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Adiós a Creamfields

Sábado 10 de noviembre, 20.30 hs. Avanzo por una espesa selva entreverada y pulsante hecha de piernas, cabezas, torsos y brazos que parecen haber caído en un calidoscopio que gira a velocidad centrífuga y los combina en cuerpos siempre nuevos, siempre cambiantes.

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Sábado 10 de noviembre, 20.30 hs. Avanzo por una espesa selva entreverada y pulsante hecha de piernas, cabezas, torsos y brazos que parecen haber caído en un calidoscopio que gira a velocidad centrífuga y los combina en cuerpos siempre nuevos, siempre cambiantes. Los graves que un DJ invisible revolea y lanza me sacuden el cuerpo, me trompean la boca del estómago como un ballet de patovicas perfectamente sincronizados; cubos de luces fulgurantes titilan sobre mi cabeza; los rayos verdes del láser cortan el aire como balas trazadoras, crean conos, parrillas, navajas maculadas de humo que cada tanto descienden a guillotinar los cuerpos que bailan. Un joven de ojos saltones se me abalanza y lanzándome una mirada implorante me espeta: “¿Disculpame: pastillas, ¿no te sobran?”. “No, me faltan”, alcanzo a replicarle, y no termino de decirlo que ya se ha perdido en la espesura circundante. Febrilmente digitando, chequeo los mensajes de mi celular, mando nuevos mensajes. Les hice señales de humo a Maxi, a Nico, a Alexandra. Pero nadie está contestando. Aunque no sé a dónde voy, sigo avanzando. Estoy en Creamfields 2007.
No es mi primera Creamfields, y sin embargo, después de la desastrosa (para mí) Creamfields 2005, en que me pasé toda la noche buscando a mi amiga Carmen primero con los mensajitos del celular y después a ojo y después arrastrándome y tras diez horas lo único que encontré fue a un lector que se puso a hablarme de mi última novela, de la que en ese momento yo entendía tanto como de teoría cuántica, juré no volver a pisar las múltiples pistas de la autoproclamada “fiesta electrónica más grande del mundo”. Y aquí estoy de nuevo, sin embargo. ¿Cómo llegué hasta aquí? ¿Qué estoy haciendo nuevamente en Creamfields, yo, que ya pasé la barrera de los cuarenta y cinco, y sigo avanzando? ¿Yo, que últimamente sólo me doy con los jugos de frutas y el yoga ashtanga? ¿Yo, que acabo de comprarme un iPod de 80 GB para cargarle los sonetos de Shakespeare y una versión en audio del Ulises de Joyce? Para intentar una respuesta será necesario retroceder unos días, no muchos: creo que con dos alcanza.

Jueves 8 de noviembre, 19.00 hs.

Me encuentro en mi auto, estacionado frente al edificio de la Rock & Pop, examinando el pack Creamfields para periodistas acreditados que minutos antes me ha entregado en recepción un calvo distendido y muy amable. Es un elegante sobre azul metalizado de cuyo interior voy extrayendo diversos elementos, a saber:
a) Una pulsera violeta con botones negros, estampada con el logo del festival que nunca supe si representa una hélice triple o un yin-yang que ha parido un hijo y ya no encaja, y la palabra “Creamfields” escrita tres veces en letras blancas.
b) Una pulsera dorada con brillitos y botones blancos, bastante más ancha que la anterior; en ésta la palabra “Creamfields” está más chiquita y porque no tengo los anteojos para ver de cerca medio tengo que adivinarla. Me los recetaron hace relativamente poco y todavía no me acostumbré a llevarlos encima. Ya me habían advertido que el astigmatismo tocaba a los cuarenta y cinco; en mi caso fue prácticamente el día de mi cumpleaños; así soy, de libro. La crisis de los cuarenta también la tuve a los cuarenta, me acuerdo porque una de las manifestaciones de la crisis es que empecé a ir a Creamfields. Esta es mi tercera vez.
c) Un sticker de estacionamiento gratuito para el interior del predio. Este sí que es un regalo invaluable: en la primera Creamfields a la que concurrí, que fue por Costanera Sur, estacioné sobre avenida Madero y los cuidacoches me pidieron 14 pesos. Tras negociaciones arduas y muy corteses (al menos por mi parte: uno de ellos era más ancho que el auto) cerramos en 7; o sea, yo dije que pagaba solamente 7 (sé ponerme firme cuando hace falta) y ellos se encogieron de hombros. A la vuelta noté con cierto azoramiento que faltaba el espejo retrovisor izquierdo. Quizás fue un mero accidente (hacían estacionar los autos tan cerca unos de otros que cualquiera hubiera dicho que su empleo diurno era enlatar sardinas), pero desde entonces a los cuidacoches les pago sin chistar lo que me piden.
e) Una serie de instrucciones para llegar al lugar, planos, mapas que no tengo tiempo de examinar porque ya es la hora de buscar a mi hija menor de su clase de arte y a la mayor de casa de una amiga. De todos modos me da gran alivio porque las Creamfields tradicionales (mis Creamfields, estoy tentado de decir) solían realizarse en Puerto Madero o Costanera Sur, lugares de mi relativa costumbre. Al Autódromo, en cambio, fui una sola vez, de chico, y me llevaron, así que no tengo idea de cómo llegar (además la pasé horrible). Dejo el examen pormenorizado de las instrucciones para el día siguiente.

