Queremos que sean como el Che” afirman los carteles de propaganda en Cuba. La misma frase que pronunció Fidel Castro en la Plaza de la Revolución, tras la muerte de Guevara. Sentencia que devino el saludo inicial de todos los escolares cubanos: “Seremos como el Che”. Ernesto Guevara fue un hombre, pero el Che sigue siendo, un símbolo, un mito.
Guevara, rosarino de nacimiento y médico de profesión, se unió al movimiento revolucionario que lograría tomar el poder en Cuba a partir de una lucha guerrillera. Luego del triunfo, por su rol decisivo en el combate, ocupó distintos cargos de gobierno. Fue responsable de muchos de los juicios realizados contra miembros del gobierno depuesto. En dichos juicios, acaecidos en un marco de cuestionable legitimidad, se ordenaron cientos de fusilamientos. Guevara también fue presidente del Banco Central, aplicando un modelo económico estatista y de planificación comunista. Los intentos de sustituir importaciones y aumentar las exportaciones fracasaron, en parte por errores propios, y en parte por el bloqueo estadounidense.
Pero las motivaciones del Che no estaban en los cargos de gobierno, sino en la difusión del comunismo. Lo intentó en Argentina, a través de un foco dirigido por Jorge Masseti, que nunca llegó a consolidarse. Continuó en el Congo, donde las dificultades de comunicación e idiosincrasia local, le impidieron ganar apoyo. Sin darse por vencido, lo intentaría una vez más en Bolivia.
El Che la eligió por su ubicación estratégica, en el corazón de Sudamérica, que le permitiría irradiar la insurrección al continente. Bolivia era un país con grandes desigualdades, terreno propicio para un foco revolucionario. Guevara afirmaba: “debemos crear un nuevo Vietnam en las Américas con su centro en Bolivia. Abriéndole muchos frentes de combate a Estados Unidos, que se encontraba empantanado en el sudeste asiático, la potencia de Occidente se debilitaría y acabaría siendo vencida por el comunismo”.
Lo que el Che no calculó fue la indiferencia, incluso el rechazo boliviano a su proyecto. Ningún campesino se sumó a la guerrilla. Un blanco, que no hablaba quechua y era extranjero, fue visto como un invasor por los indígenas. Ni siquiera el Partido Comunista local le brindó su apoyo, porque el Che no permitió a Mario Monje, su líder, dirigir la operación. Como afirma Jon Lee Anderson apareció en tierra extranjera sin ser invitado. Tampoco hubo un conocimiento profundo del terreno. Los meses que pasó en Ñancahuazú fueron de huida, hambre, enfermedad y pérdidas en combate hasta la derrota definitiva en La Higuera, en octubre de 1967.
Ernesto Guevara fue apresado con vida, aunque herido. Estuvo detenido un día en la escuela del lugar, para ser fusilado el 9 de octubre. Estados Unidos había colaborado con la operación, enviando asesores militares. Los protagonistas sostienen que fue el presidente de Bolivia, el general Barrientos, quien dio la orden de fusilarlo. Presuntamente el gobierno estadounidense lo quería con vida para tomarle testimonio y mostrarlo como trofeo de guerra.
Con su muerte, nacía la leyenda del Che. Eternamente joven, inmortalizado en la foto de Alberto Korda como el arquetipo del revolucionario. Imagen reproducida hasta el cansancio por quienes eligen quedarse con el combatiente idealista que murió por sus principios, que eligen el Che mártir. Pero hay otro aspecto, el del hombre que hizo de la violencia su herramienta, que cometió errores estratégicos profundos. El hombre autoritario y el padre poco presente.
Se ha dicho que cuando estaba a punto de ser capturado en Bolivia, el Che dijo que no lo mataran porque valía más vivo que muerto. El transcurrir de los años demostró que el Che sirvió al comunismo mucho más muerto que vivo. Al matarlo, los soldados bolivianos crearon una leyenda y las leyendas trascienden el tiempo y la realidad.
*Profesora de la Facultad de Comunicación de la Universidad Austral.