Como aún no logro hablar de la muerte de Luis Biasotto (para hablar debería evitar el quiebre en la voz) pensé que podría escribirlo. Pero tampoco.
Un personaje en una obra mía decía (y seguro lo robé, yo no sé imaginar tan alto y tan preciso): “No se aprende nada del sufrimiento. Se puede sufrir infinitamente sin que haya lección alguna. Y sin aprender nada para la próxima vez”. Lo vuelvo a sentir esta semana, mientras retornan cuando duermo imágenes de Luis dentro y fuera de sus obras. ¿Qué debo aprender de que este valiente de otro mundo, este titán en plena forma, este atleta del sentido muera de covid, en su Córdoba, en medio de la más absoluta impotencia sanitaria? Ya lo sabemos: los muertos son muchísimos, pero es imposible pensar la muerte como algo numérico. En cambio, convertida en algo cercano y personal hiere de día y grita de noche. La cosa es así: si murió Luis, entonces podemos morir todos.
Una vez, como en espejo, él y su grupo Krapp, abrumados por otra muerte, la de su iluminador Marcelo Álvarez, concibieron no sólo una sino dos obras fundamentales: “A dónde van los muertos, Lado B y Lado A” (en ese orden). Pidieron a diez artistas que explicáramos cómo representaríamos la muerte y ellos lo bailarían libremente, o más bien lo encarnarían, que eso es lo de Krapp: hacer en cuerpo. Bailar es una palabra que les queda siempre chica. De cada una de esas preguntas vagas y formales (no por eso menos contundentes) hoy Luis encarna todas las respuestas. En una lengua que –lamentablemente– no entenderemos.
Así que si he de aprender algo no será de la dureza inaceptable de su muerte sino de su acto de presencia a la hora del desparpajo, de su humor parco, de la brutalidad con la que ejemplificaba la torva búsqueda y no el recto resultado.
Se ha ido primero este niño explorador. Quedamos en banda. Su partida nos hace reconocer familia, una a la que deja herida y huérfana de hermano. Te estamos llorando mucho. Pero también te aplaudimos a rabiar.