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Estoy de pie en el fondo de una pileta llena. La línea de superficie está dos o tres metros por encima de mi cabeza, se marca con los reflejos del sol que titilan.

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Estoy de pie en el fondo de una pileta llena. La línea de superficie está dos o tres metros por encima de mi cabeza, se marca con los reflejos del sol que titilan. Estoy tranquilo, respiro normalmente, no hay asfixia ni temor de ahogarme. Sin embargo, sé que debo salir de allí. En una pileta común, mientras uno está despierto, el movimiento natatorio combina simultáneamente la patada y el braceo. Impulsarme, acá, sería pegar un salto que me despegara del piso al tiempo que estiro los brazos hacia adelante, junto los dedos y “paleo” para subir. Pero cuando trato de levantar los brazos, descubro que los tengo adheridos a los costados. No como si hubiera alguna clase de pegamento que los une. Solo que no puedo separarlos del cuerpo. Entonces tengo que recurrir únicamente al pataleo (ahora que pongo esta última palabra, recuerdo una vieja expresión que usaban mis padres por entonces: “No tenés derecho al pataleo” o “aunque patalees no vas a conseguir lo que querés”). Mi ánimo se oscurece, de pronto me enfrento con la noción del peligro. Si el pataleo no alcanza para separarme del fondo de la pileta, en algún momento mis pulmones dejarán de procesar el agua y permaneceré allí hasta ahogarme. Conozco, por haberlos imaginado, los preliminares de la asfixia, la garganta que se cierra, el apretón del pecho, los ojos que se salen de las órbitas...

No quiero morir así, no quiero morir ahora, no quiero morir ni ahora ni nunca. Pataleo para no entregarme a la desesperación. Si lo hiciera, si empezara a sacudir la cabeza a uno y otro lado buscando el aire que no hay, se aceleraría el ingreso del agua en mis pulmones, acortando la posibilidad de su filtrado. Doy patadas largas y meditadas, que tratan de imprimirse con fuerza contra la resistencia del líquido, surcarla como si fuera una densidad maleable sobre la que apoyarme. De alguna manera consigo un resultado, pero a cambio de ir subiendo de manera vertical, recta, derecho a la superficie y al aire, mi ascensión ocurre en cuarenta y cinco grados, como si fuera una flecha lentísima que se dispara al cielo. En las películas de guerra, así las sueltan los arqueros, en multitud, para que lluevan sobre el enemigo. Subo unos centímetros con cada patada, la diferencia entre la superficie y el fondo se va acortando. En veinte o treinta patadas, quizás emerja. Ni siquiera se me ocurre pensar qué haré entonces, ya que sigo teniendo los brazos pegados al cuerpo. Me digo que tal vez esa adherencia es un efecto de profundidad, tal vez recobre la movilidad completa apenas saque la cabeza del agua y entonces, sí, me agarraré de la escalerilla o del borde de la pileta y saldré gracias a la fuerza de mi impulso.

Pero nada de eso va a ocurrir.

 Aunque cada patada sigue moviéndome, mi cuerpo, a cambio de continuar su desplazamiento manteniendo los cuarenta y cinco grados, empieza a inclinarse en dirección al piso. Los cuarenta y cinco grados se convierten en cuarenta, treinta y cinco, y así. Es evidente que la pileta es onírica porque no veo sus límites, sigo pataleando y no me choco contra una pared. Si continúo en este ascenso cada vez menos eficaz y los límites siguen ampliándose, en algún momento, por mucho que me demore, llegaré a la superficie. Sigo pataleando, solo que ahora ya estoy en posición horizontal. Las pantorrillas me duelen por el esfuerzo, estoy a punto de acalambrarme, debo disminuir el esfuerzo. Si no lo hiciera, teniendo los brazos pegados al cuerpo, no podría estirar las manos para masajear los músculos tensionados. La disminución del impulso me deja a merced de la gravedad. El pataleo ya no compensa el peso de mi cabeza, del cuello, del tronco, de la pelvis...

Empiezo a hundirme, despacio, veo el fondo de la pileta. Voy de cara hacia allí. Con la certeza de las causas perdidas, sé que no podré evitar el choque contra el piso. Trato de enderezar mi rumbo pataleando más fuerte, irguiendo la cabeza, tratando de estirar cada vértebra cervical para que mi cuello se alargue dos, tres metros, cinco. Si pudiera gritar. Pero no. Caigo de pera contra el fondo. No siento dolor, pero sé que allí está mi condena. Me pongo en pie. Esto ocurre una y otra vez.