La Argentina mantiene a su sociedad culturalmente tomada por el delirio. Es rehén de la insensatez. La hipocresía dicta el espectáculo cotidianamente desenfadado. El truchismo gestionario logra que todo, al fin y al cabo, funcione igual. O más o menos. Da lo mismo. Y sin el menor rigor. Lo cierto es que Pedraza, el dirigente ferroviario que no tiene la menor obligación de ser un hombre ejemplar, se comunicó telefónicamente con el secretario de Transportes, el señor Schiavi (que tampoco es ningún ser ejemplar). El motivo de la llamada fue notificarle: “Che, Schiavi, mirá que mañana los tercerizados nos van a armar quilombo con los zurdos. Tengo información que van a cortar las vías en Avellaneda”. Sin que sean necesarias más palabras –registradas probablemente por los curiosos de 25 de Mayo que tercerizan con la Avenida de los Incas–, Schiavi pudo haberle manifestado a Pedraza, acaso, que lo recomendable sería que no se produjera esa interrupción indeseable. Para que nuestra dama pueda llegar a Berazategui, y sentarse, sin problemas, en su inodoro. Lo razonable era persuadir a los tercerizados. Y a los zurditos. Para que no corten compulsivamente las vías. Porque se trata de una acción que obstaculiza la marcha consagratoria del modelo, que la Argentina está por exportar hacia países que pasan por encima a cualquier desgraciado que intente obturar un puente.
Ahora bien. Pregunta: ¿a quién puede enviarse para impedir que los protestadores corten las vías? ¿Pueden acudir, acaso, los fascinantes intelectuales de Carta Abierta, brillantemente representados por el señor Forster? ¿O los integrantes –por qué no– de La Cámpora? Junto a los convincentes columnistas de 6, 7, 8. Pero no. En el kirchnerismo persiste el sinuoso “arreglate como puedas”. Es la tuya, es tu problema, solucionalo y no me jodas.
De manera que los ferroviarios debían encontrar unos “buenos muchachos”. Dispuestos a encarar una tarea semejante, necesitados de hacer méritos. Sin tomar conciencia de que alguna vez, el señor Altamira, conductor moral de los zurditos, iba a apodarlos, en su precipitación interpretativa, “la patota”. Los “buenos muchachos” de “la patota” carecen, en general, de eficientes asesores de imagen. Tampoco son necesariamente egresados del CEMA, ni del San Andrés ni de universidades europeas.
Son muchachones bien intencionados que también desean asegurar la bonanza de su familia. Procuran elevarse y proyectarse. Con semejante atracción en el horizonte pueden participar, incluso, y para hacer número, de las peñas socialmente promocionales del oficialismo. Como en la Puerto Rico, adonde fácilmente podían retratarse con cualquier ministro ascendente que suele envolverse de calor popular. De los que tienen, sí, asesores de imagen. Y disfrutan del consejo sabio de Braga Menéndez.
Cuando se recurre a los “buenos muchachos”, o a “la patota” en la versión de Altamira, es factible que no pueda asegurarse la feliz culminación del cuento. Sobre todo porque los protestadores del PO suelen hacer de la represión un objetivo. Y en general los pichones, en un Estado que nunca asume su atributo para reprimir, siempre caen en la trampera. En adelante, el tema del debate es anacrónico. Significa desgastarse en saber quién es el que comenzó a tirar la primera piedra. O las tuercas brillantes de plomo fundido. Recién compradas.
Lo único desdichadamente cierto es que cayó Mariano Ferreyra. Un querible militante de Sarandí, que fue fulminado por una bala que –según la pericia de Gendarmería– rebotó en un cordón de vereda. El muchacho que cortaba las vías soñaba con un horizonte popular. “Con el sol y los almuerzos que invadían las veredas”. Y solía ponerse al lado, “codo con codo”, como en las novelas de Larra o de Murillo, o del primer Rivera (el de Villa Lynch), para incentivar la magnitud del quilombo. Siempre entre quienes pugnaban por las causas justas. Como el drama patético de los tercerizados, que –cabe aceptarlo– le importaba tres carajos a la pasajera que pretendía llegar, apenas, a Berazategui.
*Extraído de www.jorgeasisdigital.com