida, limpiaran y ocultaran esas manchas de sangre que marcarían a los establecimientos militares y las cuevas del terror que quedarían bajo su control operativo.

Esa parcelación del poder sería luego acremente objetada: ¿cómo el Ejército permitía dejarse llevar de las narices por un jefe marinero ambicioso a quien, estaba claro, no le hacía falta comer espinaca para arrancarles concesiones a los Brutus de verde? Pero la tripartición del poder fue un hecho ofrecido al altar de esas verdades celestiales que Videla repicaba: la sacrosanta “unidad de las Fuerzas Armadas”. Cuando la trifásica presencia debió compartir espacios en un mismo ámbito saltaron aún las señas jocosas del error: los muchachos se pelearon hasta por las gomas de borrar y las cajitas de clips, prolegómeno de peleas por otras cajas más abultadas.

Pero puestos en marcha los motores del golpismo, la mentada unidad de las tres fuerzas se estampó con un lacre de sangre coagulada. El embajador norteamericano en el país, Robert Hill, se exaltaba en un memorándum interno con destino a su Departamento de Estado: “La posición de los Estados Unidos: éste debe ser el golpe más civilizado y mejor planeado de la historia argentina”.

*Periodista.