Viernes, 21.30 hs.

Intento explicarle a Vic que voy a trabajar, que es mi primera crónica y que por eso estoy un poco nervioso, y ya sabe que cuando estoy nervioso es mejor dejarme solo, que va a ser aburridísimo, que ponen la música muy fuerte, y que además me dieron una sola entrada. Me tuerce la cara y masculla una frase ininteligible de la que apenas distingo las palabras “dado vuelta”. Le pregunto a qué se refiere. Me cambia de tema.

Sábado, 15.30 hs.

Ha llegado el gran día. Estoy en el jardín de la casa de mi amigo José, con quien debato la conveniencia, o no, de llevar una campera polar a la noche, que se anuncia bastante fresca, y para más datos, ventosa. José, que tiene teorías sobre todo, me explica que la polar, abrigar abriga, pero no detiene el viento: para eso tiene que estar forrada por dentro con tela de avión, como la suya que acto seguido procede a mostrarme. Lo felicito; con sana envidia le explico que la mía carece de semejante innovación; complacido, y como para que no me ponga demasiado mal, explica: “Sólo que no es tan agradable al tacto”.

Sábado, 19.00 hs.

Va a hacer frío, pero por lo menos no te va a llover”, me dice Vic (que ya se resignó y se muestra más comprensiva) volviendo, en el auto, de lo de José y María, y yo concuerdo: ya me ha tocado una Creamfields llovida, la 2004 si mal no recuerdo, y no quisiera repetir la experiencia de bailar toda la noche sólo del tronco para arriba porque los pies están embutidos en medio metro de barro. Pero apenas la dejo en su casa unas nubes que salen de ninguna parte cubren el cielo en segundos y se larga a llover torrencialmente, como en los dibujitos animados. Mis hijas me miran compungidas. “Papá, ¿vas a ir igual?”, me preguntan. “Es por trabajo”, explico. Es el ejemplo que quiero darles.
De vuelta en casa me dedico a armar la mochila, que incluye, a saber:
a) La cámara digital, porque como en Creamfields no se permite sacar fotos voy a sacarlas de canuto.
b) Una botella de agua de medio litro, un juguito de manzana, dos manzanas y media barra de chocolate, por si en medio de la noche me falta energía. En las anteriores ediciones los patovicas me revisaron la mochila y me obligaron a tirar todo, pero esta vez soy periodista acreditado. “Chupate esta mandarina”, voy a decirles. Aunque mejor no.
c) La vestimenta. Para sentirse bien en Creamfields es fundamental pegarle con el vestuario: si bien no me propongo llevar nada estrafalario, como un pescado en la cabeza, u orejas de conejo, o cuernitos de diablo, quiero ponerle un poco de onda. Tras muchas idas y vueltas me decido por una bufanda negra, mi polar roja, que a pesar de no estar forrada con tela de avión por dentro lleva por fuera un dragón chino (me han dicho que los dragones dan fuerza), mi gorra de béisbol roja y finalmente, mis zapatillas rojas de cuero, veteranas de cuanta fiesta electrónica mi presencia haya agraciado. Estas zapatillas tienen su historia. Se me había metido en la cabeza, en una época, que necesitaba zapatillas rojas, y espoleado por mi obsesión recorrí los negocios de Cabildo, Palermo y finalmente los outlet de avenida Córdoba, pero estaban a precios inaccesibles; finalmente, a media cuadra de mi departamento (vivía por entonces en Belgrano, ahora me he mudado al tanto más amable barrio de Villa Crespo) descubría que una zapatería de cuarta por la que pasaba veinte veces todos los días exhibía, en su vidriera polvorienta, unas deslumbrantes zapatillas de cuero, de todos los colores, que hacían a medida y por un precio cuatro o cinco veces menor que las de marca: algo tan milagroso que me pregunté si no sería una de esas zapaterías de cuentos de hadas en las que de noche los duendes hacen todo el trabajo. Luego, en las grandes capitales del mundo la gente me ha parado por la calle para preguntar dónde había conseguido unas zapatillas tan hermosas; mi amiga Carmen, que es neozelandesa y me acompañó en las Creamfields anteriores pero no en ésta, porque se fue a vivir a Londres, me mandó antes de mi visita un mail diciéndome: “No vengas sin tus zapatillas”. Tan buenos resultados me han dado que hace poco volví por mi viejo barrio a encargarme un nuevo par; previsiblemente, la mágica zapatería de los duendes había sido reemplazada por un kiosco polirrubro.
Me despierta de este mundo de gratos recuerdos mi hija Lucero, a quien he mostrado el pack Creamfields para que vea qué papá con onda que tiene, acercándose con el rostro demudado: probando las pulseritas parece que cerró los botones y ahora no puede abrirlos. Le digo que no es nada, que lo deje a papá, y tras forcejear y trasudar un buen rato me doy cuenta de que han quedado como remachados. Me contempla acongojada, vuelvo a repetirle que no es nada, pero ella está segura de que ha arruinado mis perspectivas de concurrir a Creamfields y de yapa mi nuevo trabajo de escribir crónicas y aunque le aseguro que “allá me las van a arreglar” todo el viaje en auto lo pasa muda, haciendo intentos desesperados por abrirlas; para cuando llegamos a lo de su abuela, donde pasará la noche con su hermana, está al borde de las lágrimas.

