Los decretos de necesidad y urgencia son una facultad del Poder Ejecutivo para dictar normas con rango de ley en determinados casos excepcionales. Sin embargo, en Argentina fueron históricamente utilizados como un instrumento de gobierno, en la mayoría de los casos sin la concurrencia de los requisitos constitucionales que habilitan la medida. Esta práctica avasalla la división de poderes, debilita el rol del Legislativo y refuerza la concentración de poder en el Ejecutivo. El cambio de gestión y la llegada de un gobierno que prometía mayor institucionalidad presentaban una oportunidad para revertir la mala práctica histórica, pero las medidas tomadas en el primer y segundo mes de gobierno reinciden en igual uso ilegítimo de la facultad.
Los DNU fueron incluidos en la Constitución con la reforma del 94, en el art. 99 inc. 3, aunque anteriormente ya se empleaban y fueron convalidados por la Corte en 1990, con la exigencia de que fueran controlados posteriormente por el Congreso. El artículo constitucional sostiene que “[el]Poder Ejecutivo no podrá en ningún caso, bajo pena de nulidad absoluta e insanable, emitir disposiciones de carácter legislativo” y que los DNU sólo proceden cuando “circunstancias excepcionales hicieran imposible seguir los trámites ordinarios previstos por esta Constitución para la sanción de las leyes”. Existe, por lo tanto, una carga de demostrar dichas circunstancias para desvirtuar el mandato general.
Tal como sostuvo la Corte en 2010, la Constitución no habilita a elegir discrecionalmente entre la sanción de una ley o la imposición más rápida de ciertos contenidos materiales por medio de un decreto. Esto obedece justamente al valor intrínseco que la Constitución confiere al debate democrático en el seno parlamentario y a las decisiones que sean fruto de dicho debate. Las leyes tienen valor no sólo por emanar del órgano facultado constitucionalmente para dictarlas –es decir, no solamente por su fuente– sino también por ser el resultado de una deliberación en la que la mayor cantidad de voces e intereses presentes en nuestra comunidad deben ser escuchados y tenidos en cuenta.
Es por ello que es preocupante que una decisión de uno solo de los poderes del Estado pueda modificar leyes debatidas en el Congreso, como la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, o que pueda abordar temas como la seguridad pública, tan sensibles para la sociedad, sin que sea debatida la mejor política pública para el caso. Más aun cuando el Congreso se encuentra en receso y el Ejecutivo no convocó a sesiones extraordinarias, quedando estas medidas sin control legislativo por tres meses.
Sin embargo, nuestro diseño institucional contribuye a que el Ejecutivo dicte DNUs –fundados usualmente en la necesidad de rapidez en el establecimiento de medidas o en el perjuicio derivado de la lentitud del debate parlamentario– que alteren de forma significativa el estado de cosas salteando de esa forma al Congreso. En Argentina –a diferencia del caso brasileño, por ejemplo– hay un sistema de aprobación tácita: para que el DNU pierda vigencia se requiere que ambas cámaras lo rechacen expresamente, por mayoría absoluta y a libro cerrado (no pueden hacer modificaciones). Además, no existe un plazo para el pronunciamiento del Congreso: la ley que los regula sólo indica que debe haber un tratamiento inmediato.
Para modificar la estructura de incentivos que da por resultado un uso abusivo de los DNU por parte de los poderes ejecutivos, es necesaria una inversión de la regla que cumpla con el estándar constitucional: DNU que no fuera aprobado expresamente por el Legislativo debería perder vigencia. Mientras tanto, el uso de la facultad presidencial de dictar DNUs debería ser extremadamente cauto cuando se trata de la modificación o anulación de decisiones emanadas del Legislativo, y no transformarse en un instrumento ordinario de gestión del Ejecutivo, práctica que erosiona las bases mismas del sistema democrático y republicano.
*Abogados de la Asociación Civil por la Iguealdad y la Justicia (ACIJ).