COLUMNISTAS
NUNCA MAS

1984

<p>El título de la nota remite a una novela del escritor británico George Orwell gracias a la cual todos sabemos lo que es un Gran Hermano staliniano que comanda un régimen de delación colectiva e igualdad absoluta. Pero también 1984 fue un año que inicia en nuestro país un proceso democrático que levantó la consigna de un “nunca más” que fue mutilado en su significación.</p>

|

El título de la nota remite a una novela del escritor británico George Orwell gracias a la cual todos sabemos lo que es un Gran Hermano staliniano que comanda un régimen de delación colectiva e igualdad absoluta. Pero también 1984 fue un año que inicia en nuestro país un proceso democrático que levantó la consigna de un “nunca más” que fue mutilado en su significación.
Este nunca más no sólo se refería a los crímenes del Estado argentino en el período 1976-1983, sino a una historia que era necesario volver a pensar con el fin de fijar prioridades políticas para iniciar una nueva etapa. La historia que debía terminar era la de los fraudes electorales, la de las proscripciones de movimientos políticos, los golpes de Estado, el de la persecución de las minorías, el hostigamiento de la oposición, la corrupción sistémica del personal político que ocupa las funciones de gobierno, la de la violación repetida de la Constitución nacional y de sus sistema de leyes.
Es decir, se podía pensar que el pozo al que llegó la sociedad argentina en sus divisiones internas, la sangre derramada, el salvajismo de la represión, la amoralidad del espíritu revolucionario y la larga lista de asesinados, había sido un trauma lo suficientemente grave para hacer reflexionar acerca del nunca más.
Han pasado más de veinticinco años. Nuestro presente es hijo de estos lustros. Ya tienen estos años suficiente peso histórico para trazarnos un límite temporal que nos haga responsables de esta actualidad.
Sin embargo, cualquiera puede prolongar la historia y remontar la serie de causas que inciden en el escenario de hoy mucho más allá, hasta llegar a la misma conquista de América. Más aun, una de las aficiones más frecuentes entre nuestros intelectuales es buscar sospechosos a lo largo y ancho de nuestra historia, a la vez que héroes epónimos con el solo afán de legitimar opciones políticas del presente.
Vestir con ropas de otros tiempos los cuerpos de nuestros días es un arte tan viejo como el mundo, se lo llama mistificación.
Es lo que hizo este Gobierno desde la fundación del Museo de la Memoria, mediante la organización del pasado con el fin de legitimar su política. Así creó los nuevos setenta en donde albergó a una juventud maravillosa de la que jamás formó parte pero que le fue muy útil a la hora de buscar alguna autoridad política que justificara su esquema de poder.
Fue la última palada que enterró el “nunca más” del ’84.
La división entre la democracia real y la formal era una de las mistificaciones de las que nos debíamos liberar. Aquella falsedad ideológica nos permitió banalizar los protocolos republicanos y la división de poderes y hacer de los derechos humanos una goma de mascar que cubra todos los derechos, desde el derecho a la vivienda, al derecho al trabajo, a la salud, a la educación, hasta incluir a todos los bienes terrenales que el hombre merece de acuerdo al estadio de la civilización que nos toca vivir. Esta extensión pseudojurídica permite así condenar a nuestra sociedad, en la que la mayoría de sus habitantes no goza de estos derechos, a una anomia administrada por los poderosos y no por el pueblo como se pretende. Desaconseja respetar toda autoridad que no sea la que tiene el poder del dinero, para crear así una nueva versión que minimiza a las leyes y las vacía en nombre de “lo social”. Se abre así en la puerta a cualquier trampa, robo, engaño en nombre del progresismo.
Todos estos incisos de la ideología de los setenta han sido reciclados para estimular a nuevos y viejos protagonistas de una nostalgia sombría.
Pero quizás no exista otra alternativa. Es lo que nos dicen quienes sostienen que no hay política sin caja, que no sólo en nuestro país sino en el mundo entero existe este poder financiero que todo lo compra. El mismo Orwell se pregunta en sus Reflections on Ghandi hasta qué punto el liberador de la India actuó por vanidad, la de verse a sí mismo como un pequeño hombre casi desnudo, sentado sobre una alfombra de esterilla mientras derrumba imperios con su sola fuerza espiritual o, como explicación alternativa, “¿hasta qué punto comprometió sus principios con su ingreso a la política, que por naturaleza es inseparable de la coerción y del fraude?”
La política como coerción y fraude nos dice este militante socialista, escritor comprometido, luchador de la Guerra Civil Española, denunciador de los totalitarismos, además de gran ensayista, la política es eso, coerción y fraude, ya lo dijo Néstor Kirchner con una sencilla frase alguna vez recortada en la prensa: “Quien quiera entrar a este negocio, debe saber que las cosas son así”.
Puede ser que tenga razón. Se la da casi toda la corporación política. Muchos dicen que lo que importa son los fines a los que se sirve. Sólo quisiera introducir un elemento utópico para no cerrar la puerta a un futuro diferente. ¿Es posible imaginar que los supuestos instrumentos legales de respeto de las leyes y procedimientos ajustados a normas y controles no son sólo un medio para la invocada equidad social sino un fin en sí mismo? Este denostado anacronismo ilustrado es considerado una vana ilusión o un candor distractivo o, por el contrario, puede ser reinvindicado como el enunciado de una afirmación que considera necesaria la intervención de una idea moral en la edificación de un Estado para que la construcción social tenga algún sentido.
Retrocedamos al fracaso de hace veinticinco años. Raúl Alfonsín fracasó, por más que les duela a los alfonsinistas, y por más que les incomode a los portadores de apellidos y a los oportunistas que sueñan con ganar espacios de poder. Que no lo dejaron cumplir su sueño como dicen sus adeptos, no nos cabe la menor duda, más aun porque no conocemos en toda la historia de la civilización a ningún jefe de Estado que lo hayan dejado realizar sueño alguno para disfrutar sin costo las ventajas que le da el poder.
1984 terminó en el 1989, y sabemos cómo: sin moneda, sin Estado, sin capitales, sin precios, con trece paros generales, una Iglesia recelosa y con Fuerzas Armadas sublevadas. Pero Alfonsín vale por su fracaso. Cuando dijo, para complacer a nuestro anhelante cinismo, que con la democracia se come, no sólo manifestaba un ideal lírico para gusto de la tribuna, sino el lugar en donde se jugaba la integridad de la sociedad argentina como tal. La posibilidad de su integridad moral e institucional.
En ese sentido, promete más aquella frase que el realismo de Néstor Kirchner y compañía. Es una virtualidad política que nos vale más la pena para soñar que la confesión autocomplaciente que sostiene a un negocio que sabemos además que es de pocos. El fracaso de Alfonsín vale más que el éxito cierto o probable de los Kirchner.
No es entonces aquel discurso de Parque Norte del período que bautizamos con el nombre de 1984, discurso por la diversidad, la tolerancia y las libertades, no es una versión ilustrada de la modernidad lo que podemos rescatar, sino una pregunta algo más grave y con más sustancia histórica que puede formularse así: ¿Para qué se hizo el ’84? ¿Qué página se quiso dar vuelta en ese año? ¿Cuáles son los alcances del “nunca más”?

*Filósofo. (www.tomasabraham.com.ar).