Sábado, 20.00 hs.

Una vez en Creamfields, en el primer retén de patovicas que debo atravesar (entrar en Creamfields y sortear todos sus controles es más difícil y requiere más trámites que ingresar en cualquier país de la CEE), uno de ellos me pide la pulsera; cuando le muestro la violeta sacude la cabeza (son hombres de pocas palabras, los patovicas de las entradas), pero decide darme una segunda oportunidad; le muestro la dorada, asiente pero me advierte: “La tenés que llevar puesta” y entonces le explico lo sucedido. “Viste cómo son los chicos”, agrego al final, a título de moraleja o coda de fábula. Me mira raro, como si quisiera embaucarlo; achinándose de desconfianza sus ojos me hacen la pregunta que yo mismo, más de una vez, en el transcurso de esta noche, habré de formularme: “Si tenés hijos, ¿qué estás haciendo en Creamfields? ¿Te parece que éste es un lugar para un padre de familia?”. Se retira, con mis dos pulseras, hacia los fondos operativos, vuelve con un patovica de mayor rango, y juntos sudan, fruncen el ceño, tensan sus músculos supernumerarios mientras sus toscos dedos resbalan sobre los ínfimos botoncitos: a pesar de que parecen capaces de separar sin demasiado esfuerzo una cabeza de su cuerpo, no pueden con los botones. Dividen, eso sí, la ancha pulsera dorada en dos delgadas. “¿Eran dos?”, pregunto, genuinamente sorprendido. “Sí, eran dos”, contesta el patovica superior, que se ha hecho cargo del complejo problema que les ha caído encima, justo hoy que pensaban tener una noche tranquila (puedo imaginarlo hablando por el handy, consultando: “Tenemos un periodista que cerró la pulserita antes de ponérsela. Solicito instrucciones. Cambio”). “¿O sea que podía venir con acompañante?”, pregunto. “Sí, podías venir con acompañante”, responde. De esto, pienso, Vic no tiene por qué enterarse. Agrega, además: “Yo te dejo pasar pero después no vas a poder entrar a todos lados”, y ahí sí parece complacido, ha cumplido con su deber, que es el de ponerme algún freno, o frustrarme (es mejor así: patovica que no frustra se frustra y descarga su frustración golpeando a mansalva). En la próxima posta se repite el diálogo, con variantes, y en la otra, y en la otra. Al final, me siento mal de seguir echándole la culpa a mi hija, que se sentiría terrible si se enterara, y termino poniéndome en el mode “torpe sin remedio” y mascullando: “No sé, se me cerró, es la primera vez que me pasa”.

Sábado, 22.30 hs.

Después de una hora de preguntar, de dar vueltas, de pasar de ida y vuelta por los mismos retenes, dando cada vez una explicación distinta por la tragedia de la pulserita, doy con la sala de prensa. Mientras consumo mi medialuna con jamón y queso (qué alivio, el catering era hasta las 23, iba a verme obligado a consumir los grasientos patys o los gomosos sushis, y encima pagando precios astronómicos) contemplo a un periodista que parece estar muy a sus anchas, debe ser de la Rolling o la Inrockuptibles, a pesar de ser hasta un poco mayor que yo da perfecto un cool rockero con su corte de cabello y barba y sobre todo con la chalina tornasolada que le cuelga displicente sobre ambas solapas, y me decido a usar la mía. Me la suelto, una vez vuelto a las pistas, la dejo colgar, la sacudo cuando bailo, pero no hay caso: la mía me sigue dando bufandita para abrigarse.

Sábado, 22.50 hs.

Main stage. Pulsaciones musicales golpean la pista que se sacude como el parche de un tambor con nosotros arriba rebotando; me gustaría saber quién toca; no reconozco los temas, por supuesto, y en las tarjetas del práctico colgante que me han entregado en la sala de prensa la programación de los diversos escenarios, carpas, bares, clubes y arenas (¿qué van a poner, peleas de gladiadores, ahora?) está escrita en letra muy chiquita y no sé, por algún motivo no me da, en la pista principal de Creamfields, sacar los anteojos de ver de cerca y ponérmelos, así que le pregunto al joven con cabeza de pescado que baila a mi lado; “LCD Soundsystem”, me contesta. El apretuje es tal que dificulta por momentos la respiración pero protege del frío; ráfagas de viento cada vez más frío esparcen ráfagas de porro cada vez más denso; a mi izquierda un grupo comparte unas rayas de algo que puede ser cocaína, aunque no es lo habitual en esta clase de fiestas; también puede ser anfeta, MDMA o keta, o alguna combinación de todas ellas. A mi derecha uno se esfuerza por cortar una pastilla con los dedos, mientras sus compañeros levantan las manos en el aire y se acarician, unos a otros y a sí mismos, con los ojos semicerrados y soñadores de quienes han entrado en el mundo de plenas satisfacciones del éxtasis. Saco la cámara de fotos; una de ellas, rubia y de anteojos negros, me tapa el objetivo con la mano abierta, y explica: “Soy actriz, no quiero salir en ninguna foto”, y enseguida, ante mi balbuceo explicativo: “Te estoy cargando”. Me pregunta si tengo pastillas, le digo que no, aunque miento: siempre tengo conmigo un migral o dos, porque es lo único que me calma esos temibles dolores de cabeza que suelen saltar sobre mí sin previo aviso, en sus tres variantes, o figuras, de ataque; a saber: a) la garra interior que rodea el globo ocular (izquierdo o derecho) y aprieta, b) el taladro lateral que trepana las sienes (derecha o izquierda) y c) el clavo de acero en la frente, martillado. Pero asumo que no es ésa clase de pastillas de la que hablaba. Me complace, de todos modos, porque si cree que tengo pastillas significa que me ha tomado por alguien de onda, por uno de los suyos: evidentemente mi caracterización ha dado los resultados esperados.

Domingo, 00.30 hs.

La pista principal vibra con los Chemical Brothers, los celulares con cámara de fotos se elevan en el aire (los celulares elevados han reemplazado a los encendedores de los recitales de antaño), dan la vuelta en rondas de amigos los porros, las botellitas de agua y las latas de energizante, hay chupetines en casi todas las bocas a mi lado, un par de patovicas de sonrisa beatífica me dan charla, asumiendo que soy extranjero (de alguna manera, están en lo cierto)…
“Ah, me cagaste, pensé que eras gringo”; pasándome al hombro un brazo amigable, uno de ellos se presenta: “Yo soy el Chino, soy re conocido de la noche yo. Está re linda la noche, yo ya lo sabía, la verdad que lo estoy pasando re bien, es hermoso, estoy como quiero, estoy como quiero. ¿Sabés hace cuánto, hace cuánto que no vivo esto? Es la primera vez que no laburo, yo antes acá laburaba, estaba del otro lado; del otro lado no la pasabas bien… Siempre del otro lado, lo veía a este hijo de puta que venía –señalando al patovica amigo– se cagaba de risa y viste, yo no la pasaba bien. Ahora sí, ahora estoy como quiero, estoy como quiero… Estoy re loco, me tomé dos pastas, boludo, es hermoso… ¿Y vos cómo estás?”.
Aunque el éxtasis o bicho ha venido recibiendo bastante mala prensa últimamente, es indudable que, si me dan a elegir, prefiero a estos patovas extasiados, abrazándome en la pista, y no de merca, pegándome en la puerta. Porque la realidad es que las raves, las fiestas electrónicas y análogos están montadas sobre una ola fisiológica que comienza cuando la pastilla hace efecto, golpeando en el centro del pecho, convirtiendo la piel en una superficie infinitamente sensible a la menor caricia musical o táctil, el corazón en una fuente inagotable de amor incondicional e indiscriminado, al cuerpo en una máquina infalible capaz de bailar diez horas seguidas sin sentir cansancio ni hambre ni frío. La música provee, es el componente orgiástico y colectivo, conduce el alineamiento de esos miles de cuerpos sensibles en un único organismo, de todas esas gotas en un mar único. Sin música, el evento se disgregaría en una multiplicidad de parejas o grupitos besándose y acariciándose. La mayoría vienen preparados, compran sus provisiones semanas o meses antes (el incauto que apueste a encontrar un dealer confiable en Creamfields terminará pagando cuarenta o cincuenta mangos por un mejoralito o una cáscara sagrada). Pero a medida que la noche avanza la necesidad es más fuerte y me siguen lloviendo los pedidos.
Le saco una foto a una chica con cuernos de diablo, porque me recuerda vagamente a alguien, que me da charla mientras me da su mail para que se la mande: “Está buena la Cream… Estaría bueno fumar un faso, pero yo no tengo, esta medio difícil conseguir algo”.
Le cuento del pibe de ojos grandes que me preguntó si me sobraban pastillas.
“¿Y? ¿Te sobran pastillas?”, me pregunta en tono súbitamente seductor.
“No, la verdad que no.”
“Ay, qué cagada.”
“¿No vinieron preparados?”, le pregunto.
“No, lo compramos, tipo así: te lo compro, OK, te lo llevás... y no apareció nunca… Un garrón.”
No termino de entender su explicación; quizás porque me distraigo: está anotando su mail, leo “Lucrecia”, y de golpe se me hace la luz: ¡Es Lucrecia mi ex amigovia, o amigante, es Lucrecia y yo no la reconocí! Todo este tiempo me estuvo gastando, con esa sonrisa irónica que tan bien le conozco. “Las luces, tus anteojos negros, estoy medio dado vuelta” (aunque no tomé más que dos inocentes cervecitas), ensaya mi mente una balbuceante explicación, pero ya sé lo que va a contestarme, lo que siempre me contestaba: “No me mientas, Gamerro”. “¿Sos vos, Lucrecia?”, pregunto. “Sí, ya te dije”, me contesta, y en ese momento termina de escribir. “Este es mi nombre, ¿ves?” Con inmenso alivio veo, veo que es otro el apellido, que no es Lucrecia sino su doble. “Mandamelá, ¿eh?”, me dice al despedirse, y después, por si acaso: “¿Seguro que no tenés pastillas?”.
Recorriendo el descampado entre el main stage y la carpa soup, un joven de cresta rubia aparece de la nada y me encara sin vueltas:
“¿Tenés pastillas?”
“No.”
Extrañadísimo me escruta. Hay algo que no le cierra.
“¿Cuántos años tenés?”, pregunta finalmente.
“Bastantes.”
“Ya estás grande para venir acá. Te va hacer mal al corazón”, dice y se pierde en la masa que avanza.
Entonces, finalmente, entiendo. Mi disfraz ha sido un éxito, pero no según mi intención originaria. La dorada juventud de Creamfields descubre al jovato de gorrita deambulando por la pista, solo, alerta, observando, y sacan la única conclusión posible: éste es dealer.